Enero de 1942. Ha pasado medio año desde el domingo 22 de junio de 1941, pero parece que hayan transcurrido océanos de tiempo. Aquel día, a las 3,15 horas de la madrugada, se inició la operación Barbarroja: la invasión nazi de la Unión Soviética. Medio año después, Adolf Hitler se rinde a la evidencia. La victoria no llegará en una campaña relámpago, como hizo creer a la Wehrmacht, que partió hacia el este sin ropa de abrigo, convencida de que antes del invierno se habría acabado la campaña.
Los alemanes iban a vivir el mismo fracaso que el rey Carlos XII de Suecia en 1708 y que Napoleón en 1812, cuando cometieron el desatino de invadir Rusia. Como en los siglos XVIII y XIX, las distancias seguían siendo enormes y dificultaban las líneas de abastecimiento de cualquier fuerza invasora, que tendría que enfrentarse además a una feroz resistencia y al general invierno. Pese a todo, los nazis y sus aliados irrumpieron en la URSS con todas las armas a su alcance. Incluida una poco convencional… Los preservativos.
Antes de seguir hay que pedir perdón. El cronista no es Timur Vermes, capaz de fabular con ternura sobre el surrealista regreso de Hitler al mundo actual, como hace en su novela Ha vuelto (Seix Barral). Ni todo el talento de Vermes unido al de John Boyne, autor de El niño con el pijama de rayas (Salamandra), permitiría explicar con gracia este episodio. No podrían hacerlo ni siquiera Roberto Benigni y Vincenzo Cerami, guionistas de la oscarizada La vida es bella (el texto está publicado por Mondadori).
Nadie podría arrancar una sonrisa con esta tragedia apocalíptica. Nunca sabremos cuántos ciudadanos soviéticos perecieron en la guerra. Pero su tributo de sangre fue inmenso. Antes de la caída del comunismo había cierto consenso en torno a unos veinte millones de víctimas. Algunos historiadores hablan hoy de 30 millones. Otros, como Richard Overy, rebajan la cifra a 27 millones en obras como Dictadores: la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin (Tusquets).
Treinta, veinte millones, ¿qué más da? Tratad de imaginar cien rostros diferentes, cien familias, cien nombres, cien apellidos. Y ahora multiplicad el resultado por diez, por mil… Esa legión de víctimas, con historias únicas e irrepetibles, sigue estando a años luz de la dimensión real de la catástrofe. Si la Primera y la Segunda Guerra Mundial inauguraron las matanzas industriales, la operación Barbarroja consagró una nueva forma de ver al enemigo. Los eslavos, decía Hitler, eran untermenschen. Subhumanos.
La invasión de la URSS no tendría nada que ver con la de Francia, donde ya ondeaba la esvástica. El Führer no concedía valor alguno a la vida de los soviéticos. Daba igual que fueran soldados o civiles. Fue una brutalidad salvaje y despiadada sólo comparable al Holocausto. Y, además de eso, un tremendo error de cálculo. Por increíble que hoy parezca, en algunos territorios soviéticos se recibió a los alemanes como a auténticos libertadores, y no como a conquistadores. Así ocurrió, por ejemplo, en zonas de Ucrania.
Los ucranianos aplicaron el dicho de “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Su país había sufrido mucho bajo el yugo bolchevique. La historiadora Catherine Merridale explica en La guerra de los ivanes (Debate) que “la hambruna de los años treinta, provocada por las estrategias comunistas, causó en Ucrania unos siete millones de muertes”. Por si fuera poco, los comisarios de Stalin asesinaron a al menos 10.000 presos políticos cuando el avance nazi les obligó a retirarse hacia el interior de la URSS.
Hubo ucranianos que sopesaron la idea de colaborar con los nazis porque inicialmente creyeron, como los polacos con Napoleón, que recobrarían la independencia si la Unión Soviética era derrotada. No tardaron en descubrir que habían salido de las brasas para caer en el fuego. La crueldad de los alemanes les demostró que el perro había cambiado de collar, pero seguía siendo un perro. Hitler no quería nada bueno para Ucrania, sino su vaciado y germanización, como la de todo el este de Europa.
“Es inconcebible que el elevado pueblo alemán lleve una dolorosa existencia en unas tierras angostas, mientras que masas amorfas que nada pueden aportar a la civilización ocupan extensiones infinitas de una de las regiones más ricas del mundo”, explicaba Hitler a los comensales con los que compartía manteles en la Wolfsschanze o Guarida del Lobo, como cuenta H.R. Trevor-Roper en Hitler’s Table Talk (Oxford University Press). La expresión masas amorfas, recordémoslo, se refería a seres humanos.
El Führer creía que los alemanes tenían que hacer lo mismo que los estadounidenses en el Oeste: “Exterminar a los nativos y apropiarse de sus tierras”. Sólo había un problema: los ucranianos no eran pieles rojas. De hecho, muchos eran rubios y con los ojos azules, de aspecto más ario que el propio Hitler. Y tampoco podían desaparecer de la noche a la mañana. Erns Erich Haerter, un gerifalte nazi, decía: “No necesitamos doctores ni ingenieros ucranianos, sino ganaderos y agricultores ucranianos”.
En julio de 1942, Hitler intentó insuflar nuevos bríos a la campaña y se instaló en el cuartel general de Vínnytsia, en Ucrania, donde permaneció hasta octubre. Martin Bormann, uno de sus colaboradores más cercanos, descubrió horrorizado que los granjeros de los alrededores y sus hijos no parecían infrahumanos. Y no sólo eso. A pesar de la guerra y de sus aciagas condiciones de vida, “podrían confundirse con niños alemanes”. Bormann decidió entonces que había que convencer a su jefe para hacer algo.
La entrega de preservativos nazis es un episodio poco conocido de aquellos meses. El estudioso británico Laurence Rees explica en Una guerra de exterminio (Crítica) por qué el dictador alemán aceptó la propuesta de su hombre de confianza. Esta sí fue una guerra relámpago, un sainete grotesco y oscurecido por lo que pasó antes, durante y después. Al Führer no le importaba la salud en general de la población ocupada. Tampoco su salud sexual, pero sí su capacidad para “reproducirse como sabandijas”.
“Tras tratarlo con Martin Bormann, y no obstante su deseo de negar a los ucranianos toda otra ayuda médica, el Führer aceptó la idea de animar a la población local a emplear los anticonceptivos que les proporcionaban los nazis”, añade el profesor Rees. Pero para entonces la administración alemana ya se estaba desmoronando y las noticias que llegaban del frente eran cada vez más preocupantes. Los soviéticos se habían rehecho de la debacle inicial y pronto comenzarían a darle la vuelta a la tortilla.
Hubo funcionarios que se negaron a acatar las directrices sobre los preservativos. Incrédulos, no creían que las órdenes procedieran del propio cuartel general. Y mucho menos de alguien capaz de enviar a las cámaras de gas a millones de seres humanos, pero muy pudoroso en público en lo tocante al sexo. Joachim Fest, autor de El hundimiento: Hitler y el final del Tercer Reich (Galaxia Gutenberg), destaca la sorpresa de sus acólitos en el búnker de Berlín el día que le vieron besar a Eva Braun.
La administración de la Ucrania bajo la bota nazi era kafkiana. El ministro de los Territorios Orientales, Alfred Rosenberg, se veía boicoteado por un presunto subalterno, el intocable Erich Koch, comisario del Reich de los territorios ucranianos y amigo de Hitler desde antes de su ascenso al poder. Su lucha de egos y los palos en las ruedas que se interpusieron mutuamente impidieron que las políticas anticonceptivas que se intentaron poner en marcha en Ucrania fueran algo más que un brindis al sol.
Desgraciadamente había una forma más efectiva de frenar la demografía: el asesinato a gran escala. La sangre regó la ciudad Vínnytsia, escenario de atrocidades sin parangón. Aunque hubo ucranianos y rusos que combatieron al lado de los alemanes como hiwis (de hilfswillige, ayudante voluntario), las barbaries de los invasores disuadieron a otros muchos. Hitler, obcecado hasta el final en sus delirios racistas, rebautizó a las unidades eslavas para eludir el hecho de que eran untermenschen. Las llamó unidades cosacas.
Muchos hiwis fueron reclutados en campos de prisioneros y reconvertidos en centinelas o carceleros. Otros vistieron con gusto el uniforme alemán. El trato que recibieron fue terrible. Y su lealtad no siempre agradecida, como explica el superventas Antony Beevor. Poco antes de la rendición alemana, un suboficial preguntó: “¿Qué hacemos con nuestros ocho hiwis? ¿Los matamos?”. No, no lo hicieron, “pero es fácil imaginar su suerte cuando cayeron en manos del Ejército Rojo”, dice Beevor.
Vínnytsia sufrió ejecuciones en masa hasta ser declarada judenrein, limpia de judíos. Esa maldad se refleja también en la redefinición de los ucranianos como cosacos para ser racialmente aceptables y en la incomodidad nazi por el nacimiento de bebés de aspecto ario en la ciudad que albergó su cuartel general en Ucrania. Hitler tendría pronto preocupaciones más acuciantes. Fracasada la operación Barbarroja, el Führer marcó en el mapa un punto lejano. Señalaba la tumba de la Wehrmacht: Stalingrado.