Carlistas republicanos, o cómo el carlismo pasó de la extrema derecha a la extrema izquierda

¿Dios, Patria y Rey?

Nada tiene que ver el carlismo del siglo XIX con su deriva tras la Guerra Civil, cuando por las grietas de su tradicionalismo se colaron los aires de la democracia y las simpatías revolucionarias

Romería de Montejurra

Romería de Montejurra. 

Terceros

Acostumbramos a identificar la ideología carlista con valores reaccionarios y autoritarios. En el siglo XIX, sus valedores simbolizaban la defensa del absolutismo frente al mundo liberal. Sin embargo, a partir de los años sesenta, encontramos un significativo cambio de valores.

Si en 1936 los carlistas habían apoyado a Franco, en 1975 ya había muchos que estaban en su contra, en nombre del socialismo autogestionario. Esta mutación es la que ha reflejado Juan Carlos Senent Sansegundo en Antifranquistas de boina roja (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2024), un detallado estudio, fundamentado en gran abundancia de fuentes archivísticas, que nos explica cómo un partido contrarrevolucionario llegó a convertirse en cofundador de la coalición Izquierda Unida.

De la fusión con Falange al malestar

Los problemas de los carlistas con Franco empezaron muy pronto. El dictador les obligó a fusionarse con los falangistas, algo que ni unos ni otros aceptaron de buena gana. El carlismo se vio inmerso en un partido único en el que se veía postergado con respecto a unos socios con los que no se avenía. Se generaron fricciones como las que dieron lugar al atentado de Begoña, en 1942, en el que los falangistas lanzaron dos bombas a la salida de una misa por los caídos del carlismo en la Guerra Civil.

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En los años cincuenta, lo que era una fuerza conservadora empezó a cambiar en sus postulados ideológicos. El Manifiesto de la Juventud Carlista de Navarra, en 1956, se significó por una crítica al régimen fuerte y directa. El sentimiento era de abierta indignación: “Hoy en España sentimos asco. Parece que no hubiera más que vividores y alelados despreocupados, que fueran dejando el pringue de sus negocios sucios y de sus estúpidas diversiones en lo más sagrado de nuestra patria”.

Por otro lado, el documento denunciaba el silencio de la jerarquía eclesiástica “ante el Estado oficialmente católico, pero fariseo, hipócrita y anticristiano”. Otro aspecto importante era la defensa de reformas sociales en unos términos que, en otros tiempos, hubieran sido impensables: “No defendemos títulos de nobleza, ni privilegios económicos, que pesan sobre nosotros en forma tan insoportable, tan insufrible como sobre cualquiera”.

Llegó un momento en que se podía ser carlista y admirador de Ernesto Guevara, el célebre guerrillero comunista

En los años sesenta, la AET (Agrupación de Estudiantes Tradicionalista) propugnó el federalismo y los sindicatos libres. Por sorprendente que parezca, el carlismo también tenía entonces su propia organización de trabajadores. Se había creado en 1963 y se denominaba Movimiento Obrero Tradicionalista. Según Juan Carlos Senent, “esta fundación fue consecuencia de una cada vez mayor conciencia social en el movimiento legitimista”. Poco después, algunos de sus militantes fueron detenidos y procesados por el Tribunal de Orden Público.

El Che y ETA

Entre tanto, la oposición antifranquista observó que algo se estaba transformando en el interior de las filas carlistas. Mundo Obrero, órgano del Partido Comunista de España, se hizo eco de esta mutación: “Oficialmente los carlistas siguen perteneciendo al Movimiento, en realidad se oponen a él, y muchos de ellos están pasando a posiciones democráticas”.

Llegó un momento en que se podía ser carlista y admirador de Ernesto Guevara, el célebre guerrillero comunista. Josep Miralles, en El carlismo militante (1965-1980). Del tradicionalismo al socialismo autogestionario (Universitat Jaume I, 2015), su tesis doctoral, transcribe un interesantísimo escrito de la AET en el que se elogia al Che por encarnar la lucha de toda América contra la opresión. Ese combate le convertía en un modelo a imitar: “Para nosotros, estudiantes carlistas, el ejemplo de Guevara persiste, porque España también necesita una lucha constante contra el capitalismo instalado”.

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Ernesto 'Che' Guevara, durante su intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas

Terceros

De hecho, en una fecha desconocida, pero que ronda entre 1965 y 1970, llegaron a constituirse los GAC (Grupos de Acción Carlista), una organización favorable a la lucha armada a la que se atribuye el intento de voladura de un remisor de Televisión Española.

Se sabe que sus miembros mantuvieron buenas relaciones con los de ETA y que les ayudaron, en alguna ocasión, a huir desde España a Francia. Los GAC disponían de su propio brazo político, las FARC (Fuerzas Activas Revolucionarias Carlistas), partidario de abandonar el viejo lema de “Dios, Patria, Rey” por considerar que ya no era adecuado a las circunstancias de aquel momento.

Un pacto en litigio

Bajo el liderazgo de Carlos Hugo de Borbón-Parma, el carlismo defendió una monarquía democrática y social, basada en la idea de un “pacto entre el Rey y el Pueblo”. La democracia no debía consistir en votar cada cuatro años, sino en una auténtica participación ciudadana.

Se hablaba, además, de superar el capitalismo con una economía planificada donde el mercado tendría su lugar, pero no lo ocuparía todo. En las empresas, gracias a la autogestión, serían los trabajadores quienes tomaran las decisiones, no un propietario ajeno a ellos, ya fuera un capitalista o el Estado.

En cuanto a la organización territorial del país, se adoptó un modelo federalista que consistía en concebir España como el producto de la libre unión de sus regiones. Para algunos autores, esto no era romper con la tradición, porque el carlismo, desde sus inicios, había defendido los antiguos fueros con los que se regían el País Vasco o Catalunya.

Sin embargo, otro sector del movimiento permanecía aferrado a los viejos principios ultramontanos. En 1976, durante los actos tradicionales del carlismo en Montejurra, la facción ultraderechista atacó a los simpatizantes de izquierda. El resultado fue trágico: dos muertos y diversos heridos.

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Curiosamente, el gobierno de Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista, pero no a los carlistas. Los primeros habían aceptado la monarquía, y los segundos, en cambio, defendían una versión de ese sistema distinta de la establecida en aquel entonces. Por eso, en las elecciones de 1977, el viejo partido, según la circunscripción, tuvo que utilizar otras siglas o presentarse en coalición con otros grupos.

Las sorpresas en esta historia no acaban aquí. Aunque tradicionalmente el carlismo estaba vinculado a la defensa de la monarquía, ciertos sectores del movimiento empezaron a ver una contradicción entre la presencia de un rey y la creación de una sociedad socialista.

Carlos Hugo de Borbón Parma, en una fotografía del año 2004

Carlos Hugo de Borbón Parma, en una fotografía del año 2004. 

Otros

Carlos Hugo de Borbón precisó que no existía tal problema. Sin embargo, en 1979, se dio una extraña situación con la dimisión del pretendiente como presidente del Partido Carlista, que a partir de entonces dejó de tener como referente a un miembro de la realeza.

En 1996, esta fuerza política, durante su 49.º Congreso, se proclamó accidentalista respecto a la forma de gobierno monárquica o republicana. Lo importante no era cuál se escogiera, sino que el pueblo tuviera derecho a pronunciarse al respecto de forma democrática. Por tanto, se podía ser carlista y republicano.

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En la actualidad, el carlismo, tanto en su versión de izquierdas como en su versión de derechas, no deja de ser una fuerza marginal. Su historia, sin embargo, es relevante para conocer la conflictiva evolución de España hacia la modernidad. Su caso presenta llamativos paralelismos con los cambios dentro de la Iglesia católica, que también pasó de la defensa del franquismo a desvincularse del régimen.

El hecho es que un carlista de finales del siglo XX ya no era por fuerza un ultramontano: podía ser un revolucionario sensible, por ejemplo, a causas como el ecologismo o la lucha antinuclear. A fin de cuentas, en la historia, ninguna identidad es permanente.

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