Escriba, una profesión de éxito
Antiguo Egipto
Los faraones necesitaban a los escribas para administrar la economía y para imponer la cultura oficial. La carrera era durísima, pero el prestigio final valía el esfuerzo. A algunos, como Imhotep, los convirtieron en dioses.
El arte de la palabra y el dominio de la escritura fueron dos piezas clave en el desarrollo de la civilización faraónica. La herencia escrita es ingente y abarca numerosos géneros. Ya fuese destinada a una vida efímera sobre el papiro o al carácter intemporal otorgado por la piedra, la escritura invadió todos los espacios de la sociedad.
Nació con una finalidad económica, pero pronto adquirió un interés trascendental: “Sé hábil de palabras [...]. Las palabras valen más que todos los combates”, se exhorta al rey Merikará, de la dinastía X, en las enseñanzas redactadas por su padre. Cuando el egipcio se encontraba en apuros debía recurrir a ellas: “Contesta sin balbucear, la boca de un hombre puede salvarlo, su discurso puede proporcionarle la indulgencia”, se aconseja a un marinero en el Cuento del náufrago para justificar ante el faraón el fracaso de su expedición.
Así pues, en una sociedad eminentemente iletrada como la egipcia, el escriba fue capital para la construcción del armazón económico-cultural. Primero, como creador de la escritura aplicada a la actividad diaria. La razón no era otra que la necesidad de registrar, de forma exhaustiva y metódica, toda acción que se desarrollase en el valle del Nilo. Y, segundo, como perfeccionador del lenguaje con que plasmar nociones abstractas y creencias religiosas.
Presto a escuchar y a escribir, este funcionario encarnó la obediencia y la fidelidad al Estado que lo había encumbrado. De hecho, los propios egipcios tenían en alta estima a este personaje. Numerosos textos redundan en la idea de que esta profesión era la mejor. El más famoso es uno conocido con el título moderno de Sátira de los oficios, compuesto durante la dinastía XII. Con exageración e ironía, se enumeran las ventajas de esta función frente al resto.
En 2002, un equipo francés descubrió en Tebas los primeros restos arqueológicos de una escuela
Poco tenían que ver las bondades del cálamo y del papiro con las calamidades y desgracias sufridas por el herrero, el barbero, el pescador o el fabricante de esteras. Como afirma el texto: “El alfarero ya está bajo tierra, aunque aún entre los vivos, excava en el lodo más que los cerdos para cocer sus cacharros... El carpintero que esgrime la azuela está más fatigado que un campesino... Los dedos del fogonero están sucios, su olor es el de los cadáveres, sus ojos están inflamados por el humo”.
La superioridad del escriba era evidente. Según la Kemyt, el compendio de modelos de cartas más famoso del antiguo Egipto, “cualquiera que sea su posición en la administración, nunca será infeliz”.
Por desgracia, desconocemos gran parte de la realidad del sistema educativo en el antiguo Egipto. No obstante, parece claro que el acceso debió de estar reservado solo a unos privilegiados. El objetivo no era la educación de la población en general. Únicamente se instruía a los futuros funcionarios que trabajarían en la administración o engrosarían las filas del sacerdocio y del ejército. Por lo general, la carrera profesional de los hijos iba paralela a la de los padres.
Conscientes de su entidad de grupo, la formación de los escribas era fundamental. Para llegar a ser lo que ellos calificaron como un “escriba hábil de dedos”, se les ofrecían numerosas escuelas. En la mayoría se impartía una instrucción elemental (leer, escribir y calcular) a la que se podía acceder a partir de los 10 años. Los estudios superiores (como astronomía, medicina, geometría o arquitectura) se impartían en los templos, verdaderas entidades económico-culturales.
En 2002, un equipo francés descubrió por primera vez los restos arqueológicos de una escuela. Fue hallada en el Ramesseum, templo edificado por Ramsés II en Tebas oeste, y estaba dispuesta al aire libre, como parece que estuvieron la mayoría. Mención aparte merece el Kap, la prestigiosa escuela reservada a los príncipes e hijos de la élite, que se ubicaba dentro del palacio real.
La relación entre estudiante y maestro se construyó sobre la base del respeto y la obediencia. Los relieves muestran a los chicos sentados en el suelo, espaldas curvadas, atentos a las lecciones. Algunos llevaban tras la oreja los pinceles que iban a utilizar para escribir. En el Papiro Anastasis V, un padre aconseja a su hijo: “Adáptate a los modos de tu maestro, escucha sus enseñanzas. ‘¡Presente!’, dirás cada vez que te llaman. Guárdate de decir ‘uf’”.
Y aunque la mayor virtud de un buen alumno era la de escuchar, también lo era la paciencia. Ante sí se desplegaba la ardua tarea de aprender a dibujar los cientos de signos de la escritura y sus valores fonéticos. Primero aprendía la cursiva, una versión rápida y simplificada, que servía para escribir con pincel y tinta sobre el papiro. La escritura jeroglífica correspondía a un nivel superior, debido a su carácter sagrado y monumental.
Cincelado en la piedra, el texto formaba parte intrínseca de la decoración. Llegados a este punto, la tarea del escriba se confunde con la del artista. La metodología consistía en memorizar, evitando, aconseja un texto, estudiar en voz alta. Para facilitar el aprendizaje disponían de manuales con modelos de cartas, fórmulas y textos básicos. También se memorizaban largas listas de palabras catalogadas por clases con un fin enciclopédico.
Además de la lectura, el trabajo de los aprendices consistía en la copia sistemática de textos relevantes por su contenido moral. Con ello, al tiempo que les enseñaban el buen hacer del escriba, les inculcaban los valores del hombre egipcio. En especial tuvo mucho éxito un tipo de literatura sapiencial conocida como “enseñanzas” o “instrucciones”, formuladas por un padre a su hijo.
Se animaba a los alumnos al esfuerzo: “No perdurará el nombre de quien deja la escuela con alegría”
La más copiada fue la ya mencionada Sátira de los oficios, en la que Khety habla a su hijo Pepy de camino a la escuela, le recomienda ser aplicado e intenta convencerle de las ventajas de ser escriba.
A golpe de bastón
Los estudiantes de entonces se diferenciaban poco de los de ahora. Dado que el papiro era un material caro, emplearon otros más baratos a modo de papel en sucio. Se conservan miles de fragmentos de madera, trozos de cerámica y caliza (los llamados ostraca) en los que escribían textos, anotaban fórmulas o practicaban la caligrafía. Solían escribirse por las dos caras y, en ocasiones, las tablas de madera se recubrían con un estuco impermeable que permitía reutilizarlas.
Los alumnos usaban el color negro para los textos, mientras que el rojo se reservaba para los títulos, los inicios de capítulo o las correcciones del maestro. Como hoy, también era habitual indicar la fecha del dictado, que se destacaba en rojo.
La repetición constante de las copias, parciales o completas, implicó su deformación, con lo que llegaron a existir distintas versiones de un mismo texto. A veces la reconstrucción de un documento se hace gracias al hallazgo fortuito de trozos copiados en fechas distintas y descubiertos en diferentes lugares de Egipto. Pero, paradojas de la historia, muchos de estos borradores son las únicas copias que se conservan de grandes joyas de la literatura egipcia, como la célebre Historia de Sinuhé, convertida en un clásico de los programas escolares de la época.
La diferencia de calidad de estos ejercicios de escriba deja en evidencia quiénes fueron los alumnos aventajados, provistos de buena letra y exentos de faltas ortográficas. Se les animaba al esfuerzo: “No perdurará el nombre de quien deja la escuela con alegría”. Los que no se aplicaban se arriesgaban a sufrir los castigos del profesor, pues se presumía que “el oído del escolar está en la espalda, él escucha cuando se le pega”.
De hecho, la palabra “enseñar” llegó a significar también “castigar”, e incluía el jeroglífico de un hombre que sostenía un bastón en actitud de golpear para mostrar que era un verbo de acción. Como ha indicado el egiptólogo Pascal Vernus, la enseñanza en el antiguo Egipto fue una actividad que requería fuerza física, y su objetivo era el de inculcar un adoctrinamiento pasivo y mecánico, no el de despertar la creatividad personal.
La rigidez de estos métodos apenas se puso en entredicho. Pocas veces escuchamos la voz del aprendiz, destinatario de esas “enseñanzas”, replicando al padre, y menos para discutir sobre la validez de lo impartido.
Al servicio del Estado
La existencia de tantos textos que glorifican la función de escriba no es casual. En realidad, son fruto de una propaganda muy estudiada por parte del Estado para mostrar su eficacia. Desde que hacia 3000 a. C. Egipto se organizó como un país unificado bajo una monarquía, el escriba participó activamente en el desarrollo de la nueva administración. En especial a partir del Reino Medio, período en el que justamente se compuso nuestra Sátira.
En este proceso, la escritura, y por tanto la lengua, se convirtió en instrumento esencial para imponer la centralización frente a los dialectos locales. El alto grado de burocratización alcanzado llevó a colocar al escriba en todos los sectores y estratos de la sociedad. Se le convirtió en una figura casi omnipresente. Aparece en la administración civil y militar, en el palacio y en el templo. A cambio, se le exige una gran especialización, por lo que se multiplica el número de títulos: escriba de los graneros, escriba del archivo, escriba del pasto de los rebaños de vacas...
Las mujeres estaban excluidas de esta carrera desde el momento en que no eran admitidas en las escuelas
Registraba la recaudación de impuestos, calculaba las cosechas, acompañaba a los soldados en las expediciones... También ofrecía sus servicios a particulares, redactando cartas y testamentos y leyendo la correspondencia. Todo aquel señor que poseyera propiedades necesitaba un escriba para gestionarlas. Esta burocracia corrió pareja a la acumulación de “papeleo”. Toda la documentación se guardaba en los archivos para su consulta.
Como aliado del faraón, fue recompensado con una carrera ascendente. Las célebres estatuas de escribas sentados, con el rollo de papiro sobre sus rodillas, son el mejor reflejo de su estatus social y su orgullo de clase. Se organizaban en torno a una jerarquía de directores, en lo alto de la cual se encontraba el visir, mano derecha del faraón. La promoción parece que resultaba fácil.
Por supuesto, las mujeres estaban excluidas de esta carrera desde el momento en que no eran admitidas en las escuelas. Pero aunque no hay constancia de mujeres escribas, es muy probable que ciertas hijas de letrados aprendieran a leer y escribir. Esta posibilidad confirmaría la teoría de que fueran autoras de algunas cartas encontradas.
El éxito de los escribas tuvo igualmente un reconocimiento social. Sabemos los nombres de muchos escribas porque firmaron sus obras. Es el caso de Pentaur, autor del célebre poema de la batalla de Qadesh para vanagloria de Ramsés II.
Es cierto que el escriba raso era más un contable o un secretario que un intelectual. Pero, a partir del momento en que escala en la jerarquía o se entremezclan sus labores con las de sacerdote, la combinación no podía ser otra que la de modelos de sabiduría. Como detentadores de la ciencia, algunos escribas perduraron en la memoria histórica.
Es el caso de Imhotep, constructor de la pirámide escalonada de Saqqara. O de Amenhotep hijo de Hapu, visir de Amenhotep III, un funcionario de origen humilde que alcanzó renombre también como arquitecto. Ambos escribas fueron divinizados en época tardía y venerados como santos. Por su parte, los faraones no dudaron en presentarse como escribas para rodearse de su aureola de prestigio.
Bajo los auspicios del mono
Jeroglífico es un término griego. Los egipcios llamaban a su escritura jeroglífica “palabras del dios”. Según la mitología egipcia, el dios Thot recibió la escritura de manos de Ra, así como la tarea de enseñarla a los hombres. Thot ejercía las funciones de escriba de los dioses, registrando por escrito todos los actos divinos. Es él quien anotaba el nombre del nuevo faraón sobre las hojas del árbol divino y quien registraba el veredicto en el juicio en que se pesaba el corazón del difunto para obtener la eternidad.
Naturalmente, este dios en forma de babuino o de ibis se convirtió en patrón del gremio de los escribas. Su principal centro de culto se encontraba en la ciudad de Jmun, llamada Hermópolis por los griegos, pues asimilaron a Thot con su dios Hermes. El origen divino de los jeroglíficos les confería un poder por encima de la escritura hierática, la cotidiana. Estaban provistos de una carga mágica y, en cierta manera, dotados de vida, puesto que con el acto de escribir se “hace ser lo que no es”, como recoge una cita de los Textos de las Pirámides.
El escriba egipcio se alzó como baluarte de toda una cultura y su memoria, dejando sus escritos como legado
Así, por ejemplo, en el interior de las tumbas se mutilaban los jeroglíficos que podían causar daño al difunto; los cuerpos de leones o serpientes son atravesados por cuchillos para anularlos mágicamente.
Dominada la escritura, el escriba asumió la tarea de componer. En las prestigiosas escuelas de los templos, llamadas Casas de la Vida, se formaba a los copistas encargados de reproducir los textos sagrados. Además, eran verdaderos centros de investigación religiosa y científica, a los que acudían los expertos para la consulta de las obras.
El país que inventó el papiro no podía dejar de rendirse al culto al libro. Un libro, según un conocido documento, era más útil que construir una casa o una tumba, y valía más que fundar una residencia. La diosa Se shat, esposa de Thot, era precisamente la protectora del “archivo de los rollos divinos”, donde se guardaban los libros religiosos.
Durante las ceremonias, su lectura corría a cargo del “portador del libro ritual”, o sacerdote lector. Puesto que era inmune a los peligros ligados a la escritura, la tradición lo asoció con la figura de un mago. En una sociedad con una tradición eminentemente oral, el escriba egipcio se alzó como baluarte de toda una cultura y su memoria, dejando sus escritos como legado.
El Estado sostuvo este conocimiento, y consiguió además transmitir interés hacia el mismo. Las bibliotecas privadas, que ya en los períodos tardío, helenístico y romano se convirtieron en algo habitual, son un buen ejemplo. En este patrimonio incalculable, el escriba fue un custodio de las palabras y un artista de la escritura.
Este artículo se publicó en el número 507 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.