Hierro, la arquitectura adelantada a su tiempo
En el siglo XIX, con el auge del progreso tecnológico, Europa conoció la construcción de magníficos edificios de hierro y cristal. Pero el mundo no se encontraba preparado para admirar su belleza...
El comité estaba inquieto. Faltaban sólo nueve meses para que la primera Exposición Universal de la historia abriera sus puertas en Londres y el evento aún no tenía pabellón. Se habían recibido 245 proyectos, pero ninguno se ajustaba a las necesidades de los organizadores, encabezados por el consorte de la reina Victoria, el príncipe Alberto. La sede de la muestra debía ser el mayor edificio del universo, la expresión suprema del poderío del Imperio británico y la imparable Revolución Industrial.
La solución llegó de la mano de un jardinero, Joseph Paxton, que en tan sólo siete días y siete noches –como reza la leyenda– concibió una especie de inmenso invernadero de poco más de medio kilómetro de longitud y 124 metros de ancho. El proyecto fue aprobado sin dilaciones y se emplearon seis meses en su construcción. El 1 de mayo de 1851 se inauguraba el Crystal Palace, el primer gran edificio de la historia que hacía gala sin tapujo alguno de una estructura de hierro y cristal. Había nacido la expresión arquitectónica de un mundo que creía fervientemente en el progreso a través de la tecnología, un mundo que iba a plagarse de inventores y de utopías a lo Julio Verne.
En vanguardia
El Crystal Palace fue la culminación de un proceso que se había iniciado a finales del siglo XVIII, momento en que los ingenieros ya concibieron los primeros puentes de hierro y los arquitectos británicos y franceses –las naciones que competían por encabezar el progreso– empezaron a utilizar tímidamente este metal en las estructuras de los edificios: el tejado del Théâtre Français (París, 1796), la cúpula del Halle aux Blés (París, 1811) o las columnas del Royal Pavilion (Brighton, 1918).
Sin olvidar el papel clave del hierro en la construcción de los esqueletos para factorías, en sustitución de la inflamable madera. Y en las techumbres de las tan de moda calles comerciales, los llamados pasajes, el primero de los cuales fue el de los Panoramas (París, 1800). El paso inmediatamente anterior al pabellón de Paxton fue biblioteca de Sainte-Geneviève (París, 1850). El arquitecto francés Henri Labrouste concibió aquí el primer edificio público en el que se empleaba profusamente el hierro: la biblioteca estaba construida alrededor de una armadura de metal que iba desde los cimientos hasta el techo.
Aquel mundo estaba obsesionado con el progreso, pero aún no estaba preparado para hallar belleza en las estructuras metálicas.
Sin embargo, Labrouste recubrió el hierro –o le obligaron a ello– con fachadas de obra, con lo que el edificio, en realidad, cobró el aspecto de uno más de los revivals historicistas –en este caso una imitación del Renacimiento italiano– que plagaron las ciudades del siglo XIX. Fue el Crystal Palace, por lo tanto, el edificio que inauguró lo que el crítico de la época Téophile Gautier bautizó como “arquitectura industrial”: la arquitectura que hacía uso de unos materiales (hierro y cristal) que las fábricas podían producir en masa, la arquitectura de los mil y un cálculos, la arquitectura que se aprovechaba de los logros de su hermana la ingeniería.
Su génesis marcó su destino.
La arquitectura del hierro nació para la primera Exposición Universal y a este tipo de acontecimientos quedó prácticamente relegada. Las arquitecturas oficiales de la Gran Bretaña victoriana y del París del urbanista Georges Haussmann ignoraron prácticamente el uso del metal a la vista: aquel mundo estaba obsesionado con el progreso, pero aún no estaba preparado para hallar belleza en las estructuras metálicas.
Estas, sin embargo, se consideraban idóneas para albergar las ferias mundiales: el hierro era el material adecuado para unas ferias que aspiraban a ser el súmmum de lo tecnológico y los pabellones no dejaron de ser, en definitiva, un puro capricho futurista que se ideaba en un estudio, se construía en un taller (es decir, se prefabricaba), se montaba en un tiempo récord y con un coste mínimo (cinco o diez veces más barato que la piedra), se desmantelaba con igual facilidad y, para más ventajas, sus piezas podían refundirse o reutilizarse. Si algún impacto tuvo la arquitectura del hierro en la sociedad decimonónica fue instaurar las ideas de prefabricación y reaprovechamiento.
¿Cuestión de audacia?
Las Exposiciones Universales parisinas (mucho más que las londinenses) se convirtieron en el evento a seguir para admirar los últimos hallazgos en construcción con hierro. Como manifestó un crítico entonces, “Francia ha vuelto a ser, como en la edad gótica, el lugar de las construcciones más audaces”. La mayor explosión de creatividad (y, de hecho, el último gran acontecimiento de la arquitectura del hierro) llegó en la muestra de 1889.
Gustave Eiffel alcanzaba con su torre la altura más alta conseguida en una construcción, mientras que de la colaboración entre el arquitecto Louis Dutert y el ingeniero Contamin nació el que está considerado el edificio más extraordinario de aquella época: la Galería de las Máquinas. Se trataba de un pabellón que, pese a ser algo menor que el Crystal Palace, levantó una ruidosa expectación: sus más de cuatro hectáreas de superficie estaban cubiertas por una inmensa bóveda de 43 metros de altura sin puntos de apoyo intermedios.
La Torre Eiffel es casi el único rastro en pie de aquel sueño decimonónico. Los pabellones de las Exposiciones Universales fueron desmontados tras su efímero uso y los dos que pervivieron durante más tiempo acabaron igualmente desapareciendo: la Galería de las Máquinas fue desmantelada en 1910 sin motivo alguno y el Crystal Palace (que tras la exposición había sido remontado en Sydenham) fue pasto de las llamas en 1936.
La sociedad del momento nunca otorgó demasiado valor artístico a aquellos extraños mecanos y, además, a finales del siglo XIX, se extendía una innovación arquitectónica que se demostró más eficaz para saciar las ansias constructivas del capitalismo conservando la ancestral apariencia pétrea de los edificios: el hormigón armado, el material del que nacerían los rascacielos y marcaría totalmente la arquitectura del siglo XX.
No sería hasta mediados de la pasada centuria cuando un visionario arquitecto, Mies van der Rohe, volvería a reivindicar la bella simplicidad de las estructuras metálicas. Tuvo que defender sus creaciones en medio de sonados escándalos con sus clientes y en esos pleitos acuñó una de las máximas más famosas de todos los tiempos: “Menos es más”.
Con todo, el hierro ha supuesto uno de los hitos en la arquitectura del último siglo y medio. Te presentamos algunas de las obras más emblemáticas de la arquitectura del hierro:
El que hoy es el gran símbolo de la Ciudad de la Luz fue motivo de enorme controversia durante su construcción. Numerosos intelectuales firmaron un manifiesto en contra del proyecto, que consideraban un atentado estético. Entre los calificativos que se labró destacan el de “solitario supositorio”, “soberbia quincallería” o “candelabro trágico”. No faltaron científicos escépticos que señalaban con precisión la altura a partir de la cual la construcción se vendría abajo.
Gustave Eiffel, sin embargo, perseveró en su empeño de jalonar la Exposición Universal de 1889 con su torre. Según sus cálculos, la estructura estaba diseñada para alcanzar la altura más alta jamás lograda por construcción humana alguna. El 7 de mayo de 1889 se inauguró la feria y la torre fue iluminada con bengalas. París había arrebatado a Washington el primer puesto en la escalada hacia el cielo: los 300 m de la torre superaban con creces los 169,25 m del pilono de granito que se alzaba en la capital estadounidense y que hasta entonces ocupaba la primera posición.
Henri Labrouste ya había utilizado el hierro en la estructura de la Biblioteca de Sainte-Geneviève, pero el metal quedó enmascarado tras la piedra. Se tomó la revancha en su siguiente gran construcción, la Biblioteca Nacional de París, un edificio completado en 1878, tres años después de su muerte, y que cuenta con una sala de lectura (en la imagen) cubierta por una inmensa vidriera sostenida por finas columnas de hierro.
El mayor prodigio del edificio se encuentra en una estancia secundaria: el almacén. Dado que se trataba de una dependencia que no recibiría visitantes, Labrouste utilizó el metal en casi todos los rincones: concibió un enorme laberinto de pasarelas y escaleras recubierto por un techo de cristal.
El auge urbano supuso la paulatina desapa rición de la compraventa directa entre productor y consumidor y el ascenso de los intermediarios. Aparecieron también los grandes almacenes. El primero de ellos, el Magasin au Bon Marché, vio la luz en París en 1852.
En 1876, el arquitecto L. A. Boileau y el ingeniero Gustave Eiffel concibieron una nueva estructura para el edificio. Su sucesión de patios acristalados, columnas metálicas a la vista y pasarelas dotaban a la estancia de gran luminosidad y estaban concebidos para permitir un fluido tránsito de compradores.
Fue una de las obras que pobló el París del Segundo Imperio, y casi la única que exhibía una estructura metálica: al fin y al cabo se trataba de un mercado, un edificio apto para un toque tecnológico. Victor Baltard fue el arquitecto elegido. Su trabajo inicial se ajustó al academicismo y lo concibió en piedra. Napoleón III, al ver el primer pabellón, ordenó demolerlo dada su fealdad.
Baltard presentó otro proyecto (Georges Haussmann en sus memorias se atribuye la paternidad), esta vez en metal y cristal. La construcción se inició en 1854 y duró 16 años. En la década de los sesenta y setenta del pasado siglo el edificio fue destruido, aunque uno de los pabellones se reconstruyó, como monumento nacional, en Nogent-sur-Marne (cerca de París).
El ejemplo más famoso de la arquitectura del hierro en España fue, como no podía ser de otra manera, un pabellón de exposiciones. Se levantó en 1887 en Madrid con motivo de la Exposición de las islas Filipinas y pronto fue conocido como Palacio de Cristal (en la imagen). Hoy puede verse en el recinto del Parque del Retiro.
Sirvió como escaparate para exhibir las plantas más exóticas del archipiélago y ante él se construyó un estanque donde flotaban las barcas típicas de la colonia. El arquitecto fue Ricardo Velázquez Bosco, que se inspiró en la estructura de Les Halles parisinos, con una nave central más elevada que las laterales y coronada por una cúpula.
Este artículo se publicó en el número 427 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .