Este es el verdadero origen de la expresión "viajas más que el baúl de la Piquer"

La tonadillera viajera

Hoy, cuando uno puede desayunar en Londres y cenar en Berlín, la expresión toma un cariz distinto, pero en el siglo XX, cuando solo partían los hambrientos y los refugiados, los viajes de la Piquer nos hicieron soñar

¿Cuándo empezamos a utilizar el inodoro y nos volvimos civilizados?

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La actriz y tonadillera española Concha Piquer posa con un mantón de Manila.EFE/esl

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“Viajas más que el baúl de la Piquer” es lo que los mayores dicen al que es un trotamundos. Decimos los mayores porque esta expresión ya no está en boca de los más jóvenes. Les queda muy lejos la biografía de Concha Piquer (1906-1990), una mujer que, acompañada de decenas de baúles, llevó la copla a lo más alto de la escena internacional, de Londres a Nueva York, pasando por Bogotá.

Pero aquella estrella que tocó el cielo de Broadway también lloró mucho. Como la de tantos que tuvieron que dejar España, la suya es una historia de nostalgia.

Nació en Valencia en una familia de orígenes humildísimos, que no la pudo llevar a la escuela y que, además, estaba tocada por la tragedia. Cuando ella vino al mundo, su madre ya había perdido a cuatro hijos. De ahí que la pequeña llevara siempre un lazo en el pelo, para evitar el mal de ojo. Así se lo contó al escritor Manuel Vicent en una entrevista en 1981.

Pero lo que la protegió a ella no sirvió a su hermano menor, que nació muerto. Como si quisiera exorcizar a la parca, la pequeña tomó su cuerpecito en brazos y le cantó la que dijo que fue su primera coplilla: “Como arenita de oro / que se lleva el río, que se lleva el río / se aleja de la orillita / cómo se aleja, tararí, tarará no sé qué de mi niño”. Vicent la transcribiría en Inventario de otoño (1983), una recopilación de sus entrevistas.

Ese modo de contar historias tiene mucho de la fuerza narrativa de la copla española que más tarde ella elevó a lo sublime. Las suyas eran canciones desgarradas, que hablan de amores, desamores y nostalgias a corazón abierto. Letras que, en pocas estrofas, abusan de la hipérbole para cantar los sentimientos a los cuatro vientos.

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Aparecida alrededor de los años veinte, la copla es heredera del flamenco, el cuplé, la ópera de variedades y la zarzuela. Pero fue de la mano de artistas como Piquer, y de su potente voz, como se ganó un nombre propio. Como dijo el tenor Plácido Domingo en una entrevista en 2008 para el Heraldo de Aragón, la copla es una “mini-ópera”.

El primero en descubrir el talento de la pequeña fue el compositor Manuel Penella, que, tras escucharla cantar en el teatro del Huerto de Sogueros, en el valenciano barrio del Carmen, convenció a su madre para llevársela con él a Nueva York. Allí iba a estrenar la obra El gato montés (1917).

Acompañada de su madre, y aún liviana en cuanto a maletas, se fue a Manhattan a representar aquella obra costumbrista sobre el enfrentamiento entre un torero y un bandolero. Ya en su primera actuación, cuando en el entreacto cantó El florero vestida de chico, encandiló al público neoyorquino. Así empezó una andadura que en cinco años la llevó por todos los teatros de Broadway.

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Algo que no fue fácil para ella, sobre todo después de que su madre tuviera que abandonarla, requerida en España porque sus hermanas habían contraído el tifus. Sobre esto, en ¡Ay, campaneras!: Canciones para seguir adelante (2022), la divulgadora de la copla Lidia García recoge una entrañable anécdota. Al parecer, una Nochebuena en Nueva York, Piquer y un grupo de españoles habían conseguido agenciarse una botella de vino patrio. No era poca cosa, teniendo en cuenta que estaba vigente la ley seca, que prohibía el consumo de alcohol.

Sea como fuere, el grupito bebía alegremente cuando a lo lejos se escucharon los compases de un pasodoble. Más que alegrarse, les sobrevino la nostalgia. De hecho, como explica García, de aquella experiencia el maestro Penella sacó la inspiración para componer En tierra extraña (1927).

Los siguientes años los pasó a caballo entre Gran Bretaña, España y América Latina, en una carrera meteórica que incluye óperas, películas y un contrato con la discográfica Columbia. Gracias a esos viajes, y en una España pobretona y poco viajera, fue entonces cuando se popularizó la expresión “viajas más que el baúl de la Piquer”. Por entonces, viajar podía ser algo que tomara meses o años, y más aún después de la Guerra Civil, cuando muchos partieron al exilio.

Por su parte, tratándose de una mujer que ya tenía una gran empresa del espectáculo, siempre portaba una gran cantidad de equipaje. Acostumbrada a alquilar una vivienda allá donde iba, en los baúles metía de todo, desde su colección de vestidos hasta la ropa de cama o de mesa. Y, no menos importante, una jaula con el canario de su madre, Don Marcelo.

No todo fueron rosas para la tonadillera. Entre sus viajes, vivió en sus carnes los resquemores que deja una contienda. Prueba de ello fue lo que le sucedió en México en 1946, que ella le contó a Manuel Vicent. Todo empezó cuando Ramón Serrano Suñer, jerarca de la dictadura y cuñado de Franco, acudió a uno de los conciertos de la tonadillera en Madrid.

Después de que ella satisficiera su petición de escuchar Ojos verdes (1937), este la obsequió con un ramo de flores. Según ella, las malas lenguas hincharon esa anécdota, pretendiendo encasillarla como una artista “del régimen”. Por ello, se lamentaba, le cayó encima la antipatía de parte de la comunidad de exiliados republicanos.

Todo se precipitó en 1946, cuando estuvo a punto de cancelar un viaje a México por temor a un boicot. Si logró cantar solo fue por la mediación de un par de amigos influyentes, entre ellos el actor Mario Moreno, Cantinflas.

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Sin embargo, lo que reconvierte esta historia en entrañable es lo que sucedió después. Cuentan los testimonios que, entre llantos, todo un auditorio de exiliados rompió en un estruendoso aplauso tras escucharla cantar las canciones de su tierra. Entre ellos estaban Indalecio Prieto y Juan Negrín.

Además de la de una viajera, la de Concha Piquer es la historia de la añoranza del que debe dejar su casa. Un sentimiento que tantos españoles del siglo XX, primero por el hambre y luego por la guerra, conocieron de primera mano.

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