Lentitud mortal: el olvido gubernamental desploma la esperanza del rescate en Marruecos
Seísmo
Marruecos sigue aceptando solo la ayuda de España, Reino Unido, Qatar y Emiratos Árabes
El anciano Brike se apoya en un palo grueso a modo de bastón para no perder el equilibrio y caerse encima de su casa. Toda su vida está debajo de sus pies. Avanza vacilante entre una montaña de piedras de las que sobresalen trozos de ropa, vigas de madera, ollas retorcidas o plásticos de colores. Su casa está en lo alto de un océano de rocas que antes eran casas de piedra y callejuelas y ahora no son nada, solo devastación. Brike aguanta la pena y, a falta de palabras, señala un colchón amarillo desgarrado y todavía semicubierto de rocas que queda unos metros más abajo. Ahí, debajo de sus pies, encima de la cama, estaba toda su vida: su mujer. “Yamna estaba durmiendo y el techo se le cayó encima. La sacamos justo de ahí”. Brike deambula con el alma perdida sobre los restos de su casa junto a sus dos hijas Fotma y Jamila, que visten lo mismo, una chilaba azul oscuro, pero actúan diferente. Jamila busca ropa entre las piedras y cuando encuentra una prenda, la dobla cuidadosamente y la coloca en un montón. Fotma solo llora. Con las montañas del Atlas marroquí de fondo, Fotma está sentada encima de las ruinas junto a todo lo que han podido recuperar de su vida: tres maletas negras, una olla, tres teteras plateadas y una caja verde con seis vasos de cristal milagrosamente enteros.
Ninguna de las dos mujeres puede hablar, así que Brike pide de nuevo la palabra y por primera vez no le tiembla la voz, como si la rabia hubiera hecho un pacto con el temple. “¡Había personas vivas! El sábado encontramos supervivientes, ¡Mi mujer Yamna respiraba!, pero como no vino ninguna ambulancia, todos los heridos se fueron muriendo poco a poco. Hasta el domingo no vino nadie del Gobierno y solo vinieron a contar los muertos, luego se fueron”. Contaron 35 fallecidos, y en la aldea vecina, 84 más. Fotma escucha a su padre, se tapa el rostro con las manos y llora todavía más.
Marruecos sigue aceptando solo la ayuda de España, Reino Unido, Qatar y Emiratos Árabes
La aldea de Anerni ilustra una máxima universal en una catástrofe: la lentitud mata. La desidia y el olvido gubernamental, también. Cuando ayer se cumplían 72 horas desde el terremoto en Marruecos, el tiempo límite que resisten con vida bajo los escombros la mayoría de víctimas atrapadas, decenas de aldeas afectadas seguían sin recibir ninguna ayuda.
El último recuento de víctimas asciende a 2.862 fallecidos y 2.562 heridos. Y probablemente faltan muchos por contar. Hasta ayer no se empezó a construir un campamento militar a las afueras de Amizmiz, la principal ciudad a los pies de la montañas y a 56 kilómetros al sur de Marrakech, para coordinar la ayuda nacional e internacional. Bomberos españoles, que ayer esperaban órdenes en Amizmiz, donde también llegó la Unidad Militar de Emergencias del Ejército español, admitían a este diario que ya es tarde para encontrar a mucha gente con vida. “La mayoría de casas derruidas –explicaba ayer a este diario un bombero– son de piedra y de una planta, lo que hace más difícil que se creen huecos o bolsas de aire donde las víctimas puedan resistir”. Cuatro días después del seísmo, Marruecos sigue aceptando solo la ayuda de España, Reino Unido, Qatar y Emiratos Árabes. De nadie más.
Para Zahra y su bebé Ahmed el tiempo se agotó: los hallaron bajos las piedras todavía abrazados
La aldea de Anerni acumula todos los pecados que merecen la indiferencia gubernamental. De apenas 120 casas, es una localidad de campesinos y pastores humildes al final de una carretera estrecha e imposible de arena blanca a más de una hora en coche desde Amizmiz. Imposible de verdad: en cuanto el camino atraviesa el pueblo de Azgour, donde hay decenas de edificios caídos y hasta la mezquita se ha resquebrajado, es imposible pasar. Un deslizamiento impide el paso en un recodo estrecho junto a un acantilado y solo se puede continuar a pie. Pero se puede.
“Como no vino ninguna ambulancia, todoslos heridos se fueron muriendo poco a poco”, dice un anciano
Tras media hora de marcha, la soledad de la aldea de Anerni, que es la de decenas o cientos de pueblos de la región, muestra la realidad de los lugares olvidados. Los vecinos son los encargados de lidiar con su propia desesperación. Si a la entrada del pueblo hay decenas de familias en las explanadas de hierba o bajo la sombra de las higueras, a medida que se sube la colina y se observa el cataclismo son los vecinos quienes intentan recuperar con sus manos los cuerpos de sus seres queridos sepultados.
A los pies de varias casas caídas, ahora un puré de piedras y maderas rotas, un grupo de hombres comparte dos picos y una pala para encontrar el cadáver de Saida Ait Aali. Se turnan para compartir el esfuerzo y poder recuperar el aliento. La mujer está bajo las piedras, pero no saben dónde, así que se guían de la única forma que permite la muerte: por el olor. Uno de ellos se arrodilla, acerca la nariz al suelo y guía a los demás a partir del hedor del cuerpo en descomposición que emana de las piedras. “Está por aquí”, dice. Y los demás siguen cavando todo lo rápido que pueden.
Tienen otra pista: no muy lejos estaba el cuerpo de su marido, Hassan Ben Aabou, así que ella no puede andar muy lejos. Es imposible guiarse por alguna otra referencia como una puerta o una ventana, porque toda la casa está reducida a piedras. En una esquina debía estar el establo, porque debajo de un montón de escombros, hay un burro que rebuzna desesperado.
El balance oficial llega ya a 2.862 muertos
Mohamed Ait Hamed espera a que sus vecinos encuentren a Saida porque él no tiene fuerzas para cavar. Además de Saida, su cuñada, el terremoto le mató a su madre y a su hermano. Hamed estaba en Casablanca y eso le salvó. No entiende, se niega a entender, cómo puede ser que él haya llegado hasta allí desde tan lejos antes que la ayuda del Gobierno. “¡No ha venido nadie! Las aldeas pequeñas como esta siempre son las más olvidadas en catástrofes así. No es justo. Yo en cuanto vi lo que había ocurrido vine hasta aquí a toda prisa. Tenemos que sacar a nuestros muertos y enterrarlos, es inhumano”.
Las piedras que traban el camino hasta Anerni a Hamed le parecen una excusa. “Claro que es difícil llegar hasta aquí con el camino bloqueado, pero está el ejército, los bomberos, alguien. Si se hubiera actuado antes se podrían haber salvado vidas”. A su lado, Ali Aladib se enciende también. “Estamos esperando. ¿Cuándo vendrán? Si llegan ahora ya es tarde. Cada minuto que pasa es demasiado tarde”.
Para Zahra y su bebé Ahmed, de 4 años, seguro que lo es. Se los encontraron ayer por la mañana entre los escombros, todavía abrazados. El viejo Laarbi que viste una chilaba blanca y medio rota, explica la escena con una mueca torcida en los labios. “Cuando ocurrió el terremoto la mujer debió abrazar a su hijo para protegerlo y las piedras les cayeron encima. A las seis de la mañana han podido sacar el cadáver de ella y luego han sacado el del niño, que todavía respiraba pero estaba malherido. Ha muerto poco después”.
De nuevo, en lo alto de la colina de escombros, el anciano Brike recibe una llamada que le conecta por primera vez con el exterior. Ha vuelto la cobertura y le llama su nieto para ver cómo están. Cuando le dice que su abuela está muerta, se oye un grito al otro lado de la línea. Antes de colgar, el abuelo le dice a su nieto que tiene que seguir buscando. Quiere encontrar la documentación de su familia, dice, antes de que llueva y se eche todo a perder.
Al abandonar a pie la aldea de Anerni, aparece al final del camino la ayuda tardía: una excavadora ha retirado las piedras de la ruta y un reguero de coches, camionetas y ambulancias se dirige hacia la población. Un chico en una motocicleta abre la comitiva y hace ademanes con la mano para que le sigan, como si su gesto contagiara su prisa. Es el único con entusiasmo. Absolutamente nadie en la aldea reacciona. No hay vítores, ni aplausos o gestos de alivio. La ayuda llega por fin, eso es todo. Tarde.