Falsa mendicidad

Falsa mendicidad
Fermín Villar

Una parejita de jóvenes centroeuropeos, que bien podrían ser nuestros hijos o nuestros nietos, sentados en una acera transitada. A un lado, un par de mochilas, y, al otro, dos perros casi inmóviles atados entre sí. Por delante, cuatro vasitos de cartón con cuatro cartelitos: “Para cerveza, para marihuana, para LSD, para Hawái”. Y la pregunta que uno se hace al ver esto: ¿piden por necesidad?

Por la calle, unas chicas en edad aún escolar, con unas trenzas preciosas, largas faldas de colores y unas sandalias para nada de moda. También usan un vaso para conseguir que los paseantes les den algún dinero. Aquí la pregunta es: ¿han decidido ellas mendigar?

La solución no ha de ser permitir que haya quien se aproveche de la bondad de la gente

Más allá, un hombre aparcado en una silla de ruedas te rompe el alma mostrando los muñones de sus pies. Junto a ellos, una caja con monedas y un cartel con sospechosas faltas de ortografía. Dan ganas de preguntarle: ¿quién se aprovecha de ti?

Una adolescente disfrazada de payasa con una peluca multicolor, la cara maquillada de blanco y una obligada sonrisa ofreciendo un globo con forma de espada. Sus ojos se parecen a los de las chicas de las trenzas. ¿Serán familia?

El 13 de junio del año pasado, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló a favor de Dinamarca en un caso que cuestionaba la legalidad de la restricción excepcional de la mendicidad en Copenhague. La sentencia se argumentó con tres razones: una, el demandante no justificó una supuesta vulnerabilidad. Dos, Dinamarca ofrece asistencia pública a los ciudadanos de la UE en situación de emergencia financiera, y el demandante no demostró que mendigar fuera su única opción de subsistencia. Y tres, en Dinamarca no está prohibida la mendicidad, pero sí practicarla con molestias a la ciudadanía, por lo cual el demandante había sido advertido previamente.

Habrá quien diga que la respuesta del Alto Tribunal es muy extrema. Habrá quien quiera buscarle un pie y medio al gato. Pero la alternativa es ver cómo jóvenes con mucha vida por delante sacan un dinerito para mojar sus petas con crack y que, después, el cuerpo les pida la heroína que los hundirá en un infierno difícilmente reversible. O ser cómplices de la explotación humana de menores o discapacitados que son trasladados por toda Europa, excepto por aquellos países que ayudan a los necesitados mientras persiguen legalmente a quienes los explotan.

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Nuestra sociedad ha demostrado históricamente ser generosa con las personas desamparadas, tanto desde la Administración como, especialmente, desde ejemplares entidades del tercer sector. Cierto es que los tiempos de respuesta siempre nos parecerán excesivos y las ayudas, a menudo insuficientes. Pero la solución no ha de ser permitir que haya quien se aproveche de la bondad de la gente, más aún cuando la caridad no llega a quien de verdad la requiere. Se trata, simplemente, de demostrar que podemos seguir siendo buenos sin tener que parecer tontos.

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