El globo chino que se paseó por los cielos de EE. UU. durante los primeros días de febrero no era el primero de su clase que se detectaba: otros se habían visto sobrevolar Taiwán, Japón y Filipinas. Pero sí era la primera vez que uno se adentraba en territorio continental americano. Y en el peor lugar posible.
Tras sobrevolar parte de Alaska, el globo fue avistado sobre la población de Billings, en Montana, cerca de la frontera canadiense. Para los militares, es una zona especialmente sensible: apenas a 200 kilómetros está la base aérea de Malmstrom, que alberga una de las tres áreas de proyectiles balísticos en territorio continental. La mayor de ellas.
El campo de misiles de Malmstrom se extiende a lo largo de más de 60.000 kilómetros cuadrados, el doble que toda la superficie de Catalunya. En esa extensión hay diseminados unos doscientos silos subterráneos, cada uno protegido por una puerta deslizante de acero y hormigón que pesa más de cien toneladas. Algunos están desactivados, pero la mayoría alberga un misil intercontinental tipo Minuteman III, capaz de llevar una ojiva con tres cabezas nucleares de unos 300 kilotones (la bomba de Hiroshima era veinte veces menos potente).
Los silos están separados entre sí por varios kilómetros y conectados a una cápsula también subterránea en la que se encuentra el personal de lanzamiento. El perímetro de cada uno está rodeado por una simple valla, pero protegido por un sistema de cámaras y dispositivos antintrusión. Desde el suelo, lo único que se contempla es una llanura que se extiende de horizonte a horizonte.
Tampoco es fácil verlos desde el aire, y, por supuesto, no aparecen en las imágenes de Google Maps. Pero resultan un blanco accesible para cámaras aéreas especializadas como las que podía equipar el globo chino o los sistemas de escucha de emisiones de radio.
Según indicó el Pentágono, el globo incluía sistemas de impulsión, aunque esta afirmación ha despertado cierto escepticismo. Con un diámetro de treinta metros, cualquier corriente de aire bastaría para apartarlo de su ruta; hélices o turbinas tendrían muy poco efecto.
¿Una sonda meteorológica?
En cambio, algunas de estas aeronaves sí que disponen de un sistema para ganar o perder altura sin necesidad de soltar lastre: un segundo globo en su interior en el que puede bombearse aire del exterior, con lo que disminuye su flotabilidad. Es el método tradicional para dirigirlos: subir o bajar hasta encontrar una corriente que sople en la dirección deseada.
En la altura de vuelo también influye el calentamiento adicional que provoca el sol sobre la envoltura. Para reducir ese efecto los globos meteorológicos suelen ser de plástico transparente y muy fino (décimas de milímetro). El aparato chino era opaco y tres veces más grueso, lo que sugiere que sus constructores habían encontrado alguna forma de aislarlo térmicamente.
La fuerza aérea envió varios aviones para inspeccionarlo de cerca. Entre ellos, un par de U-2, una reliquia del espionaje durante la Guerra Fría que sigue en servicio, dedicado a estudios meteorológicos o de física de la estratosfera. No en vano puede alcanzar los 22.000 metros y mantenerse en vuelo durante doce horas gracias a la envergadura de sus alas.
Solo se ha divulgado una foto próxima del globo, obtenida por el piloto de un U-2. Se ve la sombra del avión, lo que ha permitido confirmar con precisión sus dimensiones. La barquilla de instrumentos era una estructura metálica que soportaba a ambos lados los paneles solares; un servosistema los mantenía orientados hacia el sol.
En su centro, se veía lo que parecía una antena parabólica, adecuada para comunicaciones vía satélite (aunque durante su sobrevuelo de Estados Unidos no se detectaran emisiones), y cuatro dispositivos que podrían ser las turbinas de orientación. Su peso total se estimaba en algo menos de una tonelada. Si, como asegura China, no era más que una sonda meteorológica, iba cargada hasta los topes.
Caza de espías en el aire
Como es sabido, tras seguir su curso durante más de una semana, la Casa Blanca dio orden de derribarlo cuando ya sobrevolaba el Atlántico. Lo hizo un caza mediante un misil antiaéreo, a un coste de 400.000 dólares. Hubiese sido mucho más barato utilizar el cañón, pero alguien señaló que si los proyectiles no reventaban el globo y se limitaban a agujerearlo, la lenta fuga de helio podría mantenerlo en vuelo durante muchas horas más.
La presencia del intruso chino y, sobre todo, el hecho de no haberlo detectado hasta tenerlo encima desataron una nueva “caza de espías”. En solo tres días, las fuerzas aéreas norteamericana y canadiense abatieron otros tantos objetos sospechosos. Todos ellos resultaron inofensivos globos de pequeño tamaño lanzados por aficionados. Pero en todos los casos se utilizaron cazas y misiles (cuatro en total, porque uno erró el blanco). La factura de la operación para proteger el espacio aéreo norteamericano ronda el millón y medio de dólares.
Por las mismas fechas otro globo fue descubierto sobrevolando Costa Rica, Colombia y Venezuela, antes de seguir su curso hacia el océano. Por lo que parece, el que pasó sobre Montana no fue un caso aislado. Todo sugiere que China desarrolla un programa de reconocimiento mediante aeronaves cuyo alcance se desconoce de momento.
Algunos internautas se han dedicado a peinar las fotos de Google Maps en busca de posibles bases de lanzamiento y, así, han localizado al menos dos: una próxima a la frontera con Mongolia y otra en la isla de Hainan, en el mar de la China Meridional. Desde ahí puede haberse lanzado el que desató el escándalo.
Proyecto Mogul
La ironía de todo ello es que el espionaje masivo mediante globos se inició en Estados Unidos. Eran los comienzos de la Guerra Fría. La URSS había detonado su primera bomba atómica en 1949, a la que siguió la de hidrógeno cuatro años más tarde. Los servicios de inteligencia americanos estaban ansiosos por conocer los avances en el desarrollo del arma nuclear soviética y sus cohetes intercontinentales. Pero el Telón de Acero era opaco por completo y aún no existían medios –aviones o satélites– para recoger información in situ.
El primer intento se desarrolló a finales de los años cuarenta bajo el nombre de Proyecto Mogul. Utilizaba sensores acústicos que pretendían escuchar el estampido de las explosiones o, al menos, la onda de presión que generaban. Al principio volaban colgados de racimos de pequeños globos meteorológicos hechos de neopreno, pero pronto se adoptaron los grandes globos de polietileno.
En julio de 1947, uno de esos globos –o, mejor, un tren de globos e instrumental con una longitud total de unos doscientos metros– se elevó desde Alamogordo, en Nuevo México. Entre los equipos que colgaban de él había tres reflectores de radar que ayudarían a seguirlo. Pero no llegaría muy lejos. Caería a escasamente doscientos kilómetros de distancia en un rancho cerca de Roswell.
Aunque el lanzamiento de globos era público, su carga era materia reservada. Personal militar se desplazó a Roswell para recoger los restos (madera de balsa, papel aluminizado, fragmentos de goma...) en el más absoluto secreto. Así nació la leyenda del ovni caído allí y su traslado a la base del Área 51, donde se conserva el platillo y hasta los cadáveres de sus tripulantes.
Para la ciudad fue el comienzo de una próspera industria turística y, para el ejército, una excelente excusa para evitar explicaciones. El mito se mantuvo, cada vez más embellecido, hasta que la verdadera naturaleza del Proyecto Mogul se desclasificó en los años noventa.
Con los U-2 se acabó el problema
Siguieron otros programas de espionaje, esta vez, utilizando cámaras fotográficas. Quizá el más famoso sea el Proyecto Genetrix, que se desarrolló a principios de 1956. Los globos despegaban desde diversos puntos en Europa occidental y Turquía para alcanzar entre veinte y treinta kilómetros de altura, el límite práctico para este tipo de naves.
Ya en la estratosfera, las corrientes de aire los llevarían sobre la Unión Soviética y China, donde debían registrar sus imágenes. Terminada su travesía, soltarían su carga con paracaídas con la esperanza de que cayera en el océano –o, al menos, en territorio no hostil–.
En un par de meses se lanzaron más de quinientos globos, de los que se recuperaron apenas cuarenta y cuatro. El resto se perdió fuera de curso o fue derribado por la aviación soviética (durante la noche, el gas se enfriaba y el globo perdía mucha altura, quedando a merced de los cazas). Y muchos cayeron en manos de aquellos a quienes debían espiar. En la práctica, las catorce mil fotografías recuperadas solo mostraron un descubrimiento interesante: un complejo petroquímico en plena Siberia. Ni una sola base de misiles.
Hubo un segundo intento en la primavera de 1958. Esta vez, en sentido inverso: los globos se lanzarían desde un portaaviones en medio del Pacífico para aprovechar la “anomalía de las Aleutianas”, otra corriente que, en esa época del año, soplaba a 33.000 metros de altura de este a oeste.
El viaje requeriría cuatrocientas horas, pero hubo un retraso de tres días a causa de una tormenta, y nadie se acordó de reprogramar los temporizadores. Una barquilla cayó en Polonia, otro globo sobrevoló la URSS y el tercero apareció un año más tarde en Islandia. Tras esa experiencia, la administración Eisenhower canceló el programa. En lo sucesivo, el “reconocimiento” sobre la Unión Soviética y China se haría mediante los aviones U-2 que acababan de entrar en servicio.
La Luna con ojos americanos
La historia aún tiene una coda inesperada. Cuando, en 1959, la Unión Soviética se preparaba para lanzar su sonda Luna 3, dirigida a conseguir las primeras imágenes de la cara oculta de nuestro satélite, se encontraron con que la única película disponible era la Shostka Tipo 17, adecuada para fotografía aérea convencional, pero no para su uso en el espacio.
Hacía falta algo más resistente a los rayos cósmicos y los cambios de temperatura extremos. Hasta que Pyotr Fedorovich, el diseñador del equipo de televisión de a bordo, recordó los rollos contenidos en las cápsulas Genetrix caídas en territorio ruso que se conservaban en una academia militar en Leningrado. Era un material ideal: emulsión de grano muy fino para permitir el máximo detalle y, al mismo tiempo, poco sensible a radiaciones.
Así fue como una sección de la película americana (suficiente para unas cuarenta exposiciones) acabó en el interior de un robot ruso dirigido a la Luna. En ella se registraron las primeras e históricas vistas del hemisferio de nuestro satélite, que nunca había sido contemplado por ojos humanos.