El coronel Moamar Gadafi, en un gesto de esos que ahora llamaríamos populista, nunca se ascendió a sí mismo a general. Jalifa Hafter, también coronel, caído en desgracia con Gadafi tras un fracaso militar que le llevó al exilio, fue promovido a teniente general por la revolución del 2011 y en el 2016, convertido en hombre fuerte del este de Libia, se hizo nombrar mariscal de campo. Baste el dato para perfilar la figura de este hombre de 76 años que lanzó un ataque frontal sobre Trípoli el 4 de abril y que nunca ocultó sus ambiciones.
Hafter aparece como un salvapatrias clásico, providencial en un país caótico de cinco millones de habitantes ingobernables. Pero detrás hay mucho más.
Hafter cuenta con Egipto, los Emiratos, Rusia, Francia e indirectamente Estados Unidos
Le ha costado cinco años cubrir los mil kilómetros que separan Bengasi de Trípoli. En el 2011 a los rebeldes les llevó seis meses, con el apoyo de la OTAN. Hafter esta vez ha esperado a tenerlo todo a su favor. El vecino Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, pero también Rusia, Francia y Arabia Saudí, cada uno con sus propios intereses, le apoyan. Washington le ha respaldado indirectamente a través de sus aliados árabes, pero hace quince días una llamada telefónica de Trump parece haberlo consagrado. Lo único que se sabe de la conversación es que Trump elogió su lucha “contra el terrorismo”. Esto tiene su paradoja porque a quien está combatiendo Hafter es nada menos que al gobierno de Trípoli reconocido internacionalmente y avalado por la ONU... Rusia, Francia y Estados Unidos rehusaron en el Consejo de Seguridad toda censura a la ofensiva sobre Trípoli. Son tres miembros permanentes del Consejo los que subvierten así en Libia el orden internacional.
No deja de ser cierto que entre las milicias islamistas en las que se apoya el gobierno disfuncional y sin poder de Trípoli hay individuos catalogados como terroristas. Pero también es verdad que en las filas de Hafter hay extremistas de influencia saudí, lo mismo que antiguos gadafistas. Supuestamente obsesionado con los Hermanos Musulmanes –cosa que le garantiza el respaldo de Egipto y los Emiratos– Hafter lleva cinco años llamando “terrorista” a todo el mundo. Combatió a Ahrar al Sham en el este del país pero eludió olímpicamente dar la batalla al Estado Islámico en su tercera capital de Sirte. De eso se tuvo que hacer cargo el Gobierno oficial y en particular las milicias de la ciudad de Misrata, que ahora también defienden Trípoli. Mientras, Hafter se apoderaba de las instalaciones petroleras del país.
Un militar de historial poco brillante, con afán revanchista y salvapatrias
Puede haber en Hafter un afán de revancha. Joven oficial aliado de Gadafi en el derrocamiento del rey Idriss en 1969, es jefe de las fuerzas libias en la guerra con Chad de los años ochenta. Pero sufre una derrota especialmente humillante en la batalla de Uadi Dum y es hecho prisionero. El resultado es una ruptura con Gadafi y el inicio de una conspiración para derrocarlo, al frente de un llamado Ejército Nacional Libio (el mismo nombre de sus fuerzas actualmente). Hafter tiene el apoyo de EE.UU., pero fracasa y se ve peregrinando por África hasta acabar instalándose, con pasaporte estadounidense, en Langley (Virginia), sede del cuartel general de la CIA.
Su regreso a Libia, en marzo del 2011, no es triunfal. Los revolucionarios de Bengasi no le dan el mando militar: prefieren al exministro del Interior Abdel Fatah Yunis y a un veterano opositor, el general Omar el Hariri. Asesinado Yunis por yihadistas, ni el Consejo Nacional de Transición ni los sucesivos gobiernos logran desmovilizar las milicias ni integrarlas en un ejército nacional una vez muerto Gadafi. Solo Hafter conseguirá hacerlo en Bengasi, después de tres años de lucha, del 2014 al 2017.
Es por ello que unos le ven como el hombre que puede poner orden, tal como hizo en Bengasi, y otros como un nuevo Gadafi. Desde el exterior, es obvio que ambas visiones coinciden y son igualmente apreciadas.
El general, único garante del Parlamento alternativo de Tobruk tras la crisis política del 2016 que dividió el país, se ha reunido varias veces con el jefe del Gobierno de Acuerdo Nacional de Trípoli, Fayez el Sarraj, en diversos escenarios, y muchas otras con sus valedores árabes y occidentales. Pero siempre ha dado largas a un hipotético acuerdo para compartir el poder y todo el mundo está convencido de que no quiere negociar nada.
Los intereses de sus aliados árabes son políticos. Los de Francia y Rusia son económicos, y también los de Italia, que respalda al Gobierno –con toda la UE detrás– en su afán de frenar la migración hacia el Mediterráneo desde Libia. Pero la actitud europea podría cambiar, a expensas de la ONU, Qatar y Turquía como únicos apoyos del Gobierno. Siempre y cuando, claro está, Hafter lograra tomar Trípoli, ciudad de un millón largo de habitantes, sin prolongar mucho la guerra causando una masacre. De momento, no le está yendo bien, lo que abre dudas de su genio militar.