Paseando por sus calles, nadie lo diría, pero “Turquía es un país afroeuroasiático”, según Recep Tayyip Erdogan. Lo que nadie le discute es que en los últimos diez años la penetración turca en África ha desbordado todas las previsiones, más allá de lo económico.
Esta misma semana, el presidente turco ha cerrado su gira anual al continente, que le ha llevado a tres países, con lo que ya suma treinta, muchos más que cualquier otro jefe de Estado o de gobierno. En quince años, ha multiplicado por cinco los intercambios comerciales.
En este caso, se estrenó en Angola, celebrando que Turkish Airlines acaba de incorporar Luanda a su catálogo de más de sesenta destinos africanos. Estambul es ya la ciudad del mundo mejor conectada con “el continente del futuro”.
Antes de aterrizar en Nigeria, Erdogan se desplazó a Togo, donde le esperaban además los mandatarios de Liberia y Burkina Faso. En Lomé, Turquía ha abierto su embajada número 43 en África –tenía apenas doce hace quince años–, y la número 44, en Guinea Bissau, está a punto.
El inusitado interés en África de la nueva Turquía obedece a motivos de distinta índole. La solidaridad panislámica o la nostalgia otomana no bastan para explicar esta apuesta estratégica, que abraza a países sin ninguno de esos legados.
Aunque es cierto que allí donde puede, ejercita su “diplomacia de los alminares”, restaurando patrimonio otomano, de Argelia a Sudán. Capítulo aparte merece la mezquita Nacional de Ghana, una réplica de la mezquita Azul de Estambul inaugurada hace tres meses.
El afán de abrir mercados y aumentar su influencia política es innegable. Sería exagerado decir que Turquía sigue los pasos de China, con una década de retraso, porque su músculo financiero no es comparable.
Sin embargo, Ankara se beneficia de un soft power del que Pekín carece. Las series turcas son allí un bombazo, el discurso tercermundista de Erdogan es bienvenido y Turquía se está convirtiendo en destino favorito de los turistas del Magreb.
La capital más preocupada es París, que percibe los codazos en lo que se dio en llamar la Françafrique. “Las empresas más perjudicadas por la competencia turca son las francesas”, confirma un directivo del Banco de los Estados de África Central, bajo anonimato. Además Erdogan, con varios frentes abiertos, concentra su artillería verbal en el colonialismo francés, obviando todos los demás.
Erdogan ha visitado oficialmente treinta países africanos, más que ningún otro mandatario mundial
El año pasado, en Mali, el ministro de Exteriores de Turquía fue el primero en visitar al oficial golpista Assimi Goïta, actual hombre fuerte. Mientras que en el caso de Níger, el tratado militar secreto firmado con Ankara pone los pelos de punta a Emmanuel Macron.
Sin olvidar que, cuando Erdogan aterriza en el Boeing 747 de la Presidencia de Turquía, desciende también Qatar, país que le regaló el avión. Y entra en escena la rivalidad, ahora apenas atenuada, que ambos países sostienen con Egipto, Arabia Saudí y Emiratos –estrecho aliado de Francia– a cuenta del apoyo de los primeros a la cofradía de los Hermanos Musulmanes.
Sin embargo, la ofensiva continental de Erdogan tuvo más que ver con otra cofradía, la del presunto golpista Fethullah Gülen, que fue pionero en crear escuelas para los hijos de las élites africanas, despejando así el camino para las empresas de su patronal, hoy desmantelada.
La mayoría de los gobiernos africanos ha sucumbido a las presiones de Ankara y las ha cedido a la fundación Maariv. Una de ellas está en Malabo, de donde muchos padres han sacado a sus hijos porque no garantiza poder seguir estudios en EE.UU., como sucedía con Gülen.
Ankara gestiona ahora un gran número de escuelas africanas en inglés, además de siete centros Yunus Emre, el Instituto Cervantes del turco.
Volviendo a lo económico, su objetivo principal no es extractivo, a través de grandes empresas, como en el caso de China, sino de obra pública, mediante empresas medianas. Además de buscar nuevos mercados para el textil, los electrodomésticos y, últimamente, el armamento. Sin embargo, como apunta un exembajador en el continente, “en África hay poca obra pública y luego es difícil cobrarla hasta en países petroleros”.
Donde sí ha encontrado un filón es en sus drones artillados, por los que se han interesado países como Etiopía –donde Turquía es el segundo inversor–, Marruecos o Túnez.
Turquía, que acaba de prorrogar su misión militar con la ONU en Mali y en la República Centroafricana, mantiene también tropas en Libia –donde su papel ha sido clave– y Somalia. En Mogadiscio, donde ha abierto su mayor embajada, cuenta también con una base de entrenamiento del ejército somalí.
Su paso por Nigeria, Angola y Togo señala que su apuesta va más allá del marco mental del imperio otomano
Erdogan también ha demostrado cintura con Argelia, con la que coincide en la guerra de Libia, pero no en la de Siria. Sin menoscabo de la mejora de relaciones con Rabat. Aunque en Marruecos el Partido de la Justicia y el Desarrollo, fuerza hermana y homónima de su AKP, acaba de perder el poder.
Erdogan cerró anteayer un congreso comercial panafricano y prepara para diciembre la tercera cumbre política Turquía-África. Todo para demostrar que África no empieza en los Pirineos, sino más al este, en las colinas de Estambul.