De pronto, los estadounidenses han despertado del sueño de la inocencia. Washington se ha fortificado con un despliegue militar sin comparación –al menos 25.000 soldados– para la toma de posesión del gobierno de Joe Biden, el próximo miércoles.
En una medida sin precedentes, el National Mall, donde se reunían cientos de miles de personas para festejar al nuevo presidente, y su entorno estarán cerrados al acceso del público.
El perímetro del escenario de esa ceremonia se ha reforzado de tal manera que se establecen comparaciones con “la zona verde” de seguridad en Bagdad durante la ocupación militar de EE.UU. y la guerra que se desató. Esto es Estados Unidos del presidente Donald Trump.
Aunque sea algo recurrente, el asalto al Capitolio del 6 de enero del 2021, marcará un antes y un después, como ocurrió con los atentados del 11-S.
El ecosistema
Violencia para largo porque los ultras no desaparecerán con el cambio de gobierno
Existe una diferencia abismal. En el 2001 el enemigo era exterior. Hoy en cambio, este es un asunto casero, una parte del país confrontada con la otra, en un choque instigado por el propio presidente y su pretensión de perpetuarse en el poder pese a la incuestionable derrota electoral.
Hubo que restregarse los ojos. El asedio al santuario legislativo no era algo que estaba ocurriendo en cualquier otro lugar del planeta. No, sucedía en el país ariete de la democracia. Las minas de rey Salomón ya no están en África.
“No es una exageración decir que la armada de terroristas domésticos de Trump estuvo cerca de montar el primer golpe exitoso en la historia de Estados Unidos”, sostiene Margaret Huang, presidenta y directora ejecutiva de Southern Poverty Law Center (SPLC), organización centrada en la vigilancia de los colectivos extremista y de odio.
“Donald Trump encendió la mecha de una caja de dinamita que contenía supremacistas blancos, milicias de la extrema derecha, Proud Boys, Boogaloos, neoconfederados y otros insurgentes que esperaban su llamada a la acción”, insiste Huang.
Trump encendió la mecha de una caja de dinamita que contenía supremacistas blancos
Esa amalgama de colectivos en el lado oscuro de la subversión antisistema, cada uno con su idiosincrasia y su agenda, se dejó ver en el asalto. Estaban detrás, moviendo los hilos de una masa adoctrinada por las mentiras del presidente y de teorías conspirativas como QAnon, en la que Trump es una especie de mesías que ha venido a salvar al mundo de los demócratas, una pandilla de violadores y bebedores de la sangre de los niños.
El papel de esos grupos extremos fue primordial, a partir del 7 de noviembre, cuando se concedió la victoria a Biden, para instrumentalizar a través de las redes sociales el reclamo Stop the steal , esa falsedad trumpista de que había habido un robo en el cómputo de los votos.
Nuevos tiempos
El extremismo no es nuevo, pero Trump ha sido “su gallina de los huevos de oro”
Murieron cuatro manifestantes y un policia. Pudo ser mucho peor. Las investigaciones se centran en determinar si los asaltantes querían secuestrar y matar a legisladores poco afectos con su causa, si tuvieron ayuda interior e incluso si contaron con la complicidad de congresistas. Hay más de un centenar de detenidos.
Ali Alexander, uno de los extremistas metido de pleno en la movilización, confesó que contó con el apoyo de tres legisladores republicanos: Andy Biggs, Mo Brooks y Paul A. Gosar (Ariz.), todos incluidos en la línea dura de los seguidores de Trump.
Otros ultras de largo recorrido que merodearon por la zona son Stewart Rhodes, fundador de la milicia Oath Keepers, Nick Fuentes, Tim Gionet, Vincent James Foxx o Gabe Brown
Entre las banderas de las barras y la estrellas o las enseñas, camisetas o gorras de Trump, en la insurgencia se observaron símbolos siniestros: la bandera Confederada entró en el Capitolio, uno llevaba inscrito “Camp Auschwitz”, otros exhibían parafernalia nazi, supremacista o antigobierno. Afuera se instaló el nudo de la horca, trágico recuerdo del ajusticiamiento de esclavos.
Proud Boys
“Por un lado tienes esos elementos, los Proud Boys, Boogaloo, diferentes milicias y por el otro esa cantidad de gente común que asiste a la protesta, los que se ha creído que les han robado las elecciones, que están mucho menos organizadas, pero propensas a envolverse en el caos que provocan esos otros grupos, que les aseguran que participan en la lucha correcta”, afirma Shannon Reid, profesora en la UNC de Charlotte (Carolina del Norte) e investigadora de pandillas callejeras y el poder blanco.
Esa captación y radicalización es lo que transformó a Kevin Greeson. En el 2009 viajó desde Alabama para asistir a la toma de posesión de Barack Obama, que era su héroe. Doce años después, Greeso, cumplidos los 55, falleció de un ataque al corazón en el asalto. El pasado 17 de diciembre escribió en las redes: “Vamos a recuperar este jodido país, carga tus armas y sal a la calle”, una retórica similar a las líderes ultras.
La aspiración
A la vista de perder el papel mayoritario, los supremacistas aspiran a un Estado para blancos
Como explica Michael Hayden, uno de los expertos del SPLC, Andrew Anglin, editor de The Daily Stormer (sitio web de noticias supremacistas y neonazis), “usa una retórica familiar con la del Estado Islámico o Al Qaeda, en la que se incita a dejar los cuerpos en la tierra”.
Los Boogaloo se caracterizan por ser antigobierno, antiestablishment, antipolicía. Los Proud Boys, comandados por Enrique Tarrio, con su vestuario negro y amarillo, son supremacistas blancos, la consagración del hombre blanco chovinista que defiende la civilización occidental, misóginos, contrarios a la homosexualidad. Las milicias, proceden del repliegue tras la derrota de Vietnam y, que regresan a casa sin reconocimiento alguno y hacen de las armas su credo, mientras que el Ku Klux Klan mantiene su odio al negro.
Comparten un denominador común. “Su objetivo final es la violencia y tienen la capacidad de utilizar estos momentos para lo que denominan la aceleración, encolerizar a la gente hasta el punto de iniciar una guerra civil o racial, que es lo principal de su esquema”, subraya Reid.
“El 6 de enero es un nuevo motivo de preocupación. Previamente no se había detectado una coordinación real. Pero ese día demostraron que esa conjunción de fuerzas puede darse, les ofreció un momento de referencia de su capacidad”, precisa.
Un informe del Centro Nacional de Contraterrorismo advirtió esta semana de que los extremistas consideran su brecha en el Capitolio como un gran éxito y conciben la muerte de Ashli Babbit, veterana del ejército que cayó en el asalto de un disparo en el pecho, como una mártir a la que se debe rendir tributo.
Las alertas suenan a escala nacional de cara a este mismo domingo y sobre todo para el 20 de enero, una vez que Trump abandone la Casa Blanca, sin conceder ni saludar a Biden. El director del FBI, Christopher Wray, recalcó la preocupación por los numerosos planes de disturbios que habían detectado en Washington y en las capitales de estados a lo largo de todo el país.
La amenaza
El peligro de otro asalto fortifica la capital; pero se temen más los ataques en otros lugares
Cabecillas o portavoces de estos grupos extremos han lanzado comentarios de cara a evitar los actos de la capital porque serán una trampa para sus militantes. “Se ha de prestar más atención a nivel local, a Portland (Oregón), a Raleigh (Carolina del Norte), a Georgia. Todo está muy centrado en Washington, pero no creo que sean capaces de actuar al nivel del otro día”, tercia Reid. Las circunstancias resultan muy diferentes. No solo se está sobreaviso, con un despliegue militar y policial extenso, sino que, como remarca Hayden, en esta ocasión no habrá un mitin previo como el que hizo Trump.
El presidente, según Reid, es la gallina de los huevos de oro para la ultra derecha. “Todo esto siempre ha formado parte de nuestra historia, no es nuevo, pero él ha permitido amplificar esas voces a un nivel que nunca habíamos visto antes”, indica. “Es la persona perfecta en el momento perfecto” para esos grupos. No es el líder, ese terreno lo ocupan más Steven Bannon, exmiembro del gabinete Trump con el que ha estado en contacto estos dos meses de negación de las urnas, o Stephen Miller, su asesor más fiel y supremacista reconocido.
“Es una especie de ecosistema”, dice Lindsay Schubiner, directora de programa en el Western States Center, grupo que monitoriza los movimientos extremistas.
“Cada uno de los grupos puede utilizar sus tácticas. Unos son más violentos, otros actúan dentro del sistema político legal, unos son abiertamente racistas, otros se sirven más bien de un lenguaje codificado para esconder su fanatismo. Pero algo que estamos observando más que antes es que las familias de nacionalistas blancos están más juntas y esto hace que sea una oportunidad para reclutar seguidores de Trump”, recalca. “La retórica, furiosa y extrema, se ha hecho indistinguible entre los ultras y los que apoyan a Trump”, añade.
Schubiner vaticina que el cambio de presidente no significará el final de nada. Más bien la continuación de una época difícil. “Los movimientos paramilitares han crecido bajos los gobiernos demócratas”, señala. La reacción al reconocimiento de los derechos civiles supuso un refuerzo del supremacismo blanco.
“Lo que ahora es diferente es que por primera vez una amplia coalición multiétnica y multirreligiosa representa una mayoría frente a los blancos, recalca Anne Berg, profesora asociada de Historia en la Universidad de Pennsilvania y experta en la Alemania nazi y extremismo.
Pirómano en la casa Blanca
“Trump puso mecha a la caja de dinamita en la que había Proud Boys, Boogaloos y otros”
Esos blancos, para los que el sueño americano está bajo ataque, aspiran a un Estado en el que los negros son deportados. Sus líderes hablan incluso de limpieza étnica. “Estos problemas –concluye– tienen cientos de años y el cambio de administración no los hará desaparecer”.