El lema de campaña con el que Donald Trump ha logrado un regreso triunfal a la Casa Blanca, “Make America great again”, es tal vez novedoso en la tradición política de Estados Unidos, pero retoma, en cambio, una larga genealogía ideológica en Europa. Para identificarla, no es al adjetivo great, grande, a lo que hay que prestar atención, sino a la locución de nuevo, again en la expresión original. Porque es esa locución la que pone de manera implícita en conexión la idea de que existe un pasado en el que América fue grande, más grande que ahora, y la idea de que en algún momento se desvaneció su grandeza, víctima de un agónico proceso de decadencia y decrepitud. La conjunción de ambas ideas, la idea de que existe un pasado esplendoroso y la idea de que ese pasado se ha desvanecido, acabó por alumbrar en Europa las múltiples variantes del regeneracionismo, más una estructura retórica vacía que un conjunto sistemático de ideas políticas o medidas de gobierno.
En el pasado, el regeneracionismo europeo al que tan vigorosamente se ha adherido Trump alumbró figuras inquietantes, como la del “cirujano de hierro”. También ambiciones quiméricas, como la de recobrar la pureza original, así se refiriese a la interpretación de los textos sagrados, las formas de gobierno, las lenguas o, incluso, las razas. Como estructura vacía, la retórica del regeneracionismo exigía, y exige, poca cosa. En realidad, para desencadenar sus efectos electrizantes basta con echar la vista atrás y, ante el panorama de una historia que vale tanto si es real como si es mítica, decidir qué periodo debe ser consagrado como edad de oro. Lo demás lo proporciona por añadidura la lógica interna de la retórica regeneracionista, porque por grande que sea hoy el esplendor de una nación, nunca lo será tanto como el de aquellos siglos que llaman dorados, según decía don Quijote, y, por lo tanto, todo lo que venga a continuación solo son, y solo pueden ser, decadencias, corrupciones, siglos oscuros, edades medias y otoños de la civilización, hasta que llegue el hombre providencial. Salvo en la banal idealización de la retórica regeneracionista, ni las edades doradas fueron de oro ni las decadencias suelen ser otra cosa que interesadas pinturas negras. Ni, por supuesto, existe camino de retorno entre unas edades y otras.
La principal novedad que ha introducido Trump en la estructura vacía de la retórica del regeneracionismo es que, en lugar de buscar la edad de oro de Estados Unidos en alguno de los episodios que han marcado una exitosa historia de casi cuatro siglos, ha preferido no remontarse demasiado lejos y mirar tan solo cuatro años atrás. Exactamente, al momento en que él, Donald Trump, alcanzó por primera vez la Casa Blanca. Esa es para Trump la edad de oro de Estados Unidos, ese es el tiempo de esplendor al que no es que América tenga pendiente regresar, sino que ya ha regresado, tal vez por mediación de la providencia. En esta segunda oportunidad, viene a decir Trump, su tarea como líder no puede consistir en conducir al pueblo americano en el camino de regreso a la grandeza, sino en impedir que nadie, absolutamente nadie, ni los inmigrantes, ni los jueces, ni los enemigos de Estados Unidos ni, menos aún, sus aliados, vuelva a frustrar la imparable marcha hacia el futuro de esplendor que ha recomenzado. “Here I am”, dijo para corroborarlo en el discurso de inauguración, y numerosos analistas han creído ver en estas palabras un mensaje apenas velado de venganza. En el contexto de la retórica del regeneracionismo, “aquí estoy” significa, además, “yo soy el programa”, lo que en términos políticos cabría interpretar como una apelación a la legitimación carismática del poder.
Trump firma órdenes en un estadio entre vítores: el ejercicio del poder como show
No solo el asalto al Congreso de hace cuatro años constituye una prueba de que, para Trump, su legitimidad como presidente de Estados Unidos estaría por encima de los votos de los ciudadanos, razón por la cual no ha dudado en indultar a los condenados por aquel ultraje a la voluntad democrática. Ahora, tras su juramento en la Casa Blanca, ha querido también mostrarse firmando órdenes ejecutivas en un estadio, entre las aclamaciones y los vítores de sus partidarios. La intención buscada al convertir el ejercicio del poder en espectáculo es evidente y revela una vez más la estrecha relación entre las corrientes populistas y la banalización del debate público, del que el debate político es solo una parte. Pero lo que no es tan evidente, sin embargo, son las consecuencias de desligar el ejercicio del poder, y no de cualquier poder, sino del poder llamado a gobernar la mayor potencia del mundo, de los rituales y los espacios institucionales consagrados por una larga tradición constitucional. Nadie puede sostener que exhibir el propio poder en un estadio, a ojos de una masa enfervorecida, en lugar de ejercerlo con sobriedad, dignidad y contención desde el despacho oval, vaya contra la Constitución estadounidense. Pero que nadie pueda sostenerlo no puede ocultar, por otra parte, que una corriente ideológica de profundo calado ha empezado a transformar en una dirección desconocida la democracia que idearon los constituyentes.
Posiblemente, la grandeza actual de Estados Unidos, esa grandeza que cualquiera puede advertir, salvo que abrace la retórica de la regeneración con la que Trump ha conseguido regresar a la Casa Blanca, lleve a creer que, actúe como actúe, el Gobierno americano siempre acabará por imponer su voluntad, dentro y fuera del país. Sin embargo, el peligro interior es la polarización. Y el peligro exterior, por su parte, es sencillamente el caos. Un Estados Unidos que contribuya a destruir un sistema multilateral ya de por sí maltrecho se arriesga a dejar un vacío que ni siquiera su fuerza, su inconmensurable fuerza, sea capaz de colmar. Y entonces, y solo entonces, el mundo podrá saber cómo acaba el espectáculo.