Cuando Vincent van Gogh descendió del tren aquel 20 de mayo de 1890, pisó la tierra bajo la que iba a ser enterrado. Llegó a Auvers-sur-Oise, una villa a 35 km de París, buscando un alivio para sus crisis mentales. Durante casi dos meses parece que lo encontró. Fue uno de los períodos más fecundos de su vida: 72 pinturas, 33 dibujos y un grabado salieron de su revolucionaria imaginación, muchos de ellos vistas de aquel pueblo pintoresco. Sin embargo, los demonios regresaron y vencieron el combate definitivo. El 27 de julio, un domingo por la tarde, el artista salió a los campos y se disparó en el pecho. Moría dos días después.
Vincent no dejó nota de suicidio. El único legado de sus setenta últimos días fueron sus famosísimas cartas, en ninguna de las cuales habla de quitarse la vida, y sus obras. No esperen encontrar un vía crucis pictórico. En sus coloristas paisajes no hay rastro de un suicida en potencia.
El único cuadro que se ha querido ver como una especie de señal es Cuervos sobre los campos de trigo, donde las aves serían las mensajeras del negro destino. Según la creencia popular, este es el último lienzo de Van Gogh. Falso: fue un dato que Vincente Minelli se inventó en 1956 para la película El loco del pelo rojo. Los especialistas pueden asegurar que esta no es su obra póstuma, pues hay constancia de otras posteriores, pero la falta de documentación acerca de los días previos al suicidio impide identificar en qué cuadro se detuvo para siempre el pincel de Vincent.
Por qué Auvers
Cuando Vincent van Gogh (1853-90) llegó a Auvers tenía 37 años, pero solo llevaba diez dedicado plenamente a la pintura y cuatro desde que puso un pie en París e inauguró su estilo hoy mundialmente conocido, el de dibujar con color. Este hijo de un pastor protestante había probado antes fortuna como empleado de un tío suyo, marchante de arte, y en una librería. Después su vocación viró de una manera casi obsesiva hacia la religión y, aunque nunca se ordenó, pasó un tiempo predicando entre los mineros belgas.
Además de su pasión por el arte, Van Gogh tuvo otro compañero de viaje: sus crisis mentales. La psiquiatría forense ha vuelto del derecho y del revés las más de 800 cartas que escribió el artista para identificar la dolencia. Las principales sospechosas son una neuropatía en el oído interno y una depresión maníaca. Como agravantes pudieron actuar la sífilis y un excesivo consumo de absenta.
Cualquiera que fuera la enfermedad, le asestó la puntilla al artista en las vísperas de la Navidad de 1888, en Arles, en la Provenza: tras una trifulca con su amigo y también pintor Paul Gauguin, se cortó la oreja izquierda. Accedió a ser internado en el cercano sanatorio de Saint-Rémy, pero pidió que se le diera el alta en mayo de 1890 porque creía que la convivencia con los otros enfermos agravaba su estado. Partió hacia París, a casa de Theo, aunque solo estuvo allí tres días: el ruido y el ajetreo urbano se incrustaban en su cerebro. La campiña de Auvers se le antojaba un paraíso.
La idea de instalarse en Auvers se la sugirió a los Van Gogh el pintor Camille Pissarro, que conocía allí a un médico homeópata que simpatizaba con la nueva generación de artistas y que estaría encantado de vigilar de cerca a Vincent. El nombre de aquel facultativo ha pasado a la historia: Paul Gachet. Su retrato pintado por Vincent fue vendido en 1990 a un empresario japonés por 82,5 millones de dólares, una cifra ni remotamente alcanzada antes por un cuadro y que se mantendría imbatida durante 14 años. Desde que desembarcó en Japón, nadie ha vuelto a ver esta obra.
A partir de mediados del siglo XIX, con la llegada del ferrocarril desde París, los paisajes de Auvers habían servido de modelo a un sinfín de artistas llegados de la capital. Antes que Van Gogh, por allí plantaron sus caballetes Pissarro, Cézanne, Corot, Morisot o Daubigny. La cercanía a la gran urbe aún no había borrado por completo el rusticismo de la villa, que contaba por entonces con 2.000 habitantes, un millar más en verano, dedicados básicamente a la agricultura.
Vincent se enamoró de lo que llamó “nidos humanos”, las chozas de techo vegetal condenadas a la extinción: dada su alta inflamabilidad, el gobierno había prohibido la reparación de las existentes y la construcción de nuevas.
Van Gogh se instaló en un pequeño cuarto en el ático de la pensión Ravoux, delante del ayuntamiento. Su ritmo de trabajo no podía ser más vivo, a las cinco de la mañana ya estaba en pie y salía a pintar por las calles o los campos. Theo y su esposa le visitaron en una ocasión. Él les devolvió la cortesía y se desplazó un día a París. Se carteó con su hermano, con su madre y su hermana, que residían en Holanda, y con Gauguin.
La magia de Auvers dejó de surtir efecto y volvieron los demonios a la mente del pintor
Sin embargo, la magia de Auvers dejó de surtir efecto. Volvieron los demonios a la mente del pintor. ¿Por qué? Algunos han especulado con que tal vez al pintor no le sentó bien el anuncio de Theo de que iba a pasar sus vacaciones en Holanda, y no en Auvers.
Cliché por cliché
La verdad sobre qué le empujó al suicidio nunca se sabrá. Lo cierto es que aquella tarde de domingo tomó la pistola del propietario de su pensión, se fue hacia la parte posterior del castillo de Léry y se disparó en el pecho. Después regresó a la pensión y subió a su habitación sin avisar a nadie. El posadero le encontró allí postrado, llamó al médico, pero nada se podía hacer.
El doctor Gachet le dibujó mientras agonizaba, quizá el único bálsamo que se le ocurrió. Al día siguiente al mediodía llegó Theo. En la madrugada del lunes al martes Vincent murió. El miércoles fue enterrado en el cementerio de Auvers, sin servicio religioso previo, pues el sacerdote católico consideró que no era apropiado en el caso de un suicida.
La fortuna de la obra de Van Gogh crecería exponencialmente con el paso de los años. Sin embargo, sus creaciones parecían ligadas a su locura. No fue hasta los años ochenta del siglo pasado cuando los estudiosos derribaron el mito: sus cuadros no eran fruto de sus desvaríos mentales (de hecho, en más de una ocasión escribió que no podía pintar durante sus crisis), sino de una revolucionaria sensibilidad.
Entonces fue cuando de verdad estalló la “vangoghmanía” y se inició el frenesí de precios astronómicos. De alguna manera, el artista se había desembarazado de un cliché (el pintor loco) y había caído en otro (el pintor que vale mucho, mucho dinero).
Este artículo se publicó en el número 474 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.