Fernando VII, de príncipe conspirador a rey “Deseado”

El retorno del Absolutismo

Pocos monarcas gozaron de tanta confianza previa por parte de sus súbditos, pero, tras la derrota de los ejércitos napoleónicos, Fernando VII se reveló pronto como un rey vengativo y sin escrúpulos

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Retrato de Fernando VII.

Terceros

Populista, déspota y manipulable, Fernando VII es el monarca más denostado de la historia de España. Marioneta de las camarillas que, siendo príncipe de Asturias, le utilizaron para contrarrestar la omnipotencia del valido Manuel Godoy y, ya como rey, se sirvieron de su maleabilidad para mantener los privilegios que les concedía la monarquía absoluta, su reinado tuvo como trágica consecuencia que España perdiera el tren de la historia.

Hijo de los entonces herederos de la Corona, Carlos y María Luisa, el futuro Fernando VII nació en El Escorial el 14 de octubre de 1784. Con doce años, su educación se confió al canónigo conservador Juan Escóiquiz, un personaje que sembró en el joven príncipe el odio contra Godoy y la convicción de que la voluntad de sus padres era que el valido usurpara su condición de heredero.

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Por entonces, la corte española era un hervidero de maquinaciones. El joven príncipe aprendió a desconfiar de todo y de todos en una España en la que, mientras algunos ilustrados apoyaban las reformas venidas desde la Francia revolucionaria, la nobleza y un amplio sector de la burguesía compartían con el pueblo llano el temor a unos principios que parecían desestabilizar el sistema vigente. Y fue este segmento conservador el que puso sus ojos en el príncipe Fernando como única alternativa válida a Godoy.

El príncipe conspirador

Fue Escóiquiz quien se ocupó de articular en torno al heredero una camarilla que convenció al príncipe de Asturias de su responsabilidad a la hora de regenerar la institución, y de que la única forma de hacerlo era neutralizar a Godoy. El canónigo contaba con una importante aliada, la princesa María Antonia de Nápoles, con quien el príncipe había contraído matrimonio en Barcelona en 1802.

Hermana de María Antonieta y furibunda enemiga de Napoleón y los principios revolucionarios, la princesa fue la cómplice idónea para convertir el gabinete de los príncipes de Asturias en la sede del llamado “partido fernandino”. Se trataba de un grupo heterogéneo con el único nexo en común del odio a Godoy que articuló una amplia red de propaganda contra los monarcas y su valido. Mientras, si las diferencias entre padres e hijo eran obvias, la evidencia de una conjura para derrocar al monarca en el otoño de 1807 fue la gota que colmó el vaso.

Retrato de la infanta napolitana María Antonia de Nápoles (1784-1806).

Retrato de María Antonia de Nápoles (1784-1806).

Dominio público

Un año antes había fallecido la princesa de Asturias entre rumores que aseguraban, sin pruebas, que había sido envenenada por orden de Godoy. El título de Alteza Serenísima al valido parecía confirmar las sospechas sobre la voluntad de Carlos IV de alterar el orden sucesorio. 

El partido fernandino convenció al príncipe de Asturias de que firmara un decreto, sin fecha, en el que se nombraba al duque del Infantado capitán general de Castilla y al conde de Montarco, presidente del Consejo. Devolvía también a Floridablanca, antiguo ministro con Carlos III y brevemente con Carlos IV, a la Secretaría de Estado.

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La evidencia de que su heredero planeaba la formación de un nuevo gobierno provocó que Carlos IV hiciera pública una declaración en la que aseguraba que “una mano desconocida le había revelado el más ignominioso e inaudito plan urdido contra Godoy”. 

Se obligó al heredero a permanecer recluido en sus habitaciones, mientras Escóiquiz, el duque del Infantado y el conde de Montarco eran desterrados. No obstante, tras el escándalo, el Consejo de Castilla proclamó la inocencia de los implicados en la conjura y todo pareció quedar en agua de borrajas.

El rey efímero

La situación sirvió para reforzar aún más la figura del príncipe de Asturias. Se generalizó la creencia de que todo había sido una estratagema del valido para desacreditar al heredero. Entre el 17 y el 19 de marzo de 1808, una nueva acción del partido fernandino consiguió una amplia aprobación popular y desembocó en el motín que acabó por llevarle al trono.

Cuando la familia real se encontraba en Aranjuez, una multitud se dirigió a la residencia de Godoy y la asaltó. La revuelta había sido preparada por el partido fernandino. Los amotinados lograron que Carlos IV desposeyera a Godoy de todos sus cargos y le encarcelara, y que abdicara en su hijo.

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Retrato de Godoy realizado por Francisco de Goya en 1801 y que se puede contemplar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando de Madrid.

Terceros

Fue entonces cuando Napoleón, con buena parte de sus tropas ya en suelo español camino de Portugal, intervino. Puso a Carlos IV bajo la protección del mariscal Murat y se atribuyó el papel de árbitro entre padre e hijo. Convocó a los reyes destronados, a Godoy y al nuevo monarca en Bayona. El Gran Corso sabía que era la única posibilidad de dotar de cierta legalidad la entronización de su hermano José.

La primera entrevista de Fernando VII con los reyes depuestos tuvo lugar el 2 de mayo de 1808 en presencia de Napoleón. Acabó por convertirse en una discusión sin acuerdo. Horas después se comunicó al rey que en Madrid se estaba librando una batalla campal entre el pueblo y las tropas francesas.

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Fernando VII dio su visto bueno a que la Junta Central, que gobernaba en su ausencia, asumiera todos los poderes y recomendó la convocatoria de Cortes para que se dispusiese la defensa del reino.

Pero los sucesos de Madrid también habían alertado al emperador, quien resolvió dar el golpe de gracia que legitimara la presencia de un Bonaparte en el trono español. Obligó a Fernando a reconocer como rey a su padre, a riesgo de ser juzgado en rebeldía, y entregó la Corona a Carlos IV, que la puso a disposición de Napoleón.

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José Bonaparte como rey de España, por François Gérard (c. 1808).

Terceros

A cambio, recibió del emperador una renta anual de 30 millones de reales. Este dispuso su estancia en el palacio de Compiègne, acompañados de Godoy. Mientras, Fernando VII quedó recluido en el castillo de Valençay.

Monarca exiliado

Pese a la propaganda que difundió en España la imagen de un Fernando VII prisionero, lo cierto es que en Valençay gozó de todo tipo de comodidades. El día transcurría entre paseos a caballo por el parque que rodeaba el castillo, cenas o conciertos junto a sus anfitriones.

Mantenía con sus captores una actitud servil y ambigua que cambió de signo cuando supo de la voluntad de Napoleón de abandonar el proyecto ibérico. La noticia le llegó en noviembre de 1813, a través de una nota del propio Bonaparte, en la que el emperador se limitaba a comunicarle que “las circunstancias actuales [la gran derrota en Rusia] me hacen desear acabar con los negocios de España”.

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Detalle de 'La familia de Carlos IV', de Goya.

Napoleón no tardó en autorizar que un miembro del séquito real retenido en Valençay viajara a la península a entrevistarse con la Junta a fin de establecer los términos en los que Fernando VII debía regresar.

El elegido fue Escóiquiz, quien actuó como interlocutor. El 25 de septiembre de 1808 se había constituido en Aranjuez la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, presidida por el conde de Floridablanca.

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Juramento de las Cortes de Cádiz en la Iglesia mayor parroquial de San Fernando, obra de José Casado del Alisal.

Terceros

De la discusión de los poderes que esta junta debía asumir nació una auténtica revolución ideológica, que se concretó en las Cortes de Cádiz. Se trataba de una propuesta legislativa, la Constitución de 1812, que, sin renunciar a la tradición histórica, vestiría al reino con ropajes acordes a los nuevos tiempos.

Esta normativa jurídica especificaba que la soberanía residía en la Nación (el pueblo), un detalle que sería ignorado por Fernando VII. El 11 de diciembre de 1813, Fernando VII firmó el Tratado de Valençay, por el que se acordaba el armisticio entre Francia y España, se disponía la evacuación de las tropas francesas, se organizaba la retirada del ejército británico y se le reconocía como rey de España.

El rey absoluto

La España con la que se reencontró Fernando VII a su regreso de Valençay estaba muy alejada de la que había dejado en 1808. La contienda había propiciado el distanciamiento de las colonias y había dado lugar al mito de una nación rebelde y heroica. Paralelamente, la guerra había consolidado otra leyenda: la del rey “Deseado”.

La mayoría de diputados ilustrados confiaban en que el monarca confirmaría la Constitución. De ahí que urgieran a Fernando VII para que, lo antes posible, llegara a Madrid. Con su presencia en la capital, legitimaría al nuevo estado. Sin embargo, tanto el rey como su camarilla optaron por entretener su regreso a la corte.

En 1814, Fernando VII firmó un decreto por el que se declaraban abolidas todas las reformas aprobadas por las Cortes de Cádiz

Tras detenerse en Gerona y Zaragoza, decidió acudir a Valencia, donde fue recibido con entusiasmo. Instalado el rey en Puzol, el cardenal Luis María de Borbón, presidente del Consejo de Regencia, se presentó ante él instándole a jurar la Constitución. Llevaba órdenes de la Junta de no acatar su autoridad antes de que hubiera firmado la carta magna, pero Fernando VII le obligó a rendirle pleitesía sin condiciones previas.

La clausura definitiva llegaría pocos días después, cuando un grupo de diputados absolutistas, con el general Francisco Javier de Elío a la cabeza, le presentó el conocido como Manifiesto de los Persas, en el que solicitaban al rey la restauración del sistema absolutista y la derogación de la Constitución.

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Entrada de Fernando VII en Valencia en 1814, por Fernando Brambila.

Terceros

Pocos días después, el rey entró en Madrid. Lo hizo acompañado de una nutrida tropa. Una multitud enfervorecida le recibió entre vítores y aplausos. El 14 de mayo de 1814, Fernando VII firmó un decreto por el que se declaraban abolidas todas las reformas aprobadas por las Cortes de Cádiz, incluida la Constitución.

Desde ese momento se inició un régimen del terror, dirigido desde palacio por la camarilla que consiguió hacerse con la voluntad real. Un grupo pintoresco en el que alternaban aristócratas y menestrales, militares y clérigos, unidos en la misión de perseguir a los liberales, que se exiliaron en su mayoría.

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España perdió la fuerza militar que le había concedido voz en el concierto político europeo. La deuda exterior llegó a niveles imposibles de asumir, mientras se menospreciaba la efervescencia revolucionaria de las colonias americanas.

Con la Constitución de 1812 como estandarte, el abismo entre liberales y conservadores se hizo cada vez mayor. En Francia y, sobre todo, en Inglaterra, los exiliados liberales se unieron para acabar con el régimen absoluto. Conjuras y pronunciamientos se sucedían en progresión matemática.

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Fusilamiento del teniente general Luis Lacy y Gautier.

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El primero con entidad suficiente como para poner en peligro la monarquía fue el alzamiento del general Juan Díaz Porlier en La Coruña en 1815. Le siguió otro, dos años después, del general Luis de Lacy en Barcelona. El resultado en ambos casos fue el fracaso y la ejecución de sus cabecillas y de algunos de sus seguidores. Les sucedieron pequeños levantamientos, intrigas y conspiraciones de salón descabalados por la falta de coordinación, medios y apoyo popular.

Los sectores más humildes, muy influenciados por el clero, apoyaban decididamente al rey. Solo un pronunciamiento consiguió alcanzar el éxito deseado: el que acaudilló el general Rafael del Riego en enero de 1820. La victoria fue efímera, pero sirvió para demostrar a los constitucionalistas que no todo estaba perdido, y que una España liberal que dejara atrás el Antiguo Régimen todavía era posible. 

Este artículo se publicó en el número 586 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

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