Hay algo peor que la división: la irrelevancia y el silencio cómplice. Estos meses hemos constatado distancias insalvables entre las posiciones de los países de la Unión Europea (UE) y entre los principales responsables de las instituciones al abordar el conflicto entre israelíes y palestinos o cómo detener la matanza en Gaza. No es un espectáculo edificante y, seguro, en nada contribuye a que las grandes potencias globales vean a la UE como un interlocutor con quien abordar grandes desafíos internacionales. Sin embargo, hay una alternativa todavía peor: un consenso articulado sobre un mínimo común denominador tan reducido que haría de la UE algo tan insignificante o inquietante como quien en una encuesta responde a todo con un “no sabe, no contesta”.
Cuesta imaginar qué tipo de consenso podría alcanzarse que no fuera el de abstenerse en todo, abstraerse de la realidad y limitarse a expresar cuán consternados estamos y cuánto deseamos que se vuelva a la senda de la paz. Pero eso no hubiera sido una unidad de acción, sino una unidad en la inacción.
Desde los años 70, Oriente Medio ha sido el marcador del grado de ambición de la UE
Reflexionando sobre las alternativas a la división, he recordado una anécdota que me reveló una persona que asistió a una reunión informal en el 2012 entre ministros europeos con la entonces alta representante, Catherine Ashton. Se convocó para ver si conseguían ponerse de acuerdo en la votación en la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la inclusión de Palestina como Estado observador no miembro. Como es sabido, entonces como ahora, los europeos acabaron votando divididos. Lo que es menos conocido es que en un último intento para evitar la desunión, Ashton propuso una abstención en bloque, y lo que mi confidente me desveló fue que el ministro de un pequeño país terció en la discusión respondiendo que antes de abstenerse en un tema tan importante prefería evaporarse.
La decisión de España e Irlanda de reconocer el Estado de Palestina, a la que se ha sumado Eslovenia y pronto algún otro país, ha trasladado esta discusión a nuestro país. Las voces más moderadas de la oposición no han criticado tanto el reconocimiento en sí, como el momento y, sobre todo, que no se haga de forma coordinada en la UE, tal como se introdujo en la resolución unánimemente aprobada por el Congreso de los Diputados del 2014. Se puede debatir sobre la conveniencia, la utilidad o los riesgos de la decisión española, pero discutir si era mejor hacerlo sola o en el marco de la UE es un falso debate porque los mimbres con los que trabar esta coordinación hace tiempo que están rotos. Esperar una acción coordinada era lo mismo que permanecer inmóvil.
Quienes hemos estudiado la política exterior europea sabemos que, desde los años setenta, Oriente Medio ha sido el marcador del grado de ambición y autonomía de la UE como actor internacional. Por lo tanto, asumir la división como un mal menor es fácil de digerir. Sin embargo, del pasado también podemos aprender que estas divisiones pueden gestionarse e incluso superarse. ¿Acaso no estuvo dividida la UE respecto a la legalidad y conveniencia de la guerra de Irak? Intentar recomponer la unidad y lograr que la UE vuelva a ser un actor constructivo en un conflicto tan cercano geográfica y emocionalmente será una de las labores más difíciles para quienes ocupen las máximas posiciones de liderazgo tras las elecciones europeas de junio. Mientras tanto, reconfortémonos pensando que hay algunos países y responsables políticos que han decidido no esconderse tras una unidad que nunca llega.