No hay desgracia o conflicto bélico actual que no venga de atrás y, las más de las veces, de muy atrás. El polvorín de Oriente Medio se remonta a tiempos bíblicos e incluso, ya puestos, a tiempos prehistóricos. Y se diría que no tiene remedio, ni a corto, medio o a largo plazo.
Las guerras siempre han acompañado a la humanidad desde sus inicios, y los avances tecnológicos empleados en las contiendas han sido decisivos a la hora de dar la victoria a uno u otro contrincante. Eso e innovadoras y sorprendentes estrategias militares.
El caballo de Troya galopaba desbocado hasta convertirse en la bomba atómica. Por el camino, siempre lleno de desvíos, emboscadas y traiciones, se iba estableciendo las reglas o leyes de la guerra, que algunos pretendían convertir en arte, como el chino Sun Tzu, ya en el siglo V a.C., o, más cerca de nuestros días, el militar prusiano Carl von Clausewitz (1780-1831), en la estela de las guerras napoleónicas. Mas después de Hiroshima, se ha ido incubando un nuevo huevo de serpiente que rompe las antiguas reglas de juego.
Hace un decenio, el militar inglés Emil Simpson, licenciado en Historia por la universidad de Oxford y curtido veterano de la guerra de Afganistán, publicó un importante libro, War from the ground up (La guerra de abajo arriba), que no pocos entendidos en la materia británicos dieron por una continuación de la célebre obra de Clausewitz, ya que lo que explica Simpson es que, en el siglo XXI, los combates se libran en la esfera de la política, y no solo en lo militar, que, como decía Clausewitz, era la política por otros medios. Pues ya no.
En el siglo XXI, los combates se libran en la esfera de la política, y no solo en lo militar
En Afganistán aprendió que nada en su formación castrense le había preparado para lo que allí acontecía, que ya no servían las enseñanzas de Clausewitz, quien descubrió, tras la guerra total puesta en marcha por Napoleón, que lo fundamental ya no era tanto los adelantos en cuanto a armamento, sino en la movilización del pueblo, cuyas emociones competían con los designios y la destreza de políticos y militares.
La globalización, nos viene a decir Simpson, ha acabado con las guerras “bipolares” entre estados, que contaban con el apoyo mayoritario de su gente, ya que “el pueblo” ha dejado de ser homogéneo y el enemigo una entidad única. La revolución informática significa que ya nos involucra a todos, como comprobamos todos los días en los telediarios.
Ahora bien, donde Clausewitz dividía las guerras en dos categorías, a saber: limitada o total, Simpson distingue entre guerras libradas a fin de establecer condiciones militares que darán pie a una solución política, o bien las que buscan de buenas a primeras y sin que importen gran cosa cuestiones militares, el resultado político deseado. En ambos casos, lo que se intenta imponer es un “relato”, un mensaje que llegue a una audiencia cuanto más grande mejor y a escala global.
Lo que estamos contemplando es una constante degradación del poder
Coincidiendo con la publicación del libre de Simpson, el pensador venezolano asentado en Estados Unidos Moisés Naím, afirmaba en El fin del poder (Debate, 2013), que el poder de las grandes potencias “se está volviendo más frágil y vulnerable”, ya que se halla cada vez más fragmentado y descompuesto, lo que genera caos y anarquía.
Lo que estamos contemplando desde, como mínimo, la ignominiosa retirada de EE. UU. de Afganistán, y ya no digamos el drama bélico en curso en Ucrania, Gaza, Líbano o Siria, es una constante degradación del poder. Degradación y fragmentación.
Y en estas circunstancias, la democracia tiene todas las de perder. Porque la democracia, que va de mayorías, si se deja en manos de minorías, pierde su esencia y su razón de ser, tal como estamos viendo en todas partes. Quien juega con las urnas, desafía a la democracia. De hecho, las papeletas ya no son garantía de nada, como tampoco lo son las guerras modernas que explica Simpson, ya que “la guerra se va camino de convertirse en una extensión directa de la actividad política”. Hasta aquí hemos llegado.