Historia de 57 piernas en Vietnam
Guerra y barbarie
Para los marines sólo había una cosa peor que una bala del Vietcong: una trampa explosiva
Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre la hiperbólica cantidad de toneladas y toneladas de bombas que Estados Unidos arrojó sobre montes, arrozales y junglas en el sudeste asiático durante la segunda guerra de Vietnam, entre 1955 y 1975. La primera guerra de Vietnam se inició una década antes, entre 1946 y 1954, cuando Francia asumió el papel de martillo y potencia contra el comunismo. Muchas de sus bombas, como las de EE.UU. cuando le tomó el relevo en la región, no explosionaron.
No explosionaron inicialmente, queremos decir. “En la guerra, como en la matanza del cerdo, se aprovecha todo”, explicaba el italiano Curzio Malaparte, escritor y cronista de la Segunda Guerra Mundial. Los Charlies recuperaban los artefactos que, por una causa u otra, no detonaron. Guerrilleros, soldados del Vietcong y simples aldeanos que comulgaban con su causa se convirtieron en redomados artistas de un reciclaje muy especial. El de la puesta a punto de explosivos defectuosos o sustraídos al invasor.
Bombas estadounidenses segaron vidas estadounidenses. Y piernas, muchas piernas: casi una al día durante dos meses en según qué unidades. Otros Johnnies también sufrieron mutilaciones, como los australianos o los neozelandeses, cuyo papel en la tormenta de fuego de Indochina no es muy conocido, ni siquiera en sus propios países. Vietnam Vanguard (Anu Press), coescrito por 27 autores, rememora el infierno que vivió, entre otros, el 5.º batallón del Real Regimiento de Infantería de Australia.
Esta fuerza expedicionaria, la más importante desplegada por Australia desde la Segunda Guerra Mundial, estuvo acantonada al sur del país, en la inmensa base militar de Nui Dat, en Phuoc Tuy (que ahora forma parte de provincia de Bà Rịa-Vũng Tàu). Los exsoldados contactados por los investigadores de Vietnam Vanguard recuerdan todavía con pavor sus patrullas y misiones de reconocimiento, “cuando podías pisar un cable o un muelle que, en el mejor de los casos, te dejaría lisiado de por vida”.
Vietnam, del tamaño de California, vivió un infierno de 30 años en el que murieron entre dos y tres millones de personas, según voces tan autorizadas como la del británico Max Hastings, autor de la monumental La guerra de Vietnam: una tragedia épica, 1945-1975 (Crítica). Los historiadores Mark Bradley y Robert Fallabella coinciden con él y recuerdan que la tragedia no sacudió por igual a todas las partes. Se calcula que por cada baja estadounidense murieron al menos 40 vietnamitas.
¿Cómo pudo un país tan pequeño imponerse a la mayor superpotencia militar? La guerra psicológica tuvo un papel capital en un bando y otro. Pero con una gran diferencia: el Vietcong (o VC, que en el alfabeto fonético militar se pronuncia como Victor-Charlie, de ahí el apodo con el que los estadounidenses bautizaron al enemigo) luchaba en su país y sabía por qué. Sin embargo, la mayoría de los Johnnies, el antónimo de los Charlies, no entendían qué hacían a 14.000 kilómetros de casa.
“No sé qué se nos ha perdido en esta maldita guerra: lo único que sé es no quiero regresar en una bolsa de plástico”, dice un personaje del estadounidense Tim O’Brien, veterano de Vietnam y autor, entre otros títulos, de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon (Anagrama) y Persiguiendo a Cacciato (Contra). El crítico literario de The New York Times estuvo especialmente acertado cuando dijo que calificar estas obras sólo de novelas bélicas “es como calificar Moby Dick de libro sobre ballenas”.
Los protagonistas de O’Brien sienten pavor ante un enemigo que en la mayoría de ocasiones no llegan ni a ver. El Vietcong era un maestro del camuflaje y de la construcción de túneles y búnkeres subterráneos. Y también de la colocación de trampas explosivas. En comparación con los bombardeos de las fortalezas aéreas B-52 y con el lanzamiento de millones de litros del defoliante agente naranja, estas bombas ocultas eran un tirachinas. O una honda, pero una honda tan efectiva como la de David contra Goliat.
La mayoría de trampas se fabricaban a partir “de munición usada por los estadounidenses y recogida por el Vietcong”, asegura el ya citado Max Hastings. Un proyectil de mortero de 60 milímetros podía arrancar un pie. Una bomba de 81 milímetros, una pierna y quizá algunos dedos de la mano. Un proyectil de 105 destrozaba a la víctima de cintura para abajo y era potencialmente letal para cualquiera que se hallara a menos de veinte metros a la redonda.
Cuando estallaba una mina, los marines sabían que el horror no había hecho más que comenzar. Lo habitual era que una trampa ocultara otra. Y así sucesivamente, como en una sangrienta caída de fichas de dominó. La primera detonación podía mutilar a un soldado y la segunda, a quien fuera a socorrerlo. Estas prácticas no disuadieron a los auxiliares médicos, los sanitarios, que desde episodios especialmente crueles como la batalla de Iwo Jima vieron como crecía la veneración hacia ellos en el Ejército.
Según los archivos históricos del Cuerpo de Marines, en Quantico (Virginia), la compañía M del 3.º Batallón del 7.º Regimiento registró un triste récord entre el 15 de noviembre de 1968 y el 15 de enero de 1969: sus integrantes perdieron un total de 57 piernas por las minas y trampas explosivas. Prácticamente una a diario durante dos meses. No cuesta imaginar el devastador efecto desmoralizador que este goteo debería provocar entre los compañeros de los mutilados.
El Vietcong fomentaba la fabricación de artefactos explosivos artesanales mediante la recolección de proyectiles sin explosionar, que se transformaban en pequeñas fábricas de los poblados. Uno de los modelos más populares consistía en rellenar con explosivos una lata de conservas vacía y conectarla a una espoleta. Si inicialmente pudo haber por parte de los campesinos algunas reticencias, se esfumaron rápidamente por los deseos de venganza ante las crecientes sevicias cometidas por los invasores.
Sevicias como la del 16 de marzo de 1968 en la aldea de Son My, en la costa vietnamita central. Un total de 504 civiles fueron asesinados en una orgía de sangre y violencia sexual. Entre las víctimas, muchas de las cuales fueron violadas y torturadas, había 182 mujeres (17 embarazadas), además de 173 niños (56 bebés de menos de cinco meses) y 60 personas mayores de 60 años. El escenario de esta terrible matanza ha pasado a la historia con el nombre que le dieron los estadounidenses: My Lai.
No es raro que los vietnamitas respondieran a estas barbaridades con más violencia y con las Betty saltarinas. En realidad, así las llamaban los marines, para quienes eran su peor pesadilla. Estas minas de fragmentación eran herederas de las SMi-35 o SMi-34, tristemente famosas en la Segunda Guerra Mundial. Cuando se pisaban, salían disparadas y explotaban a unos 90 centímetros del suelo. No siempre mataban, pero sí producían mutilaciones de extremidades y desgarros genitales o emasculaciones.
También había trampas con pinchos, ocultas en los campos y en los búnkeres que el Vietcong desalojaba. Las peores, sin embargo, eran las minas enterradas. Incluso si el artificiero seguía con vida tras hacer aflorar la cápsula explosiva y la espoleta, quedaba lo más difícil: inhibir a la vez ambos dispositivos, que estaban a dos centímetros del fulminante. Aunque cualquier titubeo o descuido resultaba fatal, siempre hubo quienes no dudaron en desafiar el peligro.
Uno de ellos fue Harold Bryan. Apodado el Bombilla, este afroamericano se jugó la vida en un rescate. Terry Wallace explica el episodio en Bloods (Random House), que recoge los testimonios de una veintena de reclutas negros. Un soldado había pisado una Betty saltarina sin hacerla explotar. El Bombilla le ató una cuerda a la cintura e hizo que un grupo de hombres agarrara el otro extremo desde una distancia segura. A su señal, tiraron con todas sus fuerzas para que aquel desgraciado saliera volando. Tuvo suerte y se libró con apenas unos rasguños.
Hubo muy pocos milagros como este. El más espectacular lo protagonizó quizá Rocky Bleier, uno de los 400 jugadores profesionales de fútbol americano que fueron movilizados: no sólo se recuperó de sus heridas en las piernas, sino que retomó con éxito su carrera deportiva. Su caso fue excepcional. Muchos militares únicamente recibieron a la salida del hospital incomprensión y una pensión por invalidez. Así lo refleja Oliver Stone en Nacido el 4 de julio .
La película, protagonizada por Tom Cruise, se basa en el libro del mismo título, editado por Emecé y obra de un veterano de Vietnam, Ron Kovic, que sufrió una lesión medular a raíz de un balazo. De vuelta en EE.UU., este exsoldado protagonizó numerosas protestas contra la guerra, junto a otros heridos y mutilados. Siempre que lo entrevistan dice lo mismo: “Mi silla de ruedas y las de tantos otros son el verdadero monumento a los caídos en Vietnam”. Un monumento a los caídos y, habría que añadir, la mejor denuncia de la barbarie de la guerra.