¿Cómo pasó Alfonso XII del exilio al trono?

Monarquía

Mientras en la España de la Primera República se sucedían los desastres, en el exilio varios personajes diseñaban un plan para convertir a Alfonso de Borbón en un rey constitucional

Vertical

Retrato del rey Alfonso XII.

Dominio público

Alfonso, el único hijo varón de Isabel II y por tanto su heredero, convertido en rey a los diecisiete años, tuvo una infancia compleja y difícil, por lo menos en parte. El período entre su nacimiento en 1857 y su proclamación como monarca en 1874 se divide entre los casi once años vividos sin demasiados problemas en el Palacio Real de Madrid y una segunda etapa de seis, pasada en el destierro, al lado de una reina destronada, con dificultades de todo tipo.

De su infancia en Madrid recordaría a muchos de los que le acompañaron en aquellos años. En primer lugar, su madre y el rey consorte, Francisco de Asís, que ocupaban habitaciones muy separadas y que casi nunca hablaban entre ellos. En segundo lugar, sus hermanas, Isabel, Pilar, Paz y Eulalia.

También sus primeros maestros y la figura omnipresente del confesor de su madre, Antonio María Claret . Pero destaca, por encima de cualquier otro nombre, el de José Osorio y de Silva, marqués de Alcañices. Noble poseedor de una inmensa fortuna, Alcañices actuaría como un padre en la sombra y tendría un papel crucial en la ardua empresa de la restauración borbónica.

“El trono por la ventana”

El espíritu militar del joven se manifestó muy pronto, a pesar de que su cuerpo no era muy resistente y las enfermedades le asaltaban a menudo. Es posible que su entusiasmo por el Ejército se fortaleciera cuando presenció la llegada victoriosa del general Prim después de la guerra de África .

Vertical

El futuro Alfonso XII con su mentor, el marqués de Alcañices.

Dominio público

Dos generales de fuerte carácter, O’Donnell y Narváez , responsables del gobierno en muchas fases del reinado de Isabel II, entraban y salían de palacio ante los ojos admirados del príncipe.

Testigo de la desaparición de ambos con pocos meses de diferencia en la primera mitad de 1868, seguramente tuvo conciencia entonces de la difícil situación de su madre, que había entregado el gobierno al adulador pero inepto González Brabo y que se encontró de pronto, por culpa de este, con la oposición de gran parte del Ejército y la falta, cada vez más evidente, del apoyo popular.

Al conocer el designio de la reina, Alcañices no pudo reprimir el siguiente comentario: “Vuestra majestad ha echado el trono por la ventana”. Alfonso, que aún no había cumplido los once años, pero que era perspicaz, es posible que ya intuyera la tormenta que se avecinaba.

Vertical

Retrato de Ramón María Narváez, primer duque de Valencia.

Dominio público

Era el mes de agosto de aquel año 1868 y la familia real se había trasladado a Lekeitio para los acostumbrados baños de mar. Fue entonces cuando los generales Serrano y Dulce volvieron furtivamente de Canarias –donde habían sido confinados poco tiempo antes– y cuando el general Prim regresó a España desde Inglaterra.

El pronunciamiento estaba en marcha. Los conspiradores se reunieron en Cádiz, y allí Serrano preparó las tropas destinadas a conquistar la capital, ya predispuesta desde mucho atrás en contra de Isabel II y su gobierno.

El choque militar determinante tuvo lugar, en realidad, en las inmediaciones del puente de Alcolea, cerca de Córdoba. Derrotadas las tropas reales, Serrano avanzó hacia Madrid sin resistencia. Dos días después, un gobierno provisional proclamaba la caída de la monarquía.

Faltos de comodidades e influencias en Pau, decidieron trasladarse a París

La Revolución de 1868, llamada la Gloriosa, determinó el inmediato destierro de la familia real. El 30 de septiembre, todos tuvieron que salir apresuradamente de San Sebastián y emprendieron en tren el viaje a Francia. El exilio de Alfonso duraría seis años.

En Biarritz les esperaban sus amigos, el emperador Napoleón III y la emperatriz Eugenia, de origen español. Ella les recomendó, como primera residencia provisional, un vetusto castillo situado en Pau, a pocos kilómetros de la frontera española.

Pocas semanas después, faltos de comodidades, de dinero y de influencias sociales en aquel rincón cargado de historia, pero entonces mal comunicado con el resto del mundo, decidieron trasladarse a París.

Allí encontrarían por lo menos la compañía de familiares (la reina María Cristina, madre de Isabel II, con su segundo esposo y sus numerosos hijos) y el apoyo de amigos poderosos, capaces de solucionar sus problemas económicos. En especial, el marqués de Alcañices.

Vertical

Retrato del príncipe Alfonso hacia 1870.

Dominio público

Los exiliados se fueron a vivir a un palacete de la avenida Roi de Rome, adquirido a un magnate ruso llamado Basilewski. Era una gran casa de tres plantas, con un magnífico atrio y una escalinata doble de mármol que le daba casi un aspecto regio. Se convirtió en la definitiva residencia parisiense de los exiliados españoles y recibió, en honor de la nueva propietaria, el nombre de Palacio de Castilla.

El rey consorte, que llevaba muchos años distanciado de su esposa, tolerando sus infidelidades, puso fin a una ya larga y obligada mentira. Se fue a vivir con su inseparable amigo Antonio Meneses a un piso cercano al Bois de Boulogne, dando pábulo a los rumores que existían sobre su homosexualidad.

Por su parte, el nuevo amante de Isabel, Carlos Marfori, no tardó en frecuentar el palacete, a pesar de la manifiesta hostilidad de los jóvenes, especialmente del príncipe.

Una sólida formación

Alfonso, de solo once años, hablaba ya francés y demostró en su colegio parisino una memoria poco corriente y una gran facilidad para los idiomas. Un año más tarde, en febrero de 1870, viajó a Roma, donde el papa Pío IX reconoció sus derechos como heredero de la Corona española.

Vertical

La madre de Alfonso, la reina Isabel II.

Dominio público

Su madre, influida por Cánovas del Castillo y otros monárquicos españoles que defendían la causa borbónica pero no la persona de la reina, abdicó en él pocos meses más tarde en una ceremonia en el Palacio de Castilla. Su reinado no había dejado un buen recuerdo, pero su hijo era un joven sin pasado, con un presente limpio.

En 1870 estalló la guerra franco-prusiana, que tendría un final funesto para Napoleón III. El golpe de Estado en París después de la derrota y el brusco cambio político obligaron a la familia española a dejar la capital francesa, sumida en un caos.

Se trasladaron a Ginebra y vivieron casi un año en un hotel de aquella ciudad. Volvieron a un París más apaciguado en agosto de 1871, ahora capital de la Tercera República. La vida social no era la misma, con el palacio de las Tullerías cerrado, los reyes de Francia en el exilio y muchos de sus antiguos amigos en situación precaria.

El marqués de Alcañices, sin embargo, no había perdido su dinero ni su influencia, y pudo seguir ayudando y aconsejando a Alfonso. Tampoco Cánovas, desde España, había dejado de preocuparse por la suerte de la familia real.

Vertical

Alfonso XII en Alemania en el año 1884.

Dominio público

Y todos ellos pensaron entonces que Alfonso, que iba a cumplir catorce años, debía seguir sus estudios en otro lugar, ya no en territorio francés, sino en el Imperio austrohúngaro, a ser posible. Con ello aprendería la lengua alemana y viviría en un estado monárquico y católico, no republicano y laico como Francia.

El príncipe ingresó en el Theresianum de Viena en 1872 y permaneció allí casi tres años, cuando ya había cumplido los dieciséis y parecía llegado el momento de dar por terminados sus estudios humanísticos. Comenzaría entonces la preparación militar.

El príncipe, siguiendo los deseos de su mentor Cánovas, debía aprender inglés y familiarizarse con la democrática sociedad británica. Por ello fue enviado a la Academia Militar de Sandhurst, en el Reino Unido. Ingresó allí en octubre de 1874 y un mes más tarde, el 28 de noviembre, cumplía los diecisiete años. La situación en su patria había cambiado y sus posibilidades de reinar ya eran considerables.

En vista de tantas dificultades, muchos en España deseaban la restauración monárquica

Durante los seis años y tres meses que duró el exilio de Isabel II y de sus hijos, España había vivido experiencias políticas dispares, todas cortas y desafortunadas: un gobierno provisional, una regencia (Serrano), una monarquía extranjera sin raíces ni simpatías en la sociedad española (Amadeo de Saboya), una brusca e imprevista abdicación, una improvisada y efímera república (cuatro presidentes en menos de un año), un golpe de Estado (Pavía) y un gobierno militar dudosamente constitucional (otra vez Serrano).

Se habían producido en este breve lapso de tiempo una guerra civil, desencadenada por los carlistas en el norte, una sublevación de los nacionalistas cubanos en ultramar y levantamientos cantonalistas en Cartagena y otras ciudades.

En vista de tantas dificultades y fracasos, muchos deseaban la restauración monárquica, no en la figura de Isabel II, sino de su heredero. De hecho, solo un año después de la Gloriosa, el clima en España ya era favorable a los Borbones.

La burguesía periférica, especialmente la vasca y la catalana, confiaba en una política económica más moderna y liberal, aunque proteccionista en la industria textil. Se pedía también un mayor control del movimiento obrero. La España rural y la burocracia urbana reclamaban estabilidad.

Horizontal

El gobierno provisional en 1869, durante el exilio del futuro Alfonso XII.

Dominio público

Los católicos estaban divididos. Los partidarios de un catolicismo tradicional apoyaban al pretendiente carlista, pero otros muchos, inspirados por el papa Pío IX, preferían un monarca católico que se abstuviera de excesos y arbitrariedades, y del peligroso rechazo a la modernidad de los carlistas.

Estas vagas aspiraciones de sectores muy importantes de la sociedad española no habrían podido concretarse si un personaje inteligente, tenaz, culto e influyente no hubiese asumido la tarea de llevarlas a buen puerto, el malagueño Cánovas del Castillo.

El historiador y político quiso hacer del príncipe de Asturias un rey moderado y conciliador. Pero, para convertirse en la cabeza de aquel movimiento, Cánovas necesitaba la autorización de la antigua reina. Isabel II le concedió aquellos poderes solo después de muchas discusiones y de que Cánovas amenazara con abandonar la causa.

Las circunstancias permitieron que el político malagueño, en los últimos meses de su gestión, consiguiera formar en España una sólida opinión pública muy favorable a Alfonso.

Vertical

Isabel II en el exilio.

Dominio público

Fue Cánovas el inspirador de la carta enviada por el príncipe a un conjunto de partidarios, carta que se recuerda como el Manifiesto de Sandhurst. Es una hábil exposición del programa de gobierno prometido por Alfonso XII. De él se deduce que será el próximo rey, punto de enlace entre tendencias políticas distintas pero no excluyentes, con las únicas excepciones del carlismo y del anarquismo, que quedan al margen de la ley.

Alfonso será, en definitiva, un ejemplo de monarquía constitucional a la inglesa (“rey que reina, pero que no gobierna”), con una constitución respetada por todos los ciudadanos y, desde luego, por el propio monarca.

Cánovas pretendía restaurar la monarquía por caminos pacíficos y democráticos. Pero la tradición de los pronunciamientos militares estaba aún viva en el país. Y un general en activo, Arsenio Martínez Campos, se levantó militarmente cerca de Sagunto el 29 de diciembre de 1874, proclamando rey a Alfonso XII.

Si este alzamiento hubiese sido considerado por la mayoría de españoles como un acto sedicioso, la causa del príncipe Alfonso habría quedado definitivamente perdida. Lo cierto es que el gobierno de Serrano contaba entonces con pocos partidarios y el pronunciamiento triunfó. Cánovas pasó a la presidencia del gobierno.

Vertical

Cánovas del Castillo fue el principal impulsor de la restauración borbónica y la llegada de Alfonso al trono.

Dominio público

El príncipe llegó a París desde Londres al día siguiente, el 30 de diciembre. En el Palacio de Castilla ya conocían la noticia. Se acababa de recibir un telegrama que la confirmaba, aunque la presentaba como el simple resultado de un pronunciamiento militar. “Vuestra Majestad ha sido proclamado rey ayer por la noche por el Ejército español. ¡Viva el Rey!”.

Alfonso, sin perder la calma, manifestó su propósito de pasar rápidamente a España para asumir su nueva responsabilidad. El 6 de enero partió de París en tren hacia Marsella, y en este puerto tomó un barco para dirigirse a Barcelona, donde hizo su entrada como rey de España.

Pocos días después, también en barco, se trasladó a Valencia, y de allí, en tren, a Madrid, adonde llegó el 14 de enero y por donde paseó entre aplausos montado en un magnífico caballo blanco desde la basílica de Atocha hasta el Palacio Real.

Acababa de iniciarse con brillantez el reinado de Alfonso XII. Un reinado que entonces se anunciaba –pero que no lo sería– largo y prometedor.

Este artículo se publicó en el número 455 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...