Mugaritz, la belleza de los veinte años
El restaurante de Andoni Luis Aduriz sigue explorando límites. Pero en el menú del 2018 lo hace con platos amables y sabrosos
Si alguien sabe que hay restaurantes que no son para todos los públicos es Andoni Luis Aduriz, chef de Mugaritz (Rentería), quien suele advertir que antes de reservar una mesa según dónde (en su casa, por ejemplo) hay que informarse de adónde vas e intuir qué tipo de experiencia gastronómica te aguarda. Es un buen punto de partida. Aun así, una servidora, que siempre ha disfrutado de la aventura en este lugar, ha fracasado en más de una ocasión al recomendar la propuesta de Aduriz, apesar de advertir a su interlocutor que es un lugar “especial”.
Mugaritz puede entusiasmar o no gustar nada: es difícil un término medio. Y quienes repiten experiencia año tras año para ver de qué va esta vez el menú, lo hacen entregados al juego de complicidades que proponen el chef y su equipo. A Mugaritz se va a comer, pero también se va a interactuar (el papel del comensal es parte clave de la propia propuesta) y preparado para gozar o no gozar: Aduriz reivindica que el sabor no es para él lo más importante y que su pasión por explorar los límites pueda suponer a veces avanzar por terreno pantanoso. Sin embargo su objetivo sí es ofrecer una fiesta. Lo importante para él, y yo diría que cada vez más, es que en sus mesas la gente lo pase bien.
Puede ser que tenga que ver con ese objetivo (tal vez haya visto que la vida pasa muy rápido y que hay que disfrutarla) que el mundo del vino haya ido ganando terreno en el restaurante. El sumiller, Guillermo Cruz, tiene tanta presencia en la sala que me pregunto si a pesar de su trabajo extraordinario, la opulencia de los vinos puede acabar haciendo sombra a lo que siempre ha sido lo esencial en Mugaritz: la sorprendente propuesta del equipo creativo que dirige Andoni Luis Aduriz.
El menú del 2018, el año en el que el restaurante celebra dos décadas de vida, es una fiesta de la aparente simplicidad y del producto, especialmente del mar, que en ocasiones llega a la mesa casi desnudo, ocultando más que nunca los hilos de la técnica y con la belleza habitual.
Este es, podría decirse, un año para todos los públicos (si no le incomoda que la sabrosa yema quemada con virutas de chocolate no llegue a la hora de los postres, sino en la primera parte del menú) porque no hay platos que no resulten sabrosos. Algunos llevan el sello inconfundible de Mugaritz, como el tartar de chuleta cubierto por lomo alto de chuleta fermentado, con unos toques de mostaza, como la merluza granizada con crema de ajo, servida como una oblea, que el comensal debe llevarse a la boca (¿comulgando con la propuesta?). O como el momento principal de la ensalada de tomate (el instante en que untamos pan en el aliño) o la sopa de cebolla y caldo de gallina (la cebolla reblandecida con un enzima como recipiente). Otros son puro sabor, como la amanita con praliné de limón y piñones, el mero crudo por uno de los lados y macerado con garum, el salmonete con reducción de sus espinas y las aletas fritas, como las escamas crujientes, como la ostra con rabito o el homenaje al cordero. Mugaritz conserva la belleza y frescura de los veinte años, una edad a la que otras casas, tristemente, han envejecido.