Maximilien Robespierre, un incorruptible tirano
La Francia revolucionaria
Su nombre es sinónimo del Terror. La época de la guillotina lleva su apellido. Pero Robespierre fue un personaje mucho más complejo
Como una significativa mayoría de los líderes revolucionarios, Maximilien de Robespierre nació en un hogar burgués. Vino al mundo en Arras, capital de la región norteña de Artois, en Francia, primogénito de un reputado abogado, François de Robespierre, y de Jacqueline Carrault, cuya familia se dedicaba a la elaboración de cerveza. El matrimonio fue feliz un tiempo.
A Maximilien siguieron dos niñas, Charlotte y Henriette, y otro varón, Augustin, que acompañaría a su hermano mayor en los avatares de la Revolución. Sin embargo, la tragedia irrumpió en el hogar el verano en que la madre de Robespierre murió de parto. El padre, desesperado, entró en una depresión. Se aficionó a la bebida, dejó su profesión y empezó a desaparecer de la casa durante lapsos cada vez más prolongados, hasta que se esfumó para siempre, quizá para rehacer su vida en América.
Siendo el hijo mayor, se sentía responsable de sus hermanos. Se volvió introvertido, reservado, solitario
Los dos niños fueron confiados al abuelo cervecero y las dos niñas, a las mujeres de la familia paterna. El fallecimiento de la madre había afectado profundamente a Maximilien, que tenía entonces seis años. La orfandad, sumada a la conducta peregrina de su padre, lo llevó a madurar prematuramente. Siendo el hijo mayor, se sentía responsable de sus hermanos. Se volvió introvertido, reservado, solitario.
Un ilustrado en Arras
A los once años, su capacidad intelectual le valió una recompensa. Amparado por el arzobispo de Arras, obtuvo una beca para estudiar en el Colegio Luis el Grande de París, una de las instituciones educativas más importantes de Francia. Allí pasaría doce años cruciales. Junto a condiscípulos que desempeñarían también un destacado papel en la Revolución, como Camille Desmoulins, Robespierre descubrió las dos influencias rectoras de su pensamiento: los clásicos grecolatinos y los filósofos de la Ilustración, en especial Rousseau, que le deslumbró.
Tras obtener la licencia para ejercer la abogacía regresó a su ciudad natal. En Arras continuó profundizando en el estudio de los ilustrados. A medida que la práctica del Derecho le permitía intervenir en diversos pleitos, a menudo injusticias flagrantes, la lectura de los philosophes y una sensibilidad social cada día más despierta moldearon la conciencia pública del joven Robespierre que se animara a publicar algunos, entre ellos el manifiesto À la nation artésienne, que se transformó en el vehículo hacia su primera incursión política relevante.
En 1789, Maximilien de Robespierre participaba en el paso previo a la Revolución Francesa, la reunión de los Estados Generales. “Todo en Francia va a cambiar ahora”, vaticinaba con acierto. Por entonces, nombrado uno de los ocho delegados por el Tercer Estado (el pueblo llano) de la provincia de Artois, a él también le faltaba experimentar un cambio notable.
Creía que el pueblo reafirmaría su confianza en la ley si los culpables eran ajusticiados
Rousseauniano como era, reivindicó la concesión de derechos políticos completos a toda la ciudadanía, y no solo a la nobleza y el clero. Respaldó, además, el sufragio universal y directo, abogó por las libertades de prensa y de reunión, defendió la educación obligatoria y gratuita y exigió la abolición de la esclavitud y hasta de la pena de muerte. Aunque sorprenda en el personaje cuya memoria equivale al Terror, llegó a pronunciar en los Estados Generales palabras como las siguientes: “Matar a un hombre es cerrarle el camino para volver a la virtud; es matar la expiación; es cosa deshonrosa matar el arrepentimiento”.
El líder jacobino
Esta postura cambió por completo después de la toma de la Bastilla. Ya relacionado con uno de los clubes que dominarían la Francia revolucionaria, el jacobino, ala radical de los revolucionarios, Robespierre se convirtió en un convencido partidario de la pena capital. Creía que el pueblo reafirmaría su confianza en la ley si los culpables eran ajusticiados. Su elocuencia, su integridad moral y la austeridad de sus costumbres acabaron por aglutinar en torno suyo a seguidores que lo señalaban como un ejemplo de virtud. Incluso le llamaban el Incorruptible.
Gracias a estas condiciones, pronto destacó entre los jacobinos, a quienes benefició expandiendo su red de influencias a las provincias. En contrapartida, la atención cada vez mayor que merecía esta facción por parte del pueblo de París convertirían en poco tiempo a Robespierre en una figura clave en la política francesa.
Los siguientes tres años fraguaron los del ascenso del mandatario dentro de su club y en el país. Durante este período intervino en acontecimientos importantes, como la redacción de la Constitución de 1791. En estas y otras actuaciones destacó por su defensa a ultranza de las reformas democráticas y su encendida animadversión hacia los sectores monárquicos. Sin embargo, habría de esperar la radicalización de la Revolución para materializar su modelo de gobierno.
La segunda revolución
La oportunidad llegó con la insurrección de la Comuna de París. Los girondinos, club moderado de la alta burguesía que en ese momento detentaba el poder en la Asamblea Legislativa, declararon la guerra a Austria en 1792, que recibió el apoyo de Prusia. Robespierre emprendió entonces una campaña antibélica para evitar el riesgo contrarrevolucionario que podía implicar el conflicto.
Desde ese instante, el Incorruptible se dedicó a dos empresas: llevar al rey al patíbulo y expulsar a los girondinos de la Asamblea
Consiguió poner en marcha un multitudinario movimiento popular que condujo al asalto del Palacio de las Tullerías. Capturados Luis XVI y su familia, fueron encerrados. Robespierre fue nombrado diputado por París. Había nacido la segunda revolución francesa, por un lado llamada a incorporar al pueblo a la nación, pero que por otro lado iba a democratizar la política al son de la guillotina.
La Convención no tardó en mostrar su intención innovadora. Apenas constituida, abolió la monarquía y proclamó la república. Desde ese instante, el Incorruptible se dedicó a dos empresas: llevar al rey al patíbulo y expulsar a los girondinos de la Asamblea.
Se situaba, con Georges Jacques Danton y Jean-Paul Marat, a la cabeza del grupo extremista de la Convención, llamado la Montaña (por sentarse sus componentes en los escaños elevados de la sala), que expresaba las aspiraciones de la pequeña burguesía y el pueblo. El proceso de Luis XVI evidenció la brecha existente entre la Montaña y los girondinos, que no consiguieron impedir la decapitación del antiguo soberano.
Un gobierno radical
En 1793 Robespierre logró su segundo objetivo. Los diputados y ministros girondinos fueron desplazados de sus puestos. Su política belicista había generado la Primera Coalición (Gran Bretaña, Holanda, España e Italia) contra Francia. Por esas fechas, además, había estallado dentro del país el levantamiento reaccionario de la Vendée. Y, a todo esto, el pueblo estaba hambriento y exasperado.
La patria corría peligro y, a situaciones extremas, remedios radicales. Se formó el Comité de Salvación Pública, un ejecutivo integrado por doce hombres prominentes de la Convención, Danton y Marat los primeros, con Robespierre moviendo hilos en la sombra. La Montaña aprovechó ciertos acontecimientos, como el surgimiento en las provincias de una corriente realista y antijacobina, o el intento girondino de procesar a Marat, para movilizar al pueblo de París y a la Guardia Nacional. El resultado fue la desaparición de los girondinos como actores políticos de peso. Los revolucionarios radicales se habían impuesto a los moderados.
Soluciones desesperadas
Asesinado Marat poco después, quedaron como hombres fuertes del Estado Danton y Robespierre, que se integró oficialmente en el Comité de Salvación Pública. Poco tardó el Incorruptible en hacerse dueño de la situación. Había llegado su hora. Para paliar la grave crisis, dispuso una serie de medidas extremas dirigidas a contentar al movimiento popular (una de las bases del nuevo gobierno junto con la burguesía jacobina), a restablecer el orden y a reducir el riesgo de una invasión foránea.
Impulsó la ley de Sospechosos, proyectada para reprimir fácilmente a los enemigos, genuinos o pretendidos, de la Revolución. Al mismo tiempo, concedió facultades policiales a las sociedades populares, aumentó las potestades del Tribunal Revolucionario y creó el Ejército Revolucionario, una milicia de sans-culottes, de desharrapados, a la que confió la vigilancia y el castigo de los reaccionarios y el aprovisionamiento de las ciudades.
Esto último estaba relacionado con una feroz carestía, a la que también atacó fijando precios máximos y salarios mínimos, legalizando requisas y racionamientos y gravando a los ciudadanos pudientes. Asimismo, estableció la escolarización obligatoria y gratuita y un programa de ayudas a los pobres. De todas las decisiones que tomó, la más trascendente a nivel institucional fue que dejó sin efecto la constitución vigente y que amplió las competencias del Comité de Salvación Pública, o sea, las suyas propias.
Robespierre, en otras palabras, instauró una dictadura. El Terror no fue más que eso. Aunque este régimen no era precisamente un dechado de libertad, igualdad y fraternidad, el Incorruptible lo justificó, con sinceridad o cinismo, como una etapa por la que debía pasar Francia para purificarse y proseguir luego sus reformas democráticas. Decía que la República debía ser fuerte y que el Terror era la fuerza de la República.
El Terror
Lo cierto es que durante los diez meses que duró el Terror, desde la implantación de la ley de Sospechosos al derrocamiento de Robespierre, Francia vivió una orgía de sangre. La purga no respetó a nadie. En la guillotina cayeron las cabezas de adversarios tradicionales de la Montaña, como la odiada reina María Antonieta, así como numerosos girondinos, pero también rodaron testas de jacobinos, sans-culottes y de todo aquel que no fuera, no ya lo bastante revolucionario, sino decididamente robespierrista.
Los casos más flagrantes fueron los de Danton y Jacques René Hébert. En el nuevo marco político, el primero se había convertido en el líder de los moderados, denominados indulgentes. Abogaba por el cese del Terror, que él mismo había contribuido a desencadenar, y por acordar la paz con las potencias extranjeras. En cuanto a Hébert, era el adalid de una democracia social de sesgo protocomunista y un activo partidario del Terror, un extremista total. Ambos fueron decapitados.
Danton, aunque en horas bajas, suponía una amenaza latente al poder del Incorruptible, y Hébert, ateo militante, constituía un obstáculo para la imposición del culto al Ser Supremo, religión cívica descrita por Rousseau y que profesaba Robespierre. Estas ejecuciones señalaron el inicio del período más despótico del mandatario. Librado de toda oposición, hizo y deshizo a sus anchas.
Fue el comienzo del efímero y dantesco lapso del Gran Terror, siete semanas en las que perecieron decapitadas en París 1.351 personas, tal vez más
Si ya había intentado redistribuir las riquezas con los llamados decretos de Ventose, no tuvo reparos en acometer otros asuntos sin más criterio que el suyo. Así, consolidó su autoridad sobre todas las instituciones administrativas y políticas del Estado, refrenó el movimiento popular, centralizó la justicia en un único Tribunal Revolucionario, instauró la religión del Ser Supremo y, entre otras medidas, también intensificó la represión a través de la ley del 22 de Pradial.
Esta anulaba cualquier viso de garantía procesal que pudiera restarle a un acusado, por ejemplo la comparecencia de testigos y defensores. Fue el comienzo del efímero y dantesco lapso del Gran Terror, siete semanas en las que perecieron decapitadas en París 1.351 personas, tal vez más.
De incorruptible a tirano
Pero estas acciones de gobierno llevaban en sí la autodestrucción de Robespierre. Había tensado demasiado la cuerda. Su férreo control de la Revolución se había vuelto en su contra: era el dueño indiscutido del poder, pero estaba aislado. Salvo el cenáculo de incondicionales que lo arropaban (su hermano Augustin, Louis Antoine Saint Just, Georges Couthon...), se había quedado sin bases sociales y políticas en que fundamentar su autoridad.
Se ganó numerosos enemigos entre los diputados de la Convención, de todas las tendencias, pues a todas había purgado. Las masas también le sustrajeron su respaldo, agobiadas por algunas de sus decisiones económicas. Cuando el peligro externo pareció remitir tras la victoria de Fleurus contra los austríacos, los días del Incorruptible estuvieron contados: los moderados, agazapados los últimos meses, consideraron que ya podía prescindirse de las medidas de emergencia, del Terror de Robespierre. Y se confabularon.
La conspiración cristalizó en la Convención. El 26 de julio de 1794 el Incorruptible declaraba allí que había confeccionado, una vez más, una lista de enemigos de la Revolución para el cadalso. No quiso revelar sus nombres pese a las súplicas de los delegados. Al día siguiente, cuando acudió a la Asamblea, se le impidió tomar la palabra reiteradamente, lo mismo que a sus secuaces. Solo se oían los gritos furiosos de los parlamentarios que le recriminaban sus atrocidades y demandaban su arresto.
Fue detenido. Más adelante en aquella misma jornada todavía consiguió sublevar a la Comuna, pero el conato de levantamiento fue sofocado. La tarde del 28, Robespierre fue llevado a la plaza de la Revolución, hoy de la Concordia. Su aspecto era deplorable. En lugar de la pomposa peluca que solía llevar, una venda ensangrentada cubría parte de su cabeza.
Había tratado de suicidarse de un pistoletazo, o quizá le había disparado uno de sus captores. Estaba herido y muy pálido. Vaciló ante el patíbulo, pero el verdugo no le dio tiempo de pensar. Le arrancó la venda sin miramientos para descubrir su cuello, a lo que Robespierre lanzó un aullido de dolor. Obligado a arrodillarse, fue acomodado bajo el filo de la guillotina. El mismo pueblo de París que lo vitoreara antaño se agolpaba ahora a su alrededor, regocijado con la inminencia de su muerte. Lo último que escuchó el Incorruptible fue su clamor. “¡Abajo el tirano!".
Este artículo se publicó en el número 436 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.