Ayacucho: la batalla definitiva
Fue la batalla decisiva en las guerras de independencia hispanoamericanas. El ejército independentista, en inferioridad de condiciones, se impuso a las fuerzas del virrey del Perú.
La emancipación de los territorios latinoamericanos culminó un largo proceso, iniciado a mediados del siglo XVIII, en el que los ciudadanos americanos tomaron conciencia de su personalidad propia y de su fuerza. Muchos comenzaron a preguntarse por qué debía depender todo un subcontinente de una península europea. La discriminación sistemática que sufrían por parte del gobierno contribuyó a radicalizar sus posturas.
Los altos cargos iban a parar a manos de funcionarios españoles, mientras los nacidos en México, Perú o Argentina tenían que conformarse con puestos subalternos. El autoritarismo de la monarquía borbónica suscitó entre las clases acomodadas un profundo descontento. Estos sectores estaban acostumbrados a hacer y deshacer en función de sus intereses, manipulando a los virreyes a su antojo.
Hasta que la Corona retomó el control y envió a funcionarios dispuestos a imponer su autoridad por la vía expeditiva. El rey trataba, ante todo, de extraer de los territorios ultramarinos todas las riquezas posibles, a través del aumento de los impuestos y la producción de plata. La emancipación de Estados Unidos respecto a Gran Bretaña marcaría a los criollos (los blancos nacidos en América) el camino a seguir.
Cuando concluye la guerra en la península, la monarquía hispana concentra sus energías en recuperar su imperio.
Poco después, la Revolución Francesa difundiría ideas opuestas a una monarquía absolutista como la española. Esta, anclada en el pasado, iba a demostrar su incapacidad para gobernar desde Madrid unos territorios enormes y lejanos. A falta de comunicaciones rápidas, las decisiones llegaban con retraso, cuando la situación había cambiado y los problemas eran otros. Su dominio será cada vez más precario.
La guerra con Inglaterra desatada a finales de siglo le impedirá asegurar eficazmente el ya de por sí lento contacto entre ambos lados del Atlántico. Pero fue la invasión napoleónica, en 1808, el hecho que inició la recta final hacia la independencia americana. La metrópo li tendría que combatir entonces en dos frentes, contra los franceses y contra los brotes secesionistas en las colonias.
Realistas y patriotas
Cuando concluye la guerra en la península, la monarquía hispana concentra sus energías en recuperar su imperio cueste lo que cueste. Un país empobrecido por seis años de contienda feroz no podía prescindir de los recursos americanos. Para no perder esta fuente de ingresos, España sacó fuerzas de flaqueza y realizó una apuesta bélica que iba a dejarla aún más exhausta. Según el historiador Josep Fontana, más de 45.000 hombres cruzaron el Atlántico en 25 expediciones de reconquista entre 1811 y 1818.
La ofensiva de los realistas, es decir, de los partidarios del rey, tendrá éxito al principio. Hacia 1815, los patriotas, aspirantes a la independencia, se hallaban en retroceso en todo el continente, a excepción de la actual Argentina. Pero tres años después la guerra cambiaría de signo. La pérdida de Chile puso a los españoles a la defensiva. Solo les quedaba una posibilidad: la llegada del ejército que se estaba reuniendo en Cádiz.
Pero un hecho inesperado desbarató sus planes. Los refuerzos, en lugar de cruzar el Atlántico, se sublevaron a las órdenes del teniente coronel Riego. El pronunciamiento marcó el inicio del Trienio Liberal, en el que Fernando VII se vio obligado a aceptar la Constitución de Cádiz.
A menudo se ha señalado que la inestabilidad en la península tuvo efectos desastrosos sobre la causa imperial en América, al trasladar al Nuevo Continente las divisiones entre absolutistas y liberales. Pero lo cierto es que las luchas intestinas entre los peninsulares muchas veces no obedecían a motivos ideológicos, sino a envidias y disputas por el poder.
Bolívar, con su acostumbrada capacidad para superar adversidades, reunió un ejército de cerca de nueve mil hombres.
En Perú, el único territorio aún en manos españolas, la situación interna del ejército era caótica. Un motín de la alta oficialidad destituyó al virrey Joaquín de la Pezuela, acusado de pasividad frente a los rebeldes, y colocó en su lugar al general José de la Serna. Los problemas no acabaron ahí. Otro militar, apellidado Ramírez, se consideraba con derecho al cargo por ser de graduación superior.
Despechado, presentó su dimisión. Pese a todo, las autoridades coloniales aún confiaban en la victoria. Para que la administración virreinal se hundiera definitivamente hizo falta una intervención externa: la del ejército colombiano a las órdenes de Simón Bolívar, el Libertador, y de Antonio José de Sucre, su lugarteniente. Los recién llegados no lo iban a tener fácil. A ojos de los peruanos eran extranjeros, por lo que fueron recibidos con desconfianza.
Los realistas, mientras tanto, reconquistaron la capital, Lima, y buena parte del país. Según el historiador John Lynch, la independencia “llegó a parecer una causa perdida”. Bolívar, con su acostumbrada capacidad para superar adversidades, reunió un ejército de cerca de nueve mil hombres con el que venció a los españoles en Junín en apenas una hora.
Fue una batalla brutal en la que no pudieron emplearse armas de fuego, solo lanzas y espadas. Por eso se ha dicho de ella que parecía una lucha entre caballeros medievales. El virrey, sin embargo, aún contaba con un ejército poderoso y se lanzó a perseguir a Sucre para cortarle la retirada. Se inició así un dramático juego del gato y el ratón.
El general americano lograba escabullirse mientras La Serna se encontraba en una situación cada vez más precaria. Sus hombres atravesaban terrenos montañosos que dificultaban su marcha y donde les era cada vez más difícil aprovisionarse. El hambre se hizo tan acuciante que tuvieron que comer la carne de sus burros y mulas. El envío de destacamentos a la búsqueda de ganado tal vez hubiera aliviado la situación, pero se descartaba totalmente para no dar oportunidad a posibles desertores.
En terreno neutral, unos y otros aprovecharon para saludarse, ya que tenían en el bando contrario a amigos y parientes.
Los españoles, finalmente, fueron más rápidos. A los independentistas les quedaba una sola opción, aceptar la lucha aunque estuvieran en inferioridad de condiciones, con solo 5.800 hombres contra los 9.300 del enemigo. Sin apenas artillería, además, ya que un solo cañón debía enfrentarse a once.
La batalla, que iba a poner fin al dominio español, tendría lugar el 9 de diciembre de 1824. Su escenario fue Ayacucho, una llanura junto a la cordillera del Condorcanqui limitada por dos barrancos. El nombre, en lengua quechua, significaba “el rincón de los muertos”.
Guerra entre hermanos
Poco antes del combate se encontraron en territorio neutral miembros de los dos ejércitos. Unos y otros aprovecharon para saludarse, ya que tenían en el bando contrario a amigos y parientes. En algún caso los lazos familiares eran muy estrechos: si el brigadier Antonio Tur estaba con los peninsulares, su hermano, el teniente coronel Vicente Tur, apoyaba a los independentistas. La confraternización se prolongó durante cerca de una hora, en la que no faltaron comentarios sobre posibles negociaciones de paz.
La lucha comenzó bien para los españoles. Su mejor comandante, Jerónimo Valdés, sembró el pánico en las filas patriotas, pero estas consiguieron reorganizarse. Estaban decididas a resistir a toda costa. Uno de sus generales, Córdoba, protagonizó entonces un gesto destinado a infundir moral a sus tropas. Desmontó de su caballo y proclamó con teatralidad que no quería disponer de ningún medio para escapar, si es que llegaban a ser derrotados. Después ordenó fuego a discreción e hizo avanzar a sus hombres. “¡Hasta la victoria final!”, gritó.
El inesperado avance independentista cambió el curso de la batalla. Se produjo una situación confusa, y durante media hora de lucha cuerpo a cuerpo los lanceros americanos masacraron a los peninsulares, que vieron cómo Córdoba les arrebataba su artillería. Desesperado al ver que sus fuerzas se desintegraban, el virrey se lanzó a la lucha como un soldado más. Fue hecho prisionero tras recibir varias heridas de sable, por lo que tuvo que ser sustituido por el general Canterac.
Reclutados a la fuerza para defender una causa en la que no creían, se sublevaban a la primera ocasión.
En un primer momento este intentó reunir a sus hombres dispersos y continuar la lucha. Pronto, sin embargo, se dio de bruces con la realidad. Los soldados se negaban a combatir. Es más, amenazaron a sus jefes e incluso dieron muerte a uno de ellos, el capitán Salas, que se había empeñado en contener el movimiento de rebeldía. Reclutados a la fuerza para defender una causa en la que no creían, se sublevaban a la primera ocasión.
Un balance ambiguo
Historiadores como Salvador de Madariaga han supuesto que la capitulación de Canterac estaba pactada desde el primer momento y que la batalla solo fue una escenificación, destinada a salvar el honor militar para que no pareciera que los realistas se rendían sin combatir. No existen pruebas documentales que avalen esta teoría. Sí es evidente, en cambio, que Ayacucho representó un desastre total para el ejército español.
Tuvo que lamentar 1.400 muertos y 700 heridos, además de unos 1.000 prisioneros. Los patriotas, por su parte, contaron casi un millar de bajas, de las que unas trescientas eran muertos. Sin embargo, pese a la derrota, las fuerzas peninsulares alcanzaron un muy generoso acuerdo de rendición. El gobierno de Perú se comprometía a costear el retorno a Europa de los vencidos que desearan regresar, facilitándoles la mitad de su paga mientras permanecieran en territorio americano.
También aceptaba no tomar represalias contra nadie que se hubiera significado a favor del régimen colonial, “aun cuando haya hecho servicios señalados a la causa del rey”. Liberaba, además, a todos los prisioneros enemigos y aceptaba hacerse cargo de los heridos a cuenta de sus propios fondos. Y, por si todo esto fuera poco, el último artículo del acuerdo de capitulación establecía que cualquier duda se interpretaría a favor de los españoles.
Según el historiador peruano Virgilio Roel, se les concedieron tantos derechos que da la impresión de que fueron ellos los vencedores de Ayacucho. Las guarniciones que aún resistían, al conocer la derrota, comenzaron a desintegrarse. Pío Tristán sustituyó a La Serna como virrey, pero nada podía hacer ya. El viejo imperio hacía aguas por todas partes, en medio de un sálvese quien pueda generalizado.
Cuando ya no tenían casi qué llevarse a la boca se comieron las ratas, pero una epidemia de peste les diezmó todavía más.
El general Maroto, futuro militar carlista, fue uno de los que se apresuró a ponerse a salvo. Comprobó que todo estaba perdido y optó por volver a su país. Poco después, el propio Tristán aceptaba los hechos y se rendía. En la metrópoli, mientras tanto, tardaron cinco meses en enterarse del desastre ayacuchano. Sin una marina que garantizara las comunicaciones entre las dos orillas del Atlántico, las noticias se transmitían con exasperante lentitud.
En Madrid, la Gaceta continuaba publicando noticias fantasiosas sobre supuestas victorias. El periódico aseguraba, por ejemplo, que Simón Bolívar había sido vencido y que iba a caer prisionero de un momento a otro. Cuando por fin llegaron informaciones de la batalla, las dio a conocer como si se tratara de un hecho sin excesiva importancia.
Quedaban, pese a todo, algunos irreductibles. En el Alto Perú, el general Olañeta se mantenía activo contra toda esperanza. Sucre, el líder de los independentistas, intentó sobornarlo. Si rompía con España, se convertiría en el nuevo gobernador de la región. Olañeta, absolutista convencido, intentó ganar tiempo y propuso un cese de las hostilidades durante cuatro meses. Procuró continuar con el esfuerzo bélico, pero vio cómo sus propias unidades se sublevaban una tras otra a favor de los patriotas.
Murió mientras intentaba sofocar una de estas revueltas. Poco después, el Alto Perú se constituía como estado independiente. Nacía la actual Bolivia, así llamada en homenaje al Libertador, Simón Bolívar. Ya solo un enclave permanecía en manos españolas, la fortaleza de El Callao. Su jefe, el brigadier José Ramón Rodil, demostró una obstinación numantina al resistir un asedio de más de un año.
En este tiempo recurrió a métodos despiadados, como fusilar a los desertores. Cuando comenzaron a escasear las provisiones, ordenó que los soldados recibieran una alimentación más completa que los civiles. A medida que el tiempo pasaba, la situación de los sitiados se hizo más y más dramática. Cuando ya no tenían casi qué llevarse a la boca se comieron las ratas, pero una epidemia de peste les diezmó todavía más. Rodil prefirió rendirse a caer prisionero en combate. Su capitulación ponía el definitivo punto final a la guerra de Independencia.
Todos equivocados
En Madrid, el gobierno aún soñaba con recuperar las antiguas colonias. Cualquier rumor, por infundado que fuese, contribuía a despertar las esperanzas más descabelladas. Los ministros imaginaban que las repúblicas americanas pronto se verían sumidas en tal caos que regresarían encantadas a la tutela española, anhelando salir de la anarquía. En realidad, por inestables que fueran los nuevos países, sus ciudadanos no deseaban volver a la época virreinal.
El fin del dominio español implicó un cambio político, pero poco más. Los patriotas que esperaban paz y bienestar pronto comprobaron su error. No se colocaron los cimientos de un desarrollo económico, ni se corrigieron las hirientes desigualdades sociales. Las nuevas repúblicas acostumbraron a mostrarse hostiles a los indios, que en países como Perú constituían más de la mitad de población y que veían cómo se deterioraban sus condiciones de vida. Habían alcanzado la independencia, sí, pero la libertad estaba todavía por llegar.
Este artículo se publicó en el número 485 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .