El Essex, la tragedia que inspiró ‘Moby Dick’
Literatura
Treinta años antes de que viera la luz la famosa novela de Herman Melville tuvo lugar la trágica aventura del ballenero Essex, una de las fuentes de inspiración del relato
Si una nube de saltamontes inunda los campos, el hocico de una gigantesca serpiente marina emerge del mar y un cometa atraviesa los cielos mientras aparejas un barco, el viaje de este pinta bastos, aunque no sea martes. En agosto de 1819, pese a que los habitantes de la isla estadounidense de Nantucket habían oído hablar o jurado ver aquellos prodigios, ni los armadores, ni los marineros ni, por supuesto, el capitán del ballenero Essex dieron importancia a los augurios.
No en vano, el Essex había logrado fama de afortunado con sus lucrativos viajes. Y todo parecía indicar que su buena suerte se mantendría durante el mando del recién investido capitán, el prometedor George Pollard. Realmente, nadie podía prever lo que iba a ocurrir a los tripulantes del Essex.
Nadie, al verlos firmar el contrato, supuso que aquel viaje pasaría a los anales de la historia de la navegación como uno de los más desafortunados. Y, por supuesto, nadie en Nantucket sabía en el verano de 1819 que aquella travesía pondría la primera piedra de una de las obras más notables de la literatura universal: Moby Dick.
Zarpad, malditos
Pollard reclutó una tripulación compuesta por un primer oficial, Owen Chase, un segundo, Matthew Joy, tres arponeros, catorce marineros poco experimentados y un grumete, el joven Thomas Nickerson. Con ellos partió rumbo al océano Pacífico, donde esperaba encontrar un buen número de ballenas. Pero el viaje estuvo maldito desde el principio. Poco después de abandonar el puerto, fueron alcanzados por una tormenta y perdieron un par de balleneras, las barcas utilizadas para perseguir a los cachalotes.
Esta circunstancia les obligó a dirigirse a las Azores, donde, además de hacerse con nuevas balleneras, llenaron la bodega de alimentos frescos con los que afrontar el viaje con renovadas esperanzas. Poco les duraron. Tres meses tardaron en divisar una presa, y, cuando quisieron cazarla, una compañera surgida de la nada destrozó una de las embarcaciones. Luego llegó el cabo de Hornos. Hacía frío, el trabajo era mucho más duro en aquel clima infame y los marineros, disconformes con el tamaño de las raciones de comida, estuvieron a punto de amotinarse.
Mes y medio emplearon en doblar el famoso cabo y llegar a las costas de Perú, donde pareció volver la buena estrella del Essex. Allí consiguieron hacerse con un botín: la grasa de ballena que portaban los once cachalotes que masacraron. Tras el retorno de la suerte, Pollard decidió adentrarse en el Pacífico. Pero antes hizo varias paradas para abastecerse y, en una de ellas, uno de los tripulantes se dio a la fuga.
Con un par de manos menos para trabajar, el Essex puso rumbo a las islas Galápagos, donde los hombres capturaron 180 tortugas para, a continuación, generar un terrible desastre ambiental: el marinero Thomas Chappel quiso gastar una pesada broma a sus compañeros prendiendo fuego a una senda y, por accidente, incendió la isla entera, acabando con todo rastro de vida en aquel pedazo de tierra. Los malos augurios seguían la estela del Essex.
El padre de Moby Dick
Un infinito mes después de abandonar las Galápagos, el Essex se había metido en el más inhóspito Pacífico, pero sin divisar presa importante, hasta que llegó el 20 de noviembre de 1820. Un inmenso banco de cachalotes apareció ante ellos, así que echaron las balleneras al agua y se lanzaron a la caza. En mitad de la faena, la ballenera que dirigía Chase se averió, y este tuvo que regresar con sus hombres al barco para repararla.
Mientras trabajaban febrilmente en los arreglos, el joven Nickerson divisó un gigantesco cachalote con una descomunal cabeza cuadrada repleta de cicatrices. Parecía observarlos con inquietante inteligencia. El titán estuvo quieto unos instantes antes de sumergirse para aparecer poco después cerca del barco, tomar velocidad y embestir el casco, tras lo cual se zambulló de nuevo y pasó bajo la quilla. Aquello distrajo a Chase de sus ocupaciones.
El primer oficial agarró un arpón, apuntó y dudó. Herir al animal tan cerca del barco le pareció un riesgo. Habría dudado menos si hubiera sabido lo que ocurriría a continuación. El gigante se encaró con el Essex, abriendo las fauces y dando coletazos “como trastornado por la rabia y la furia”, en palabras del propio Chase. Y con inmensa cólera atacó, utilizando su enorme cráneo para reventar la gastada madera del Essex, que al momento empezó a hundirse. Ajustadas las cuentas con el mundo de los hombres, el cachalote se perdió en el horizonte sin mirar atrás.
A la deriva
Los tripulantes en el Essex lanzaron la ballenera a medio reparar al agua, rescatando por el camino algunos instrumentos de navegación y un puñado de armas. El capitán Pollard dejó la pesca y se acercó a ellos junto a Joy y los marineros de las balleneras que lideraban. Se hicieron con 272 kilos de galleta, varios toneles de agua dulce y un bote de pólvora antes de que el barco se hundiera. Algunas tortugas y un par de cerdos escuálidos se salvaron nadando hacia las embarcaciones.
Los desesperados náufragos lograron equipar con velas las tres balleneras y, tras celebrar un cónclave, decidieron poner rumbo a Chile. Calcularon que la travesía duraría unos tres meses, así que a cordaron repartir 160 gramos de galleta y medio litro de agua por hombre y día. Mejoraron la dieta con los animales que tan amablemente habían acudido a sus barcas tras el naufragio, así como con algún pez volador que cayó despistado en las cubiertas de las balleneras y con los percebes que se incrustaban en sus cascos.
Una vez agotadas las provisiones frescas, volver a sentir los delirios del hambre en sus cuerpos derrotados
Pero un mes después del ataque se vieron obligados a reducir las raciones de galleta a 85 gramos diarios. El agua también empezó a escasear. Recurrieron a beber su orina y alguno cayó en la tentación de beber agua de mar, lo que acrecentó su sed. No parecía probable que fueran a estrenar 1821. Les salvó el clásico “¡Tierra a la vista!”.
El 20 de diciembre dieron con una isla que creyeron espejismo, pero que resultó ser un milagro. En ella cazaron cangrejos y pájaros, recuperando con su carne las fuerzas perdidas. También encontraron agua dulce en un manantial que solo aparecía al bajar la marea.
Tras hacer algunas estimaciones, dedujeron que se encontraban en la isla de Ducie, donde tampoco querían quedarse mucho tiempo. Se aprovisionaron a conciencia, llenando de agua los toneles vacíos y acabando con prácticamente toda la fauna del lugar. Pese a ello, tres hombres prefirieron quedarse en la isla antes que jugársela de nuevo en el Pacífico. El resto se hizo a la mar para, una vez agotadas las provisiones frescas, volver a sentir los delirios del hambre en sus cuerpos derrotados.
Primeras muertes
Joy fue el primero en morir. Lo arrojaron al mar envuelto en una tela. El arponero Obed Hendricks asumió el mando de la embarcación que hasta unas horas antes había dirigido Joy. La debilidad de este último le había impedido proteger las provisiones de las bocas voraces de sus compañeros, y Hendricks se encontró con que apenas les quedaba alimento para tres días. Mientras Pollard decidía poner en común sus alimentos con la gente de Hendricks, Chase se perdió.
Incapaz de reencontrarse con el resto, Chase decidió reducir aún más la ración de galleta, hasta que todos los tripulantes de su embarcación estuvieron al borde de la inanición. El primero en cruzar el límite entre los hombres de Chase fue Peterson, un afroamericano de Nueva York que renunció a su ración diaria en cuanto supo que se moría. Sus compañeros estaban tan exhaustos que lo arrojaron con dificultad al mar antes de sumergirse en una debilidad que les impedía orientar las velas. Quedaron a la deriva.
Las provisiones de Pollard y Hendricks tampoco iban a durar mucho. Eso hizo que los hombres de la ballenera de Hendricks decidieran no celebrar el funeral del siguiente fallecido, Lawson Thomas. En vez de una ceremonia al uso, se decantaron por devorar sus restos. A los tres días harían lo mismo con Charles Shorter, que, pese a las energías suministradas por la carne de Thomas, no pudo aguantar más. En la ballenera de Pollard no tardó en producirse también una muerte, la de Samuel Reed.
A aquellas alturas de la historia, nadie dudó lo más mínimo en descuartizar su cadáver y repartirlo entre los supervivientes. Aun así, los náufragos apenas eran capaces de dominar las naves, y Pollard y Hendricks acabaron perdiéndose de vista el 29 de enero de 1821. Poco después, los acompañantes de Pollard abrieron un debate mucho más crudo que el de devorar humanos. Plantearon la posibilidad de un asesinato por sorteo que mantuviera vivos a los que perdieran la macabra apuesta.
El capitán del Indian rompió a llorar al contemplar aquellos esqueletos surgidos del mar
Pollard se negó. Pero sus tres compañeros consiguieron convencerlo de sortear quién serviría de cena. El honor fue para Owen Coffin, de 18 años de edad y primo de Pollard. “¡Muchacho, muchacho, si no te gusta tu suerte le pegaré un tiro al primero que te toque!”, parece ser que exclamó el capitán al conocer el resultado del concurso. Coffin, resignado, contestó que aquella suerte le gustaba “tanto como cualquier otra”, y se dejó matar.
En los huesos
A finales de enero, a Chase y su gente únicamente les quedaba galleta para 14 días. Para colmo de males, cayó sobre ellos una tormenta durante la cual Isaac Cole se golpeó la cabeza tratando de arriar la vela, accidente que le llevaría a la muerte. Sus compañeros dieron buena cuenta de sus restos y se dispusieron a esperar la llegada del próximo cadáver. Entonces divisaron una vela en el horizonte.
Creyeron soñar, pero ante la duda remaron como demonios, arrancando a sus maltrechos cuerpos un esfuerzo casi mortal que los acercó al Indian, un barco que pasaba por allí. “¡Essex... barco ballenero... Nantucket!”, gritó la boca seca de Chase al alcanzarlo. El capitán del Indian rompió a llorar al contemplar aquellos esqueletos surgidos del mar. Parte de la tripulación del Essex ya estaba a salvo, pero el resto seguía vagando por el océano.
El 11 de febrero murió Barzillai Ray en la ballenera de Pollard, reduciendo la tripulación al capitán y a Charles Ramsdell. Sorbiendo el tuétano de los huesos de Ray los encontró un barco a 300 millas del lugar donde habían sido rescatados Chase y sus compañeros. Tan absortos estaban que no se percataron de que el navío se les echaba encima hasta que, al alzar la vista, descubrieron sobre ellos los rostros aterrados de un grupo de hombres.
Fueron conducidos a Valparaíso, donde también estaban los otros náufragos rescatados, y desde allí se embarcaron rumbo a Nantucket. Antes, sin embargo, enviaron una expedición en busca de los que habían permanecido en la isla de Ducie. El capitán del Constellation, Charles Goodwin Ridgely, encontró la isla, pero no vio signos de que aquel pedazo de tierra hubiera estado habitado alguna vez.
Dedujo que los tripulantes del Essex podían haberse equivocado al identificar el lugar, y el 9 de abril desembarcó en la cercana isla de Henderson. Allí estaban, sanos y salvos, los tres marineros. De Hendricks y los suyos nunca más se supo, aunque tiempo después se descubriría una ballenera cargada con cuatro esqueletos vagando por el Pacífico.
El regreso
Los primeros supervivientes llegaron a Nantucket el 11 de junio. Un par de meses más tarde llegó el capitán Pollard, a quien 1.500 personas recibieron en sepulcral silencio. Nadie le culpó de lo ocurrido, aunque la madre de Coffin jamás volvería a dirigirle la palabra. Pollard se embarcaría de nuevo poco después, y a su tripulación se unieron Nickerson y Ramsdell.
Pero la mala suerte perseguía a aquel capitán, que volvió a naufragar y, aunque fue rescatado rápidamente junto a sus hombres, renunció a la vida de cazador de ballenas y a la popularidad de que había gozado entre los suyos. Su historia, sin embargo, alcanzó fama mundial.
El del Essex se convirtió en el naufragio más conocido de principios del siglo XIX y despertó el interés de Herman Melville , quien, inspirado por el relato, escribiría Moby Dick. La universalidad de esta obra sepultó la tragedia de aquellos marinos, que, al contrario de lo que ocurrió con los del mítico Pequod, tuvieron la desgracia de sobrevivir.
Este artículo se publicó en el número 605 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.