El Thyssen va en busca del París de Marcel Proust

Arte

Hasta el 8 de junio, el Museo Thyssen-Bornemisza recrea en Madrid el universo del escritor francés, autor de 'En busca del tiempo perdido', a través del arte que le fascinó

Detalle de ‘Retrato de Marcel Proust’. Jacques-Émile Blanche, 1892. Musée d’Orsay, París

Detalle de ‘Retrato de Marcel Proust’. Jacques-Émile Blanche, 1892. Musée d’Orsay, París

Museo Thyssen-Bornemisza

En uno de los relatos de juventud de Marcel Proust, un texto que no se publicó hasta 2019, un hada concede a un recién nacido una sensibilidad extraordinaria. Pero ya se sabe que no hay don sin maldición. No en vano, esta criatura fantástica se llama “el hada de las delicadezas incomprendidas”. A la incomprensión perpetua quedará condenado, pues, el bebé. “Nadie sabrá consolarte ni amarte”. Es el precio a pagar por la hipersensibilidad extrema, el rasgo de carácter que hizo de Proust un hombre atormentado y un narrador exquisito.

Marcel Proust (París, 1871-1922) nació como el hijo algo enfermizo y sumamente hipocondríaco de un médico que nunca le prestó demasiada atención. Fue su madre, una burguesa culta y acaudalada, quien le enseñó a amar el arte y la literatura. Tras estudiar Derecho por puro compromiso, se dedicó al dolce far niente, a codearse con la flor y nata de París, a cultivar sus inseguridades y a soñar con convertirse en artista.

La carga de crear

Los placeres y los días (1896), su primer libro, pasó sin pena ni gloria. Para cuando por fin se puso manos a la obra y se centró obsesivamente en escribir, su fama de esnob diletante ya le había pasado factura. André Gide rechazó el manuscrito de Por el camino de Swann (1913) por estar “lleno de duquesas”. El futuro nobel de literatura no esperaba hallar valor alguno en la obra de un frecuentador de salones sin oficio ni beneficio.

‘La iglesia de Moret y el viejo mercado’. Alfred Sisley, 1894

‘La iglesia de Moret y el viejo mercado’. Alfred Sisley, 1894. Musée Calvet, Aviñón

Museo Thyssen-Bornemisza

Pero, a la postre, Gide no tuvo más remedio que rectificar: “Desde hace varios días no abandono su libro; me lleno de él con deleite, me sumerjo en sus páginas. ¡Ay de mí! ¿Por qué me resulta tan doloroso amarlo tanto?… Haber rechazado este libro quedará para siempre como el más grave error de la Nouvelle Revue Française (…)”.

André Gide tenía entre sus manos el primer tomo de En busca del tiempo perdido, una saga de siete volúmenes en los que Proust escribe precisamente acerca de la dificultad de escribir y se recrea en personajes que ilustran el complejo proceso de crear. En una prosa elegante, pero lenta y alambicada, perlada de frases subordinadas y de metáforas insólitas, el francés describe un París moderno, estimulante y mundano, a partir de pinceladas verbales que recuerdan a las de los pintores impresionistas de su época.

‘Jinetes y coches de caballos, Avenue du Bois’. Georges Stein, c. 1900. Musée Carnavalet, París

‘Jinetes y coches de caballos, Avenue du Bois’. Georges Stein, c. 1900. Musée Carnavalet, París

Museo Thyssen-Bornemisza

La muestra del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza nos invita a orientarnos en el universo proustiano con ayuda de las imágenes que lo inspiraron. Como, por ejemplo, los bulevares del París de Haussmann, los pueblos de veraneo normandos en los que basó su ficticio Balbec, la Venecia que visitó en dos ocasiones o las catedrales góticas que lo fascinaban, hasta el punto de convertirse en traductor del crítico John Ruskin, gran amante de las ruinas medievales.

La vida como modelo

No faltan en la exposición algunos de los artistas favoritos de Proust, como Vermeer o Rembrandt. También hay alusiones a las personas reales que prestaron sus rasgos a algunos de sus personajes. La más célebre es, sin duda, la actriz Sarah Bernhardt, que en las novelas aparece bajo el seudónimo nada sutil de Berma, pero hay otros casos, como la escultora argentina Laure Hayman, modelo de Odette, o el poeta y aristócrata Robert de Montesquiou-Fézensac, inspiración del también ficticio barón de Charlus.

‘Retrato de Sarah Bernhardt’. Georges Jules Victor Clairin, 1876. Petit Palais, París

‘Retrato de Sarah Bernhardt’. Georges Jules Victor Clairin, 1876. Petit Palais, París

Museo Thyssen-Bornemisza

Para Charles Swann, uno de los protagonistas, Proust se basó en dos homónimos: los críticos de arte Charles Ephrussi y Charles Haas. Para Elstir, el pintor, el novelista pudo fijarse en Gustave Moreau, Auguste Renoir o Claude Monet.

Pero la identidad oculta más fascinante es la de Albertine, la rebelde y escurridiza muchacha que protagoniza dos de las tres últimas novelas que conforman En busca del tiempo perdido. Proust creó a Albertine a partir de un modelo masculino: su chófer, secretario y amante Alfred Agostinelli, fallecido en 1914 en un accidente de aviación.

‘Nenúfares’. Claude Monet, 1916-1919. Fondation Beyeler, Riehen / Basilea

‘Nenúfares’. Claude Monet, 1916-1919. Fondation Beyeler, Riehen / Basilea

Museo Thyssen-Bornemisza

No fue su único amor: se le ha relacionado con Lucien Daudet, hijo del escritor Alphonse Daudet (aunque Proust llegó al extremo de batirse en duelo para negarlo), y con el músico venezolano Reynaldo Hahn, con quien mantuvo una relación de dos años que acabó cristalizando en una inquebrantable amistad.

Sabor a nostalgia

Sería un error, no obstante, creer que En busca del tiempo perdido es una obra de ficción autobiográfica. Si Proust parte de su experiencia, es para reflexionar sobre la propia naturaleza del arte. Lo que importa no es lo que vivimos, sino la impresión que nos causa. De ahí que reniegue de la novela costumbrista, tan en boga en su época: “Pero nuestro tiempo tiene en todos los géneros la manía de querer mostrar las cosas solo con lo que las rodea en la realidad, y suprimir con ello lo esencial, el acto de la mente que las aisló de ella”. Ese acto de la mente, la capacidad de destilar la realidad en emoción, es la verdadera obsesión del novelista.

‘Después del almuerzo’. Pierre-Auguste Renoir, 1879. Städel Museum, Frankfurt

‘Después del almuerzo’. Pierre-Auguste Renoir, 1879. Städel Museum, Frankfurt

Museo Thyssen-Bornemisza

El tiempo, sin memoria, sería tan solo una sucesión inconexa de momentos. Es la narración lo que le da significado, y narrar requiere rememorar. Si existe un escritor del déjà vu, un maestro de la evocación, ese es, sin duda, Proust. Y si hay un pasaje de su obra que condense su monumental esfuerzo por expresar lo inefable, por fijar lo fugaz, por asir lo inasible, es el célebre fragmento de la magdalena que aparece en el primer volumen de En busca del tiempo perdido, cuando el sabor de una magdalena mojada en té transporta bruscamente al narrador a Combray, el paraíso perdido de su infancia.

“Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero lo excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba?”.

El sabor, como todos sabemos, es hermano del olfato. Hoy en día tenemos evidencia científica de que el olfato, el único sentido directamente conectado con el sistema límbico, desempeña un papel clave en la memoria emocional. Marcel Proust fue capaz no solo de intuir este proceso, sino de plasmarlo como nadie: “Era el mismo sabor de aquella magdalena que mi tía me daba los sábados por la mañana. Tan pronto como reconocí los sabores de aquella magdalena apareció la casa gris y su fachada, y con la casa, la ciudad, la plaza a la que se me enviaba antes del mediodía, las calles…”.

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