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¿Por qué nos gustan los años ochenta?

La estética ochentera; sus iconos y su espíritu han sido explotados con éxito por la industria de la moda y el entretenimiento. ¿Qué hace que esa década sea tan especial para el consumidor?

El gran éxito de la serie Stranger Things ha revitalizado aún más, si cabe, la nostalgia "ochentera". Foto: Cortesía de Netflix.

Stranger Things años ochenta

Los ochenta, o más bien su reinterpretación nostálgica y mercantilizable, están por todas partes. En la televisión (Stranger Things, Glow), los cines (It, Ready Player One), las librerías (The Time of My Life, Yo fui a EGB), los videojuegos (Crossing Souls, Octopath Traveler), la música (el uso de sintetizadores, la vuelta de los vinilos), las tiendas de ropa (las camisetas de grupos o marcas icónicas de esa época), las aplicaciones móviles (los filtros fotográficos que imitan la estética de las Polaroid y la textura de las cintas VHS) y, si vamos un poco más allá, hasta en la Casa Blanca. ¿No parece la era Trump un reboot hollywoodiense de la era Reagan?

El fenómeno que se popularizó a raíz de la repercusión de la película Super 8 (J. J. Abrams, 2011) se extiende sin aparente fecha de caducidad. Esta idealización colectiva de tiempos pretéritos no es un fenómeno reciente. La Belle Époque (1871-1914) o los “felices años veinte” del siglo pasado fueron añorados en décadas posteriores. Los nacionalismos glorificaron el pasado de sus naciones. El arte y la cultura grecorromanos fueron recuperados durante el Renacimiento, el Clasicismo o el Neoclasicismo. Sin embargo, ¿por qué ha tenido tanto éxito la recuperación de los ochenta? ¿Por qué no los setenta o los noventa?

Hay distintas explicaciones al éxito actual de la estética y los productos culturales de los ochenta.

Se han dado varias explicaciones. Una de ellas habla de que los niños de los años ochenta son los que ahora ocupan las esferas de poder y han sabido transformar en mercancía rentable la estética y los productos culturales de su infancia. Otra, que esos mismos niños son ahora consumidores de mediana edad proclives a dejarse arropar por la nostalgia como respuesta a un presente insatisfactorio. Una tercera explicación habla de una forma de resistencia fetichista, un intento de reivindicar, a través de los objetos de consumo, una época percibida como más sencilla, estable y auténtica.

En este punto entraría la falsa nostalgia: jóvenes que nacieron a partir de los noventa y que se sienten fascinados por la estética y los objetos de un mundo que perciben como “pretecnológico”; una época reciente y, por tanto, muy reconocible, pero en la que no existían ni Internet ni los teléfonos móviles. Pero la explicación que más nos interesa es la histórica.

Cuando evocamos los años ochenta, pensamos fundamentalmente en la forma de vida estadounidense.

Una posible respuesta a por qué los años ochenta resultan tan atractivos es porque, entendidos como producto cultural, “se hicieron” precisamente para eso: para gustar. Cuando evocamos esa década, pensamos fundamentalmente en Estados Unidos. En la forma de vida y la ideología que transmitían sus películas, series, videoclips, anuncios... Un mundo compuesto principalmente por familias de clase media de origen anglosajón, prósperas, felices y optimistas.

Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov dialogan relajadamente en el año 1987.

TERCEROS

Hay que tener presente que cuando, en 1981, Ronald Reagan llegó al poder, puso en marcha el mayor programa de rearme desde la Segunda Guerra Mundial. Uno de sus proyectos estrella fue la Iniciativa de Defensa Estratégica, que incluía la construcción de un escudo antimisiles. El proyecto fue tan ambicioso que fue bautizado por la prensa con el nombre de un icono de la ciencia ficción de los ochenta: Star Wars. El presidente republicano impulsó también la bautizada como “doctrina Reagan”, una estrategia de política exterior destinada a combatir la influencia soviética en los países de Latinoamérica, África y Asia. En esta guerra ideológica, los productos culturales tuvieron un papel importante.

Un organismo de la CIA desarrolló programas de propaganda cultural en la Guerra Fría.

Como desveló Frances Stonor Saunders en La CIA y la guerra fría cultural (Debate, 2013), los servicios secretos estadounidenses invirtieron grandes recursos en desarrollar programas de propaganda cultural en la Guerra Fría. Entre 1950 y 1969, un organismo llamado Congreso por la Libertad de la Cultura actuó como tapadera de la Agencia Central de Inteligencia.

Sus cometidos fueron promover actividades culturales que estuvieran en sintonía con los valores de las democracias capitalistas. Tras una década de “apaciguamiento”, el enfrentamiento con la Unión Soviética se recrudeció en los ochenta. El gobierno estadounidense retomó el discurso de la amenenaza soviética para justificar el incremento del gasto militar y alentar la propaganda anticomunista.

Los “felices” ochenta

¿Cómo afectó este cambio de rumbo político a los productos culturales? Salvo en el caso de las películas que contenían un claro mensaje patriótico (Top Gun, Rambo, Elegidos para la gloria), a las que el Departamento de Defensa prestó apoyo logístico, material e, indirectamente, ideológico (el apoyo estaba condicionado a la defensa de los intereses nacionales), el gobierno estadounidense no intervino de manera directa en los productos de la industria del entretenimiento.

Sin embargo, ese conservadurismo impregnó los discursos audiovisuales y narrativos de las ficciones que se produjeron en Estados Unidos. El concepto de blockbuster se consolidó en esta década. El cine de evasión de Hollywood, dirigido principalmente a los adolescentes, monopolizó prácticamente el mercado y se exportó con enorme éxito.

La película Super 8 (2001), de J. J. Abrams, popularizó el fenómeno de la recuperación de los ochenta. Foto: cortesía de Sony Home Entertainment.

TERCEROS

Esto se debió también a los avances tecnológicos. Gracias a la implantación de la televisión en buena parte del mundo, la aparición de los reproductores de vídeo y la popularización de los videojuegos, los productos audiovisuales manufacturados por las compañías estadounidenses entraron en los hogares de medio mundo. Un niño o niña de los ochenta de un país capitalista podía vivir un simulacro del American way of life : desayunar cereales, ir al colegio con pantalones vaqueros escuchando pop americano en el walkman, comer una hamburguesa con queso en un restaurante de comida rápida...

Tensión en el mundo real

El consumo de estos productos creó un imaginario global que luego se transformaría en memoria sentimental. Entre 1983 y 1984, cuando está ambientada la serie Stranger Things, dos epidemias muy diferentes, el sida y el crack, hacían estragos en la sociedad estadounidense. La guerra entre Irán e Irak se hallaba en pleno apogeo. Reagan comenzó a hacer pruebas nucleares. No era un mundo pacífico y feliz.

Sin embargo, el que nos llegaba desde Estados Unidos y hemos incorporado a nuestra memoria afectiva sí lo era. Y, a juzgar por el gran éxito de su evocación nostálgica, lo echamos mucho de menos.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 616 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .