Me la juego. Voy a decir que en las elecciones que se celebran mañana martes, Kamala Harris, la candidata demócrata y actual vicepresidenta de Estados Unidos, ganará más votos que el candidato republicano y expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Lo que no voy a decir es que Harris ganará las elecciones y acabará siendo la primera mujer en la historia de su país en ocupar el despacho oval de la Casa Blanca. No lo diré, no me atrevo, porque todo dependerá de los votos de unas decenas de miles de personas en siete estados.
El resto del mundo no pinta nada ni en los cálculos electorales de los candidatos ni en los corazones del público
Los siete son Pensilvania, Michigan, Wisconsin, Arizona, Georgia, Carolina del Norte y Nevada. El estado más importante, el que tendrá más impacto en el resultado final, es el que más población tiene, Pensilvania.
Los habitantes de los otros 43 estados, más Washington (Distrito de Colombia), influirán poco más en decidir el resultado de las elecciones que los habitantes de Madrid, Barcelona o Castilla-La Mancha. California, Texas, Florida y Nueva York son estados mucho más poblados que Pensilvania, pero el impacto electoral de los cuatro es, en la práctica, mucho menor.
O sea, que los votantes de unos pocos condados en Pensilvania tienen en sus manos el poder de vida o muerte sobre grandes cantidades de personas en países lejanos. Por ejemplo, Putin y Netanyahu no disimulan su deseo de que gane Trump, porque con él en la Casa Blanca tendrán más libertad para seguir con sus carnicerías en Ucrania y las tierras palestinas.
Pero el impacto del resultado electoral en la hiperpotencia se sentirá en todos los rincones del planeta. Harris ofrece cierta garantía de continuidad en política exterior; Trump amenaza con sembrar el caos, o al menos crear problemas serios, para las economías europeas, asiáticas y latinoamericanas. Y de hacer mínimo caso al imperativo de frenar el cambio climático.
Todo lo cual poco le interesa a la mayoría de los votantes estadounidenses. Tras pasar una semana moviéndome en el ámbito político de Washington y siguiendo las campañas electorales obsesivamente en los medios, me consta que el resto del mundo no pinta nada ni en los cálculos electorales de los candidatos ni en las mentes o los corazones del público. Lo que sí interesa a casi todos es el impacto que el resultado tendrá sobre la salud de la democracia norteamericana. Existe un consenso, acertado o no, de que el país está en una encrucijada. Ambos bandos creen que la mismísima democracia está en peligro. Unos piensan que la amenaza es el fascismo; los otros, que es el comunismo.
La cuestión que ocupa a una pequeña minoría de los votantes informados es si el sistema electoral reinante entra dentro de la definición de lo que se llama democracia. Me refiero a un sistema que niega el derecho a elegir al presidente del país por mayoría. Concretamente, hablamos del llamado Electoral College, el Colegio Electoral, cuyos votos deciden la identidad del presidente electo, independientemente de si ha ganado o no más votos a escala nacional.
Es gracias al Electoral College que el destino de Trump o Harris bien podría ser decidido en las zonas rurales de Pensilvania. Es gracias al Electoral College que Hillary Clinton perdió contra Trump en el 2016, pese a que ella ganó casi tres millones de votos más.
¿Qué es el Electoral College y por qué existe en Estados Unidos semejante perversión del concepto más básico de la democracia, gobierno por voluntad de la mayoría?
El Colegio Electoral consta de 538 delegados, en función de los congresistas que tiene cada Estado
Primero, las matemáticas. El Electoral College tiene 538 votos a escala nacional, repartidos entre los estados en proporción exacta, no a su población, sino al número de representantes que cada uno tiene en el Congreso. Por ejemplo, Alaska tiene 3 votos; California, 54, y Pensilvania, 19.
Salvo un par de excepciones (pero dejaremos este detalle, si no, todo se complica aún más), los resultados de todos los estados se deciden por una simple mayoría. O sea, en Pensilvania en el 2020, Joseph Biden ganó a Trump por un margen de apenas 50% a 49%, u 80.000 votos, pero se llevó los 19 votos del Electoral College.
Sigamos. El principio de la simple mayoría se extiende a todas las elecciones de Estados Unidos –Congreso, alcaldías, los sheriffs, etcétera–, salvo las presidenciales. Aquí lo que cuenta es conseguir más de la mitad de los 538 votos del Electoral College. O sea, con 270 se gana.
Solo son realmente decisivos los votos de Pensilvania y los otros seis estados (the battleground states, los estados campo de batalla), porque son los únicos en los que se supone que el resultado no está cantado. Por ejemplo, se sabe que en California y en Nueva York van a ganar siempre los candidatos demócratas, y que en Texas y Alabama siempre ganarán los republicanos.
Por eso Trump y Harris han invertido mucho más dinero y tiempo en Pensilvania, o Carolina del Norte, que en California y Texas, donde apenas tiene sentido tomarse la molestia de buscar votos.
Entonces, la pregunta del millón: ¿por qué los fundadores de Estados Unidos decidieron poner en la Constitución que las únicas elecciones que se llevan a cabo a escala nacional se decidirían no por la mayoría total de votos contados en las urnas, sino por el confuso sistema del Electoral College?
Simplificando solo un poco, porque temían que los estados más pequeños y las zonas rurales serían privadas de poder respecto a los estados grandes y las ciudades. Thomas Jefferson, el tercer presidente de Estados Unidos, dijo lo siguiente en su discurso inaugural en 1801: por un lado, que “el principio sagrado” era que “la voluntad de la mayoría se debe imponer siempre”; por otro, que las minorías políticas tenían derechos que debían ser protegidos.
O sea, una paradoja. Un potingue. Pero es lo que hay, y, pese a varios intentos de reformar el sistema para que la elección del presidente de Estados Unidos esté conforme con el más elemental y “sagrado” principio democrático, hasta la fecha no ha habido manera de lograrlo. Por eso es perfectamente posible que en las elecciones de mañana Donald Trump repita el resultado del 2016 y pierda y gane a la vez.