Lecciones
Opinión
Hace casi dos años que la Generalitat tuvo que empezar a alojar en casas de colonias a los centenares de menores inmigrantes no acompañados, conocidos como menas , que llegan masivamente a Catalunya. El Govern lo hizo en silencio y avisando un minuto antes a los ayuntamientos afectados para evitar el rechazo. Aquella operación de emergencia –que se ha mantenido– evidenció que la Catalunya que meses antes se había manifestado bajo el lema “Volem acollir” realmente no estaba preparada para acoger. Ni había plan, ni dinero, ni infraestructura, ni personal formado, ni se había trabajado socialmente una red de acogida. Nada. La llegada de la oleada de menores desató una crisis interna en el Govern ante la carencia de recursos y hubo que improvisar medidas.
La respuesta poco planificada tensó las costuras de la administración pública donde los profesionales de ese ámbito se vieron desbordados y desamparados políticamente. Algo que no se atreven a decir en público, pero que admiten en privado constatando al menos cinco cosas. La primera es que los ayuntamientos, tratados inicialmente con recelo y soberbia, han sido claves en la asunción del problema que la Generalitat les traspasó bruscamente y al que han respondido ejemplarmente a pesar de no disponer de recursos ni preparación. La segunda es que la sociedad civil organizada se ha implicado para minimizar el impacto de la llegada de menores y que, en algunos casos, han alterado la convivencia especialmente en localidades pequeñas. La sociedad encuentra salidas ante las incapacidades de la administración. La tercera es que no es verdad que vivamos en una sociedad racista, pero es cierto que los ciudadanos reclaman de los poderes públicos mayor previsión, soluciones y que no los traten como fabuladores cuando denuncian situaciones que afectan a su vida cotidiana.
Hay consenso sobre la necesidad de acoger a los menores en condiciones. Pero también debería ser indiscutible la obligación pública de proteger y ayudar a quienes se sienten agraviados, por pocos que sean. Si la persona perjudicada se siente protegida, el conflicto disminuye. Si se la menosprecia, salta de escala hacia escenarios primarios nada recomendables para la convivencia.
La cuarta evidencia es que el fenómeno de los menas ha aflorado la precaria preparación para atender este asunto por parte de las policías y de la justicia. Una prueba es la imagen de las comisarías convertidas en improvisados centros de refugiados y el reconocimiento de jueces y fiscales de que nuestras leyes no están adaptadas para dar respuesta efectiva al problema. Y la quinta es que la palabra transparencia ha desaparecido del diccionario de la administración cuando se trata de hablar de estos menores y se ha impuesto un preocupante bloqueo al derecho a la información impropio de una sociedad avanzada. El último ejemplo se dio con el caso del hotel que aloja a 60 menas en Calella del que informó este diario a pesar del silencio oficial. Este caso saltó de escala el sábado con una batalla campal en la que intervinieron antidisturbios y ambulancias. La buena noticia es que, a partir de las lecciones aprendidas, aún estamos a tiempo de poner remedio porque sabemos lo que nos pasa, aunque hasta ahora nos cueste mucho reconocerlo.