Los estados no suelen tener moral. Incluso las democracias liberales cometen crímenes de Estado. No debería ser así, pero está en su naturaleza.
Siempre ha habido estados criminales, donde el interés de la mafia se confunde con el interés del Estado. Italia fue un ejemplo durante la guerra fría. Los tentáculos del crimen organizado movían los hilos del poder político y también del Vaticano. Venezuela, con su cúpula militar dedicada al narcotráfico, sería hoy un buen ejemplo de Estado mafioso. Bolivia y México, en gran medida, también son narcoestados. Andrés Manuel López Obrador acaba de reconocer que El Chapo Guzmán llegó a tener tanto poder como el presidente de la república. Montenegro, Kosovo y Bulgaria están en parte dominados por mafias vinculadas al contrabando de tabaco y narcóticos. La UE ha tenido a Bulgaria durante varios años bajo vigilancia especial para revertir esta situación. Periodistas de investigación han sido asesinados en Malta y Chequia por denunciar la corrupción y los crímenes de Estado.
El Estado no recuperará la moral si no entendemos que la democracia es un sistema de vida y dignidad
Hay organizaciones criminales que funcionan como apéndices de muchos estados. Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Birmania, Guinea Bissau y Afganistán serían otros ejemplos.
Estas mafias pueden controlar amplios sectores de la economía, como sería el caso del gas y el aluminio en Rusia. También realizan trabajos sucios, como liquidar a enemigos del régimen o enviar armas a grupos armados de países a los que se quiere desestabilizar. A través de estas organizaciones, el Kremlin, por ejemplo, envió armas a los kurdos de Turquía durante años.
Los privilegiados ciudadanos de las democracias liberales solemos condenar los crímenes de Estado que cometen las dictaduras o los países en guerra. Esgrimimos una superioridad moral cuando denunciamos con razón al régimen de Damasco por utilizar armas químicas contra la población civil o al régimen militar de Birmania por exterminar a los rohinyás. Criticamos, también con razón, a los presidentes de Brasil y Filipinas por alentar a sus policías para que asesinen a pequeños traficantes de droga, a menudo con redadas en los barrios más pobres de Manila y Río de Janeiro, fuego cruzado que también acaba con la vida de muchos inocentes.
Pocas veces, sin embargo, condenamos a nuestros propios gobiernos cuando comenten un crimen. En estos casos abundan las justificaciones. Decimos que de este mal menor sale un bien colectivo, normalmente vinculado a la seguridad. La guerra sucia del GAL contra ETA, auspiciada por el Estado español, sería un ejemplo. Después del 11-S, EE.UU. detuvo y torturó de decenas de personas en cárceles secretas de medio mundo, y hace pocos días el presidente Donald Trump perdonó a un militar asesino, un marine condenado por degollar a un prisionero yihadista en Irak. Las pruebas en su contra eran demoledoras y los generales del Pentágono consideraron que debía ir la cárcel para preservar la disciplina y las reglas de combate, pero Trump, que no tiene ninguna experiencia militar, se impuso a la cadena de mando y al código de justicia castrense. Y lo hizo porque necesitaba alimentar su campaña con un héroe, “uno de nuestros mejores combatientes”, aunque sea un criminal.
La calidad moral de la democracia estadounidense sigue deteriorándose bajo la presidencia de Trump, pero esta decadencia podemos aplicarla también a muchas democracias europeas. La política migratoria que ha impuesto Trump en la frontera con México no es más inhumana que la que aplica la Unión Europea en el Mediterráneo. Ambas potencian el tráfico de personas y son responsables de la muerte de cientos de ellas.
La pena de muerte es un crimen de Estado pero también lo es la corrupción a gran escala y las mentiras. Cuando un Estado, como hemos visto en varios miembros de la UE, permite que se roben recursos públicos para beneficio de una élite política, es corresponsable de estos delitos.
Nuestras democracias liberales son mucho más que sistemas políticos basados en la voluntad de la mayoría. El Estado de derecho se asienta sobre unos valores morales, una virtud pública. De ello depende el respeto a las libertades individuales más básicas. Sé que este planteamiento suena demasiado inocente, incluso en Navidad, pero también creo que, habiendo claudicado al cinismo, nos hemos instalado en la apatía moral. Aceptamos la corrupción cuando premiamos con nuestros votos a los políticos que la propician, y la aceptamos también cuando nos tragamos las noticias falsas o ignoramos los crímenes que el Estado comete contra los inmigrantes en los CIE, personas que están sometidas a un régimen carcelario a pesar de no haber cometido ningún delito.
El sistema judicial internacional no persigue a los estados que cometen crímenes, sino sólo a los individuos que ejecutan estos delitos. La persecución judicial de estos individuos es uno de los grandes avances del derecho internacional. Sin embargo, estas personas, aunque sean jefes de gobierno, ordenan y cometen crímenes porque disponen de una política y de una estructura de Estado que lo permite y facilita. Todos ellos, estoy seguro que consideran estos delitos como justos y necesarios para el progreso y la estabilidad de sus países, y a nosotros, sobrealimentados de pan y circo, de propaganda y demagogia, nos parece razonable.
El Estado no recuperará la moral si nosotros no lo hacemos antes. Si no entendemos que la democracia no es un sistema político sino un sistema de vida basado en la dignidad absoluta del individuo, sea quien sea, piense lo que piense y venga de donde venga, no tenemos nada que hacer frente al avance de las democracias autoritarias. La solución no es tan difícil. Sólo depende de nosotros.