Modi inaugura su templo a Rama sobre la mezquita cuyo derribo ensangrentó India
Ayodhya
El nacionalismo hindú cumple su sueño de décadas en la supuesta cuna del protagonista del Ramayana
Este lunes culmina un sueño de décadas del nacionalismo hindú con la inauguración de un gran templo dedicado al dios Rama, en Ayodhya. Para hacerlo realidad, la mezquita de Babur, del siglo XVI, fue arrasada el 9 de diciembre de 1992 por decenas de miles de militantes de organizaciones supremacistas hinduistas.
Aquella campaña de agitación, que terminó con mazos, espadas y tridentes, había sido encabezada por el anterior líder del gobernante BJP, A.K. Advani. Su sucesor, el primer ministro Narendra Modi, ha roto esta mañana un ayuno de once días antes de postrarse ante Rama. El ídolo de piedra de encargo -seleccionado entre tres ofertas- había sido colocado en el altar horas antes, arrullado por los brahmanes y bañado en miel, leche, flores y orina de vaca. Todo ello a fin de activar sus poderes, según sus creencias, para poder atender -desde mañana- los ruegos de los fieles.
Un helicóptero ha sobrevolado también a los siete mil invitados -entre ellos, los dos hombres más rico de India, Gautam Adani y Mukesh Ambani, el actor Amitabh Bachchan o el jugador de críquet, Sachin Tendulkar- para rociar de pétalos el templo historicista de piedra blanca, que ocupa menos de una décima parte de las veinticinco hectáreas expropiadas.
El pretexto religioso marca en realidad el principio de la campaña de Narendra Modi para su reelección, en los comicios de abril. De hecho, el templo está lejos de estar terminado, cosa que ha sido criticada por algunas personalidades religiosas. Su primera planta, así como la aguja que debe coronarlo, no se acabarán antes de finales del año que viene.
Sin embargo, la prioridad absoluta de la obra ha acelerado los plazos, desde que el Tribunal Supremo se pronunciara definitivamente sobre el caso en 2019. Su sentencia provocó estupefacción, ya que consideraba que la demolición de la mezquita del primer emperador mogol por parte de una muchedumbre armada había sido "una ilegalidad flagrante", para, acto seguido premiar a sus instigadores con todo lo que reivindicaban. Singularmente, la titularidad del solar, reducido a escombros.
Como supuesta compensación, los magistrados dispusieron que la congregación musulmana recibiera una parcela para levantar otra mezquita, a más de treinta kilómetros. Una nueva humillación y un absurdo, como demuestra que allí no se haya colocado ni un ladrillo.
El hoy nonagenario Advani recorrió India de punta a punta desde 1990, encaramado sobre un camión Toyota decorado como si fuera el carro de Rama, a menudo con personajes caracterizados como los personajes de la serie televisiva Ramayana, que entonces hacía furor. Esta epopeya sánscrita, aun hoy en día, vertebra la cultura de gran parte del sur de Asia, hasta Indonesia, pasando por Laos, Camboya o Tailandia, sin distinción de religiones.
Pero el objetivo de Advani y de la red de organizaciones supeditadas al RSS -del cual el BJP es la última expresión partidista- no era precisamente la difusión cultural, sino la polarización y la consolidación electoral. En 1987 tenían solo dos diputados, pero en 1996, aún chupando rueda de aquel carro, habían conquistado el poder, con A.B. Vajpayee como presentable primer ministro, hasta 2004. Narendra Modi -y su mano derecha, Amit Shah- ha devuelto aquella ideología al poder desde 2014, de forma mucho más desacomplejada.
La leyenda del rescate de Sita, secuestrada en Sri Lanka por el demonio Ravana, por parte de su esposo Rama y su cuñado Laxman, con la ayuda del leal Hanuman y su ejército de monos, es uno de los tesoros culturales de la humanidad. El recibimiento del grupo victorioso con candelas en Ayodhya -donde según el mito reinaba Rama, un avatar de Visnú, hace más de siete mil años- está en el origen de la fiesta de Divali, tan importante para los hindúes -y los sijs- como la Navidad para los cristianos.
El ídolo de piedra negra que hoy ha sido consagrado representa a Rama como un niño de cinco años, aunque con las medidas de un gigante. El edificio es completamente nuevo, ya que, en contra de lo aventurado durante décadas por algunos creyentes y no pocos demagogos, debajo de la mezquita del primer emperador mogol no había ningún templo. En todo caso, restos de mezquitas más antiguas. La hipótesis no era descabellada, aunque pudiera ser malintencionada, ya que hay constancia histórica de varios casos de mezquitas levantadas sobre templos, o de templos hindúes sobre templos budistas, según el poder del momento.
Aquel fatídico 9 de diciembre de 1992, además del templo mogol fueron destruidas otras veinticinco mezquitas y 250 casas o comercios de musulmanes. Estos solo tuvieron que lamentar algunas docenas de muertos y heridos -abrasados, mutilados o linchados- porque la mayoría había huido de Ayodhya ante la avalancha anunciada de militantes hinduistas enviados desde otras partes de India. Sin embargo, la barbarie de Ayodhya dio pie a un reguero de sangre en todo el país, con más de dos mil muertos musulmanes, además de cientos de hindúes (en su mayoría, entre los agresores. También murieron varios fanáticos al desplomarse las cúpulas que estaban martilleando). Bombay fue la ciudad que más sufrió, con un verdadero pogromo, que forzó a miles de musulmanes a abandonar barrios mixtos y dio alas a varios atentados de represalia no menos escalofriantes.
El supremacismo hindú, que en 1987 tenía solo dos diputados, había encontrado por fin su banderín de enganche. Antes de abrazar Ayodhya, había cosechado éxitos relativos -en campañas en las que el joven Modi ya despuntaba como organizador- en otras romerías de punta a punta punta del país, para poner una pica en Cachemira o para bendecir pueblos con agua del Ganges.
Quien espera ahora la bendición del electorado es Modi, a pesar de que no ha tenido que poner ni una rupia para la obra, financiada con donativos y presupuestada, de entrada, en doscientos millones de euros. El gobierno indio y el del propio estado de Uttar Pradesh sí que han participado en la financiación del nuevo -y primoroso- aeropuerto de Ayodhya, así como su nueva estación de ferrocarril. La inauguración es también un sueño hecho realidad para Ajay Mohan Singh Bisht, el monje de hábitos azafrán (se hace llamar Yogui Adityanath) que se incorporó al hinduismo político al calor del movimiento en defensa del templo de Rama y que es el actual jefe de gobierno del estado anfitrión, Uttar Pradesh, con la friolera de 240 millones habitantes.
Los comerciantes locales confían en que la localidad, adecentada para la ocasión, se convierta en un gran centro de peregrinaje. Las romerías hindúes son el hilo conductor de muchas de las grandes campañas inversoras del gobierno de Modi, léase la carretera nacional en construcción que comunicará cuatro de los grandes centros de peregrinación del Himalaya.
Uno de sus numerosos túneles en construcción atrapó el año pasado a decenas de trabajadores, levantando críticas por la ausencia de estudios medioambientales. Otro túnel sin fondo es la campaña de recaudación para limpiar las aguas supercontaminadas del Ganges. En el caso del río Saryu, que atraviesa Ayodhya, la solución de emergencia para el día de hoy ha sido abrir, con antelación, dos presas, con el objetivo de desplazar curso abajo la suciedad y los malos olores.
Entre el 80% hindú de la población de India, son millones los que aguardan con expectación el día de hoy. Un clima alimentado desde hace semanas por prácticamente todos los medios de comunicación, que animan a exteriorizar la emoción. Del mismo modo que ateos, laicos, cristianos y musulmanes guardan un prudente silencio. En el caso de estos últimos, no menos conmovido.
Cabe decir que los dirigentes de la oposición han querido mantenerse al margen de las ceremonias y han criticado la manipulación electoralista de la religión. De hecho, la jefa de gobierno de Bengala Occidental, Mamata Banerjee, ha querido protestar encabezando a la misma hora, en Calcuta, una manifestación "de armonía entre todas las fes".
Bengala Occidental se cuenta entre la mitad de estados indios que no ha declarado la jornada de hoy -o la mañana de hoy- como festiva. Todo ello en una república que, según su constitución, es laica y que, por lo menos hasta hace ocho años, se esforzaba en parecer aconfesional. Pero que, tras diez años de Narendra Modi, es ya otra cosa.
Tanto es así que el primer ministro indio ha podido declarar esta mañana, sin rubor, que "la construcción de este templo de Ram es un símbolo de paz, paciencia, armonía y madurez de la sociedad india".