En la frontera de Polonia con Ucrania hay una ciudad austrohúngara de nombre impronunciable. Camino de Kyiv, los periodistas pasan de largo ignorando que sus cementerios nos hablan del probable mañana
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Los imperios vuelven a trazar mapas en servilletas. Oligarcas e inmobiliarios no los esbozan ahora en un papel de sobremesa, sino en una noche de insomnio por la red X. Pero la codicia por las tierras raras se mantiene intacta. Como la indiferencia por los humanos que habitan en ellas.
Hay ciudades víctimas de infinitas servilletas cartografiadas con salsa de tomate, y no hace mucho me detuve en una de ellas. Una ciudad polaca de la que, camino de Kyiv, los periodistas pasan hoy de largo sin saber que sus cementerios nos hablan del probable mañana.
El reportero Jacinto Miquelarena entró en sus calles después de una de las muchas batallas que la destruyeron y, por tanto, definieron. “Tiro rasante... –escribió en 1941–. Los proyectiles se llevaban pedazos de edificios, armarios, máquinas de coser y miembros de habitantes”.
Máquinas de coser y carne humana martilleadas para que encajaran en mapas imaginados por poderes lejanos. Para amoldar a delirios ajenos esta mini Praga de campanarios austrohúngaros y extrema diversidad étnica. El nombre de la ciudad es impronunciable. Cada nación que la ha habitado la llama a su manera (sólo en alemán tiene tres nombres diferentes) y cada ejército invasor la ha torturado también a su estilo. Se llama Przemyśl.
El reportero entró cuando Berlín rompía de golpe el pacto con Moscú por el que se había repartido Polonia: al inicio de la Segunda Guerra Mundial, dividieron con hacha totalitaria la ciudad por el río San, y ahora los alemanes se giraban en tiro rasante contra los soviéticos.
Hoy, además de armarios, máquinas de coser y miembros de habitantes, los tiros rasantes impactarían en el Zaur Kebab situado donde estaba el check point nazi y rasgarían las Barbies de baratija china que venden donde estaba el check point estalinista, al otro lado del puente.
Przemyśl sangraba de hachazos todavía peores. Su enorme fortaleza era el rompeolas militar del imperio Habsburgo por el este, y en la Primera Guerra Mundial había sufrido combates brutales, epidemias letales, bombardeos aéreos, estrategias de asedio por hambre y violentas persecuciones raciales.
Su dolor, que dirimió el destino de Europa, nos interpela. Nada en sus vidas anteriores había preparado a estos ciudadanos para un asedio moderno como el que sufrieron entre 1914 y 1915, el peor de la guerra en todos los frentes. ¿Para qué estamos nosotros ahora preparados?
El zar Nicolás II, que se plantó en la plaza conquistada, afirmó lo que ahora afirmaría Putin: “Galitzia [hoy diría Ucrania] no existe. Sólo existe una gran Rusia que se extiende hasta los Cárpatos”. El zar se habría sentido a gusto en Mar-a-Lago
En su asalto, el ejército ruso perpetró el primer gran progromo en la Europa centro oriental. Saqueo étnico y musical: solo de pianos, robaron trescientos a los ciudadanos judíos. Apaleados, asesinados y expulsados en la Primera Guerra Mundial, los hebreos fueron finalmente exterminados en la Segunda. Paseando por el viejo cementerio judío, engullido por el bosque, solo encontré la pequeña piedra de una lápida. Los nazis arrancaron sus estelas para endurecer calles y reforzar el cuartel de la calle Mickiewicz, aún utilizado por el ejército polaco. Pero los espectros nunca dejan de respirar: restaurando edificios aparecen anuncios pintados de antiguos comercios hebreos.
Además de armarios, máquinas de coser y miembros de habitantes, los tiros rasantes impactarían hoy en el autobús reciclado de Transports Públics de Catalunya que conecta la comarca de Przemyśl con su gran cementerio, casi tocando a Ucrania, con fosas donde descansan miles y miles de soldados rusos, alemanes, austriacos o húngaros desintegrados por sus patrias. El frontal del autobús aún indica su último destino catalán: “Els Monjos”.
Przemyśl es tan rematadamente austrohúngara que el novelista checo Jaroslav Hasek hace pasar al buen soldado Svejk por su enorme fortaleza, entre piojos tan grandes que “corrían sobre las hojas de paja como hormigas arrastrando material para hacerse un nido”.
En la iglesia de los Carmelitas anuncian una misa para conmemorar el llamado Día de Siberia: esa manía tan moscovita de arrastrar a los que piensan diferente –miles y miles de polacos– hacia horizontes de hielo sin escapatoria.
Los mapas se redibujan en el gulag y en la cúpula de los Carmelitas: construida en el siglo XIX e inspirada en San Pedro del Vaticano con guiños ecuménicos a greco católicos, no hace mucho se rehizo porque su silueta era poco polaca .
No hay tierras raras, los raros somos los humanos. Ochenta años después de la última limpieza étnica, Przemyśl –pionera en sufrir a imperios y totalitarismos– vota hoy a los ultras. El voivodato de Subcarpacia, al que pertenece la ciudad, es la provincia de la UE que más votó por la extrema derecha en las últimas elecciones al Parlamento Europeo: un 68%.
Por Przemyśl salía, antes de la Primera Guerra Mundial, el insospechado comercio de cientos de miles de gallinas rusas con destino a Barcelona. Por aquí salía el grano y el petróleo de ayuda soviética al Tercer Reich al inicio de la Segunda Guerra Mundial. Por aquí pasa el grueso de viajeros que entra o sale de Ucrania desde que empezó la invasión. Por aquí saldrán tierras raras ucranianas cuando esta rara guerra termine. Si es que termina.
Y en Przemyśl empieza uno de los más alejados puntos de partida del camino que lleva al fin de la Tierra. Lo indica una estela en el centro barroco: 4.031 kilómetros hasta Santiago de Compostela.