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Católicos a favor de la República en la Guerra Civil

Lo humano y lo divino

Hubo clérigos y creyentes laicos que se significaron por la España republicana, con las dificultades que esto les pudo suponer en territorio propio y las posibles represalias en el bando sublevado

El presidente de la República Manuel Azaña junto al abad mitrado de Montserrat

Colaboradores

En agosto de 1939, el día de su cuarenta y cuatro cumpleaños, el canónigo José María Gallegos Rocafull llega a Nueva York en medio de la mayor de las incertidumbres. No sabe qué va a hacer ni cómo va a ganarse la vida. Pero lo peor es el estado de ánimo de un hombre herido por el trauma de la Guerra Civil, víctima de una Iglesia que le rechaza por no haber secundado la rebelión militar de Franco.

Su único consuelo es pensar que su cruz, como la de Cristo, no sea un sacrificio inútil. Porque, pese a todos los sinsabores, pese a que el obispo le ha retirado las licencias sacerdotales, acusándole falsamente de defender la “revolución roja marxista”, ni mucho menos ha perdido la fe. ¿Revolucionario? ¿Por defender el poder legítimamente constituido de la República? La imputación le produce un regusto amargo.

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Dos meses después lo encontramos establecido en México. El mismo país al que va a parar Luis López-Dóriga, otro cura que se ha mantenido fiel a la legalidad durante la contienda española. En una instancia dirigida a las autoridades mexicanas, el que fuera deán de Granada manifiesta su “ferviente sentido antifascista”. Precisamente por estas convicciones había abandonado el ministerio religioso, pero aún conservaba los principios cristianos. Que constituían, en su opinión, el fundamento de una democracia auténtica.

Fe y república

La Guerra Civil, apuntó el sociólogo Rogel·li Duocastella, supuso dentro de la Iglesia española una línea divisoria más profunda aún que la marcada años más tarde por el Concilio Vaticano II. Para los católicos más tradicionales, la proclamación de la República equivalía a una catástrofe. República, en su imaginario, significaba persecución contra la Iglesia. Los católicos no podían, por tanto, aceptar el nuevo régimen.

De ese parecer era, por ejemplo, el jesuita Ángel Ayala, para quien un católico en los cuernos de la Luna podría ser republicano, pero no en el aquí y el ahora. Dicho de otra manera: fe y republicanismo podían casar como principios abstractos, pero no en la realidad histórica de la España de 1931.

Milicianos vestidos con ropas litúrgicas tras el saqueo de una iglesia. Madrid, 1936

Bundesarchiv, Bild 146-1972-056-26 / CC-BY-SA 3.0

Sin embargo, otro sector de la Iglesia, más pragmático, aceptó el nuevo orden constituido. Dentro de sus filas se dio una pluralidad de posiciones que provocaron las consiguientes tensiones internas. Así, frente a los partidarios de la monarquía y la confrontación abierta con el régimen, hallamos creyentes que vieron en la República una oportunidad de renovación religiosa.

Dentro del clero también se dio un abanico de opciones ideológicas, con casos como el de Leocadio Lobo, teniente mayor de la madrileña parroquia de San Ginés, que no duda en proclamar su “convicción republicana”.

Iglesia de San Ginés, Madrid

Getty Images

Por otra parte, se escuchan algunas voces autocríticas con el comportamiento del clero, entre ellas la de un cura de Toledo, Tomás Galindo, quien se pronuncia en términos muy duros. En su opinión, sus colegas han sido culpables de muchos problemas al convertirse en “lacayos de los poderosos”.

Contra las clases dominantes arremetería Juan García Morales, seudónimo del sacerdote Hugo Moreno. Además de expresar su “odio a muerte a los ricos”, zahería continuamente a la derecha en sus colaboraciones periodísticas. Partidario de la Agrupación al Servicio de la República, se decantó por un comunismo que no excluyera el hecho religioso. Significativamente, uno de sus libros lleva por título El Cristo rojo.

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Por sus opiniones heterodoxas, manifestadas siempre con acentuada visceralidad, muchos católicos presentaron quejas. Sin embargo, como señala su biógrafo, Antonio César Moreno, llama la atención que la jerarquía eclesiástica no excomulgara a García Morales. Seguramente por considerarlo un caso excéntrico que no merecía mayor atención.

Curas en el Congreso

María Luisa Tezanos Gandarillas, en su análisis de los sacerdotes que se presentaron a las elecciones de 1931, muestra como algunos de ellos estaban muy alejados del arquetipo reaccionario tan criticado en la prensa anticlerical. Es más, defendían propuestas avanzadas como la separación Iglesia-Estado, acompañada de un nuevo concordato para regular la relación entre ambas potestades.

Sin duda, el deán de la catedral de Granada, Luis López-Dóriga, fue el cura que se situó más a la izquierda, obteniendo un escaño por el bloque republicando-socialista, sin que la jerarquía eclesiástica se atreviera a prohibir su candidatura. El obispo auxiliar de la citada capital andaluza consideraba tal compromiso político escandaloso, pero optó por el pragmatismo del mal menor. Valía más la tolerancia que una medida disciplinar con la que se arriesgaba a suscitar una reacción anticlerical violenta, con peligro, incluso, para el propio palacio episcopal.

Luis López-Dóriga en uniforme de explorador (c. 1920)

Dominio público

López-Dóriga era un hombre muy vinculado al catolicismo social, como muestra su vinculación al sindicalismo confesional, en concreto en la Sociedad de Tipógrafos. Por eso se ganó, en ciertos ambientes, fama de “propagandista subversivo”. Él, para salir al paso de estas acusaciones, manifestó que tan solo se proponía exponer en su integridad la doctrina salvadora del cristianismo.

Sin embargo, en contraste con ciertos sectores cristianos de inquietudes “obreristas”, la suya es una ideología profundamente liberal, partidaria de garantizar la libertad a todo el mundo. Incluso a los comunistas, a los que se debe permitir que hagan su propaganda. No cree que sean capaces de hacer la revolución en ese momento, pero no descarta que sus propuestas puedan llegar a ser una alternativa factible en el futuro.

Es precisamente por sus convicciones tolerantes que defiende, en las Cortes, la separación entre la Iglesia y el Estado. En su calidad de sacerdote, tiene muy claras sus creencias, pero también sabe que la sociedad española está compuesta por católicos y no católicos. Por eso mismo, las leyes civiles no deben utilizarse para imponer a estos últimos una serie de prácticas. El matrimonio es indisoluble para un católico, porque así lo exige su religión, pero eso no implica que haya de prohibirse el divorcio a los demás. Ante una sociedad plural, los legisladores han de mantener la neutralidad.

Durante la Guerra Civil, el clero aperturista nadó contra corriente porque, mientras en la zona “nacional” era muy fácil, y hasta ventajoso, ser católico, en la zona republicana resultaba incluso heroico. Los propagandistas de la República trataron de aprovechar la existencia de estos sacerdotes, con lo que intentaban refutar el argumento de sus enemigos acerca de un régimen perseguidor de la Iglesia.

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LV

La verdad no era esta, sino la del respeto a todas las convicciones, según manifestó el periódico del Partido Comunista, esforzándose en aplicar la política de mano tendida a los cristianos que había caracterizado a sus homólogos franceses. El problema no eran los “católicos honrados”, aquellos que defendían la legalidad, sino los que se amparaban en sus creencias para ir contra el pueblo. Desde esta óptica, los antirreligiosos no eran los republicanos, sino los franquistas, porque, pese a la fe que decían profesar, no dudaban en cometer las mayores atrocidades.

Que el bando sublevado era anticatólico lo pondría de manifiesto, según este parecer, la destrucción de importantes elementos del patrimonio religioso: el mausoleo del cardenal Cisneros, o la iglesia de los jesuitas de Durango. Con estos ejemplos, Roberto Castrovido, en las páginas del ABC de Madrid, es decir, el ABC de la zona republicana, intentaba mostrar que los fascistas, supuestos defensores de la Iglesia, no permanecían ajenos al denominado “martirio de las cosas”.

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“El fascismo es antirreligioso”, escribía Castrovido en julio de 1937. Prueba de ello serían los sacerdotes vascos fusilados por los rebeldes, o las opiniones de “sacerdotes imparciales o francamente republicanos”. Castrovido se refería a clérigos como García Morales, López-Dóriga, Lobo o Gallegos Rocafull, a los que elogia por su postura a favor de la república liberal y democrática. Ellos, al contrario que muchos de sus colegas, “no excomulgan a la revolución”.

Eco en los medios

Estos sacerdotes comprometidos con la República por exigencias de su fe obtuvieron un considerable eco mediático tanto en España como en el extranjero. Ahí tenemos, sin ir más lejos, el folleto de Gallegos Rocafull publicado en Londres bajo el título Crusade o Class War? The Spanish military revolt (“¿Cruzada o guerra de clases? La revuelta militar española”). El mismo sacerdote se ocupó de editar un libro, La religion dans l’Espagne de Franco, a partir de escritos de diversos creyentes antifranquistas.

La repercusión de este tipo de pronunciamientos fue lo bastante considerable como para obligar a los publicistas del bando contrario a responder, en un intento de desacreditar al clero disidente. Tenían que desactivar la amenaza que representaba para la cruzada nacionalcatólica, al socavar uno de sus pilares básicos: la identificación entre el llamado “alzamiento nacional” y los valores religiosos.

El general Domingo Batet en Madrid, c. 1936.

EFE

Pero no fueron curas los únicos cristianos que se comprometieron en favor de la democracia. Entre los laicos, se significaron desde militares como los generales Batet, Escobar y Rojo a intelectuales como María Zambrano o políticos como Manuel Irujo, un nacionalista vasco en el gobierno de la República, o Luis Lucía, el político valenciano que en 1936 fue encarcelado por derechista y tres años después condenado a muerte por los franquistas, pena finalmente conmutada.

A destacar, el caso de Ángel Ossorio y Gallardo, un hombre conservador –se había definido como monárquico sin rey–, pero de inequívocos principios liberales: en 1935 había afirmado que para construir algo sólido se requiere un Estado de derecho, ya que la dictadura es enemiga de la estabilidad.

Horrorizado ante el alzamiento de los “nacionales”, desempeñó una importante labor propagandística en la que defendió el apoyo de los creyentes a la República. Por ejemplo, a través de la organización de conferencias. De ahí que la prensa franquista lanzara contra él todos sus dicterios, tildándole de traidor a su fe y de “primer católico gubernamental”.

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Precisamente fue Ossorio y Gallardo, en su calidad de embajador en Bruselas, quien encabezó una protesta escrita contra el bombardeo de Madrid, secundado por otros ocho distinguidos católicos, fueran sacerdotes como Leocadio Lobo o José María Gallegos Rocafull, o seglares como José Bergamín y José María Semprún Gurrea.

El documento, publicado en The Manchester Guardian, reproducido por La Vanguardia en enero de 1937, expresaba la indignación de un grupo de creyentes ante la brutalidad del conflicto civil: “La orgullosa ciudad de Oviedo ha sido justamente denominada con el triste y sangriento nombre de ‘mártir entre todas las ciudades’, pero ¿qué nombre se puede dar a Madrid, entonces, asolada como está por las bombas extranjeras, cercada por un ejército colonial, traspasado el corazón por la matanza de sus mujeres y niños”.

José Bergamín

Terceros

Los firmantes no podían entender que sus enemigos, precisamente en nombre de la misma religión que ellos profesaban, cometieran toda clase de salvajadas, enseñándose reiteradamente con la capital del país. El calificativo que utilizan para las tropas franquistas, “ejército colonial”, deja traslucir su estupefacción ante el hecho de que los rebeldes se comporten en su propio suelo como si fueran un ejército de ocupación.

Mención especial merecen los curas vascos, vistos por el bando franquista como cómplices del “separatismo”. Su existencia, por sí misma, echaba por tierra la legitimación religiosa del alzamiento contra la República, al demostrar la posibilidad de un modus vivendi entre esta y el estamento eclesiástico.

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Al frente de la Iglesia vasca se hallaba el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, uno de los escasos prelados que se negó a firmar la polémica Carta Colectiva de 1937 en apoyo de los sublevados. Ante el Vaticano, Múgica justificó su posición por la represión de los rebeldes, que no discriminaba a los católicos: “Según el episcopado español, en la España de Franco la justicia es bien administrada, y esto no es verdad. Yo tengo nutridísimas listas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares asesinados impunemente sin juicio y sin ninguna formalidad jurídica”.

Si el obispo rechazaba adherirse a la Carta, sus sacerdotes se veían totalmente legitimados para no suscribir el controvertido documento. El general Queipo de Llano, ayuno de sutileza como siempre, les llamó sacerdotes sin “sa”.

Franco (izq), Queipo de Llano (centro) y el cardenal Illundáin en 1937 en el Ayuntamiento de Sevilla

Terceros

En los últimos años, diversos estudios han rescatado del olvido a los sacerdotes más renovadores de los años treinta, defensores de posiciones democráticas en un contexto de especial dificultad. Es el caso, sin ir más lejos, del volumen colectivo Otra Iglesia. Clero disidente durante la Segunda República y la Guerra Civil (Trea, 2014). La España de la época era así: difícil de reducir a dos bandos claramente delimitados.