El drama de los campos de exterminio no terminó con la liberación
Holocausto
Gran parte de los judíos supervivientes del horror chocaron con el rechazo y el hostigamiento al regresar a sus lugares de origen
“ Auschwitz no surgió de la nada”, advertía esta semana Marian Turski, superviviente de Auschwitz, en el acto que conmemoraba los 75 años de su liberación. Entre finales de 1944 y principios del año siguiente fueron liberados, uno tras otro, decenas de infiernos como aquel, pero, a pesar de ello, el drama no había terminado. La esperanza de regresar a su vida anterior había ayudado a sobrevivir a miles de judíos que en esos meses empezaron a descubrir, tras vagar durante semanas por el caos de una Europa destruida, que eso que llamaban casa, sus amigos, familiares, pueblos y cultura, había desaparecido. Y constataron, además, que no eran bien recibidos, porque el prejuicio antisemita de muchos europeos seguía tan vivo como antes de la guerra.
En la primavera de 1945, a los judíos que volvían a casa para rehacer sus vidas, “se les tenía que dar algo más que comida, alojamiento y atención médica, cosas que se les proporcionaba de la misma manera que a otros repatriados. Lo que necesitaban era ser bienvenidos”, escribe el historiador Keith Lowe en su sobrecogedor Continente salvaje (Galaxia Gutenberg). Pero en muchísimas ocasiones eso no sucedió; en el mejor de los casos, su situación fue tratada con indeferencia.
A Holanda, por ejemplo, de los 110.000 judíos de antes de la guerra, sólo regresaron unos 5.000. La acogida fue eficiente pero fría; nadie había previsto un trato especial para quienes regresaban de los campos a pesar de que las condiciones de su cautiverio habían sido especialmente duras. Algo parecido sucedió en otros países, como Italia, donde los judíos eran tratados como presos políticos, un saco que incluía también prisioneros de guerra o trabajadores forzados, un caso muy similar al de Francia. En general, no había un tratamiento específico para personas que habían sufrido una persecución tan particular como aquella.
Posiblemente el motivo de esta indiferencia se encontraba en que los 50.000 supervivientes judíos, en realidad, no eran en aquel momento una prioridad. Así lo consideraba el gobierno británico, que pensaba que se trataba de un grupo pequeño en comparación con la enorme masa de refugiados que en los meses posteriores a la guerra colapsaba Europa.
Pero había algo más: en muchos de estos países, los supervivientes que regresaban eran un estorbo para el discurso que empezó a construirse entonces y que pretendía fortalecer la conciencia nacional en torno a los héroes de la resistencia y a las dificultades pasadas por la población durante la guerra. Pero ese relato palidecía si se comparaban esas dificultades -ciertas, por otra parte- con las penalidades de los antiguos internos en campos de concentración. La solución, ignorarlos.
La indiferencia no solo era la nota predominante entre los gobiernos y los funcionarios, sino que la ignorancia absoluta sobre lo sucedido a ese colectivo se extendía entre la mayor parte de la población. El historiador Dienke Hondius cuenta el testimonio de una antigua interna holandesa a quien unos viejos conocidos le dijeron que había tenido “suerte de no haber estado aquí. Hemos pasado mucha hambre”. O, en otro caso, un deportado de regreso a su antiguo empleo vio como su jefe le denegaba un adelanto porque en Auschwitz, “¡estabas bajo un techo y tenías comida siempre!”.
Una mezcla de indeferencia e ignorancia sobre lo que había sucedido en los campos de concentración se extendió en Europa Occidental
En Bélgica, en marzo de 1945, seis meses después de la liberación, Max Gottschalk, un influyente judío que había emigrado a Estados Unidos, visitó el país para darse cuenta de que la opinión pública lo desconocía prácticamente todo del Holocausto y que incluso había ministros que no parecían tener ni idea de lo sucedido.
En Europa Oriental el regreso fue mucho peor. “En Hungría –señala Lowe—los judíos que regresaban eran apalizados si osaban sugerir que habían sufrido más que sus vecinos cristianos”. No es una exageración. En ese país se produjeron frecuentes brotes antisemitas en los años posteriores a la guerra que se tradujeron en pogromos, saqueos y marginación. A un profundo antisemitismo histórico se sumaba ahora el recelo hacia el comunismo que en esos momentos se estaba haciendo con el control de la región y que tradicionalmente se identificaba con los judíos. Para tratar de lavar su imagen, los soviéticos iniciaron campañas para desvincularse de ellos acusándolos de especuladores en el mercado negro, con unas formas y una retórica que recordaban lo peor de la propaganda nacionalsocialista .
En Europa del Este, sobre todo en Polonia y Hungría, se vivieron los peores episodios antisemitas de la posguerra
La situación era todavía peor en Polonia. Allí, al menos 500 judíos fueron asesinados entre el final de la guerra y 1946, aunque algunas estimaciones sitúan esta cifra en los 1.500. Alimentados por viejos tópicos que todavía circulaban con fuerza, como que asesinaban niños en extraños rituales, se produjeron pogromos, el más grave de los cuales tuvo lugar en Kielce, en el centro del país. Unas 70 personas fueron asesinadas el 4 de julio de 1946 y otras 80 resultaron heridas después de que la multitud, e incluso algunos policías apalearan, lapidaran o dispararan sobre ellas.
En muchos casos, los supervivientes que regresaban a sus lugares de origen iniciaban una batalla por recuperar sus propiedades. Como indica Keith Lowe, “el saqueo de la propiedad judía durante la guerra había tenido lugar en todos los países y a todos los niveles de la sociedad”. En Hungría, Eslovaquia o Rumania, las propiedades a menudo habían sido divididas entre los pobres.
En ciudades como Budapest, la titularidad de bienes se había dispersado de tal manera que hacía imposible la devolución. Incluso se dieron casos de personas que se habían quedado a cargo de algunos bienes con motivo de la deportación y que ahora se negaban a devolverlos. Aún en nuestros días, Polonia es considerada como uno de los pocos países europeos que todavía no ha llevado a cabo una política eficaz para llevar a cabo estas devoluciones, según un informe del European Shoah Legacy Institute.
No se puede decir que la influencia soviética fuera ajena a esta oleada antisemita y, de hecho, en la URSS se produjeron también estos episodios, el más grave de los cuales ocurrió en Ucrania. En este caso, es difícil decir que fueran meros motines populares si se tiene en cuenta el antisemitismo del régimen de Stalin, que vivió su punto más intenso entre 1948 y 1953.
“Cada judío es un nacionalista y agente de la inteligencia estadounidense”, había dicho el Vozhd a finales de 1952, según relata Timothy Snyder en Tierras de Sangre (Galaxia Gutenberg), una afirmación, según este autor, “paranoica incluso para sus propios estándares”. Era la antesala de la gran acusación de inicios de 1953 contra el supuesto complot de médicos judíos que habrían planeado asesinar al líder soviético. La conspiración de “esos monstruos con forma humana”, tal como los calificó la prensa, desapareció mágicamente con la muerte de Stalin ese año.
La ola de antisemitismo que recorrió Europa Oriental durante los años inmediatos a la guerra quedaba, por supuesto, muy por debajo de los tiempos de los campos de exterminio, pero los pogromos, la marginación, la retórica de los dirigentes y la actitud de una parte de la población recordaba los años previos a la peor época. Millares de los judíos que habían regresado a sus lugares de origen no quisieron arriesgarse a una repetición del horror nazi, aunque ahora con otros actores y otros gobiernos.
Muchos antiguos deportados que habían regresado huyeron hacia Alemania, pensando en la protección de las fuerzas de ocupación occidentales, y disuadieron a otros de emigrar al este. El testimonio que transmitían era que en países como Polonia se estaba acabando lo que los alemanes no habían podido terminar. Algunas estimaciones sitúan en torno a 300.000 las personas que huyeron de ese país, pero también de Hungría, Rumanía y Checoslovaquia en la segunda mitad de los años 40.
Todos estos países, además de la URSS y otros estados occidentales, dieron las máximas facilidades para esa migración porque, en el mejor de los casos, no sabían que hacer con los supervivientes de los campos. El destino final de muchos fue Israel, otros se repartieron por Europa y Estados Unidos, pero este éxodo, sumado, por supuesto, a la política de exterminio sistemático de los nazis, hizo que después de los años 40 en una parte del continente donde la cultura y la sociedad judía habían sido extraordinariamente importantes durante siglos, no quedara el más mínimo rastro de ella.