Frecuentemente se le considera como el Jack el Destripador francés, pero en realidad los dos fueron personajes completamente diferentes. Del legendario criminal londinense no se sabe con certeza casi nada, mientras que del francés Henri Désiré Landru se tiene constancia de todos los detalles de su vida, aunque fue guillotinado sin que se hubiera encontrado el cadáver de ninguna de las mujeres que sin duda asesinó.
Landru fue, en efecto, un depredador en serie de mujeres, casi todas viudas o solteras, en un período especialmente difícil durante la Primera Guerra Mundial. Primero les ofrecía el consuelo y la compañía que ellas estaban buscando, para desvalijarlas después de hacerlas desaparecer. Su juicio concentró tanta atención en el París de 1920 que opacó el interés por las consecuencias de las negociaciones de paz. Aún hoy, un siglo después de esos crímenes, no es posible afirmar con seguridad cuántas fueron sus víctimas.
Henri Désiré Landru nació en París en 1869. Su padre era un modesto chófer en una fundición, y su madre ejercía de costurera a domicilio. Tuvo una infancia feliz de niño mimado. A pesar de que no pudo completar sus estudios superiores, se le consideraba una persona instruida, e ingresó en un estudio de arquitectura como ayudante.
En 1893, a los 24 años, fue obligado a contraer matrimonio con su prima Marie-Catherine Rémy, a la que había dejado embarazada. Puesto que no logra ingresos suficientes para mantener a su recién creada familia, enseguida comienza una carrera de timador.
Su primer gran golpe empezó con el anuncio de que había puesto en marcha una fábrica de bicicletas. En una importante campaña publicitaria se pedía un adelanto de la mitad del precio para formalizar el pedido. Sus cientos de clientes ignoraban que no existían ni fábrica ni bicicletas. Esta fue la causa de su primera estancia en prisión. Nada más salir se inventó una identidad falsa para comprar un garaje y revenderlo inmediatamente sin haber pagado ni un céntimo al primer propietario.
Su vida era un continuo entrar y salir de la cárcel hasta que, en 1909, encuentra un filón: engatusar a mujeres solas. La primera fue madame Izoret, una viuda que había publicado un anuncio diciendo que estaba buscando compañía, y que luego le denunciaría tanto por incumplir sus promesas de matrimonio como por haberle robado la importante suma de 20.000 francos, lo que le valió una condena de tres años.
En 1914 vuelve a ser condenado por estafa, pero ante la certeza de que esta vez sería desterrado a alguna colonia penitenciaria, aprovechó el estallido de la guerra para escabullirse. Libre y en un ambiente de emergencia nacional, Landru emprendió un terrorífico camino de crímenes sistemáticos de mujeres solas.
Una gran coartada
Con el país volcado en la guerra y millones de hombres en el frente, Francia estaba llena de viudas en busca del consuelo y la protección de un marido, y Henri Désiré Landru no tenía más que lanzar el anzuelo en los anuncios por palabras utilizando alguna de las casi ochenta identidades falsas que creó a lo largo de su vida. Mientras mantenía la convivencia con su familia, se hacía pasar por refugiado de la zona ocupada por los alemanes.
No era especialmente atractivo, pero había desarrollado unas prodigiosas dotes de persuasión. Todo su trabajo consistía en convencer a sus víctimas para que, antes de la boda prometida, fuesen a instalarse con él. Las dos primeras se supone que fueron liquidadas en una localidad llamada Vernouillet, pero el más célebre de los escenarios de sus crímenes fue una coqueta casa que había alquilado en la localidad de Gambais, al oeste de París.
Landru publicaba un anuncio o respondía a aquellos que habían difundido mujeres que encajaban con sus intereses criminales. Establecido el contacto, ponía en marcha una representación bien rodada en la que se convertía en un devoto pretendiente cargado de promesas y atenciones, hasta que la víctima accedía a otorgarle poderes sobre sus bienes y aceptaba instalarse con él en Gambais.
El procedimiento funcionaba a la perfección, incluso para su familia auténtica, a la que había hecho creer que era un comerciante de muebles que pasaba muchos días recorriendo mercados. Entre 1915 y 1919, Landru logró reunir una fortuna con los bienes de sus novias, que, según sus propias anotaciones, ascendía a 35.642 francos. Se habituó a la impunidad. Y posiblemente se habría salido con la suya si no hubiera sido por la tenacidad de la hermana de una de sus víctimas, reforzada por una casualidad improbable.
El criminal, pillado
Landru cuidaba al máximo los detalles de sus fechorías, hasta el punto de llevar una anotación meticulosa de todas las fechas y nombres de las mujeres con las que había entrado en contacto y las transacciones que estas hacían a su favor. Aprovechaba las confidencias familiares para planear detalles y enviar mensajes o flores en fechas señaladas, incluso cuando ya las había asesinado, con el fin de simular que estas seguían con vida.
Pero esas argucias no podían funcionar siempre. A finales de 1918, harta de esperar sin éxito noticias durante más de un año, la hermana de Célestine Buisson fue a buscarla a Gambais. Como la casa estaba cerrada, acudió al ayuntamiento. El alcalde no podía ayudarla, porque Landru había facilitado un nombre que no se correspondía con el dado a Buisson, pero recordó haber recibido meses atrás una visita del padre de otra viuda que relató una historia similar.
Cuando acudió luego a la policía de París, Buisson reconoció a Landru entre las fotografías que le enseñaron como la persona de la que su hermana se había enamorado, el primer indicio claro que vinculaba al criminal con las desapariciones. Pero nada hubiera cambiado si no fuese porque, el 11 de abril de 1919, Landru fue a comprar un juego de café a una tienda de la calle Rivoli. La casualidad quiso que la hermana de Célestine Buisson lo reconociese allí.
La mujer avisó a la policía, que pudo saber la dirección parisina a la que Landru había pedido que le enviaran la compra. A los dos días se produjo la detención de este personaje, que durante los años de la guerra enamoró a 283 mujeres, viudas o solteras. A todas las que pudo las estafó, pero al menos a diez de ellas las asesinó, descuartizó y quemó, casi siempre en la casa solitaria de Gambais.
En los 26 días que duró el proceso, Landru jamás reconoció haber matado a ninguna de ellas. Contrató a Vincent de Moro-Giafferri, uno de los más afamados abogados de París (al que pagaría con el dinero de sus víctimas). A todos los interrogatorios, Landru respondía diciendo que no sabía dónde habían ido las desaparecidas o que, por galantería, no podía revelar las razones por las que ellas mismas habían decidido alejarse de su familia. “Sus pruebas, caballeros, ¿dónde están sus pruebas?”, incidía ante las acusaciones.
Un registro escrupuloso
En efecto, la policía no había podido localizar ni un solo cadáver, pero en los registros en la casa de Gambais se habían encontrado unos cien kilos de cenizas sospechosas, entre los que al menos figuraba un kilo de lo que los expertos determinaron que eran restos humanos, además de dos cuerdas, dos hachas, una sierra, un martillo, tres puñales, tijeras, tenazas y pinzas, elementos de sobra para entender qué había pasado allí.
Pero el elemento esencial era una cocina de carbón que, según todos los indicios, había sido utilizada para quemar los cuerpos de las víctimas. El fiscal, Godeffroy, concluyó que Landru estranguló, descuartizó e incineró en la cocina de carbón en Gambais a muchas mujeres, aunque solo diez de ellas pudieron ser identificadas. El criminal respondió que no era más que una “prueba circunstancial”.
La evidencia más clara que cimentó su condena, sin embargo, la llevaba él mismo en el bolsillo cuando fue detenido. Su famosa libreta negra, en la que estaban anotados todos los nombres de las mujeres desaparecidas, las fechas en las que se conocieron y lo que había obtenido de ellas. También figuraban las compras de materiales y objetos que necesitaba para hacerlas desaparecer.
Con esa información de su puño y letra, que él nunca desmintió, y lo que el jurado consideró muestras indudables que no podían corresponder a una sucesión permanente de casualidades, fue condenado a muerte. El veredicto se dictó el 30 de noviembre de 1921, y Henri Landru se mostró inmutable al escuchar la condena a morir en la guillotina.
El presidente de la República no le concedió ninguna medida de clemencia, y el día de su ejecución pidió como última voluntad poder lavarse los pies, pero le fue denegado por miedo a que tuviera preparada una treta para suicidarse. Se le ofreció un cigarrillo y lo rechazó diciendo sarcásticamente que “es malo para la salud”.
Al sacerdote, que le preguntaba si creía en Dios, también lo rechazó: “No podemos hacer esperar a estos señores con estas adivinanzas”. Finalmente, su abogado se despidió de él rogándole que le revelase si había o no asesinado a las desaparecidas, a lo que respondió: “Eso, caballero, me lo llevo conmigo”.
Este artículo se publicó en el número 626 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.