Desde finales del siglo XV, Francia y España competían por la hegemonía en Europa occidental. Las fronteras pirenaicas, Navarra y, sobre todo, Italia eran fuente de continuas disputas. La llegada al trono de Carlos V agravó el problema. El dominio que ejercía sobre Flandes, Luxemburgo, el Franco Condado y, más tarde, el Milanesado hacía que el país galo estuviese cercado por un cinturón de territorios de los Habsburgo que no solo le amenazaban, sino que impedían su expansión. Todo ello hizo que la guerra entre ambos estados fuese casi permanente.
Carlos V abdicó en su hijo Felipe la Corona de España y de los territorios colindantes con Francia a mediados del siglo XVI, pero esto no alteró la situación. El rey galo, Enrique II, estaba decidido a conquistar terreno tanto en Flandes como en Italia. Por ello, había firmado acuerdos secretos con el papa Paulo IV. Con él pensaba Enrique II repartirse las posesiones hispanas en suelo italiano. Y aquí fue donde primero estallaron las hostilidades.
Francia invadió Italia, reforzando a las fuerzas papales, que ya combatían contra el duque de Alba. Las operaciones militares pronto se estancaron. Los españoles llegaron a las puertas de Roma y allí se volvió a pactar una tregua. Pero estaba claro que la nueva guerra entre Francia y España no se iba resolver en Italia. El escenario principal sería la zona fronteriza de Flandes.
Preparativos en Flandes
El clima en los campos flamencos impedía que la guerra se desarrollase en invierno. Ello dio tiempo al nuevo rey de España para buscar dinero con que proseguir la guerra en Italia y prepararla en Flandes. Pidió ayuda a su hermana Juana, gobernadora en España en su ausencia, y a su padre el emperador, que estaba retirado en Yuste. También viajó a Inglaterra para recabar el apoyo de su esposa, la reina María Tudor.
Ella le dio todo el dinero que pudo y, meses después, aprovechando la rebelión de un noble apoyado por Francia, declaró la guerra a Enrique II. Esto permitió a Felipe II contar con fondos, tropas y barcos ingleses. La llegada milagrosa de una remesa de oro de América facilitó reunir la cantidad para afrontar la guerra.
En abril de 1557 habían comenzado los ataques galos, que lograron tomar algunas plazas. En julio al fin se tenían suficientes efectivos, y Felipe II nombró comandante en jefe del ejército a su primo, el joven Manuel Filiberto, duque de Saboya.
A finales de mes comenzó la invasión de Francia: 42.000 hombres, de los que 12.000 eran jinetes, iban bajo las órdenes del joven general, mientras que Felipe II avanzaba varios kilómetros más atrás, con unos 18.000 hombres de reserva, esperando a las tropas que aún habían de unírsele. Entre los ayudantes del duque de Saboya destacaba Lamoral, conde de Egmont, que comandaba la caballería y estaba entusiasmado por entrar en acción.
Tras penetrar en la Champaña, el ejército merodeó aparentando no saber qué plaza atacar. A unos kilómetros, un ejército francés al mando de Anne de Montmorency, condestable de Francia, seguía sus evoluciones. Parecía que Guisa sería la ciudad elegida, y el francés logró introducir en ella abundantes refuerzos.
Pero una noche a principios de agosto Saboya ordenó a Egmont dirigirse con su caballería a cercar San Quintín, ciudad fortificada a unos 15 kilómetros de distancia. La sorpresa era crucial para que el enemigo no pudiese introducir auxilios en la ciudad. Al amanecer se descubrió el engaño: se había logrado cercar una plaza con muy pocos defensores.
Empieza el sitio
La ciudad contaba con unos 8.000 habitantes y estaba en un nudo que conectaba París con Flandes. Sus murallas eran poderosas, pero algo anticuadas, aunque el río Somme la protegía por el sur y una zona pantanosa por el oeste.
Al enterarse de la maniobra, Gaspar de Coligny, que comandaba la vanguardia del ejército francés, marchó a toda prisa a reforzar a los sitiados. Logró introducirse en la plaza con unos quinientos hombres. Dado su rango, almirante de Francia, y su prestigio, pasó a comandar la defensa de la ciudad.
El ejército invasor cerró rápidamente el sitio y comenzó el bombardeo de los muros. Era urgente tomar la ciudad antes de que llegase el socorro de Montmorency. El punto clave de las defensas era el arrabal de la isla, un barrio fortificado al otro lado del río y unido a la ciudad por un puente. Tomarlo era imprescindible, porque con ello se entorpecía la llegada de refuerzos.
De esa tarea se encargaron los tercios españoles, que, tras no pocas bajas, se hicieron con él. Su misión fue fortificarlo para detener un posible ataque francés, al tiempo que desde sus murallas se cañoneaba San Quintín.
Mientras, el asedio proseguía. Cada vez estaba más claro que la ciudad caería en pocos días si no llegaba un poderoso ejército de socorro.
El contingente de socorro
Pocos días después, Montmorency envió a su vanguardia a inspeccionar San Quintín. Viendo que no era atacada, el francés dedujo que las fuerzas de Felipe II no eran tan fuertes y se dispuso a avanzar. Los 20.000 hombres del condestable de Francia (6.000 de ellos jinetes) llegaron a la orilla sur del río. Sus cañones comenzaron a batir el campamento sitiador, mientras llevaban al río cientos de barcas requisadas para que sus soldados pudiesen cruzarlo. El plan era atravesar lo más rápidamente posible el Somme y que miles de hombres pudiesen reforzar la guarnición de la ciudad.
El cruce en barcas sobrecargadas, que con frecuencia se varaban en los fondos cenagosos, se convirtió en una tarea muy lenta, lo que permitió a los arcabuceros del duque de Saboya, en la otra orilla, disparar sobre ellos. De los que alcanzaron la otra ribera, muchos lo hicieron heridos y con las armas mojadas. Solo unos pocos pudieron penetrar en la ciudad, aunque sin armas, suministros o munición.
Mientras, Saboya ordenó a Egmont y sus jinetes cruzar el río más arriba sin que el enemigo se percatase. Por el escaso caudal del Somme en verano, se pudo levantar un puente sobre barcas que, camuflado, pasó inadvertido a Montmorency. La caballería cruzó, se escondió tras unas colinas y esperó.
Después comenzó, bien a la vista, a cruzar por un puente más cercano toda la infantería del duque de Saboya que no era indispensable para mantener el cerco, con mil jinetes más. El general francés respondió enviando a su caballería.
Había caído en la trampa. Cuando los caballos franceses estaban a punto de acometer a la infantería del rey español, Egmont cargó por la espalda y el flanco de los galos. El condestable comprendió la treta y mandó hacer retroceder a sus caballos. Después ordenó a la infantería que estaba tratando de cruzar el río que volviese atrás para hacer frente al ejército del duque de Saboya, que se le echaba encima.
La batalla
A Montmorency solo le quedaba la opción de la retirada para salvar el máximo de fuerzas, confiando en que la ciudad pudiese resistir por sí sola. Pero su infantería estaba agotada, lo que hizo que la marcha fuese muy lenta. A la cabeza iban los cañones, detrás los infantes, muchos de ellos heridos, los carros y, en retaguardia, la caballería, que trataba de proteger a toda la comitiva. El objetivo era alcanzar los bosques de Montescourt, en donde el condestable esperaba reorganizar la defensa.
El duque de Saboya decidió buscar la batalla campal para obtener una victoria rotunda. Ordenó a parte de la caballería de Egmont que se adelantase por los flancos al ejército francés en retirada y se situase delante de los bosques a los que pretendía llegar. Mientras tanto, con otras unidades montadas, no dejaba de hostigar a la retaguardia francesa.
Tras tres horas de agotadora marcha, el ejército francés llegó a las inmediaciones del bosque, pero allí estaban 2.000 jinetes cortándoles el paso. Al condestable de Francia no le quedaba otra que combatir. Logró situar lo que quedaba de la caballería en las alas, sus mercenarios alemanes en vanguardia y él, junto con los veteranos gascones, en retaguardia.
Para no dar tiempo a que se organizase la defensa, empezó el ataque de los 8.000 caballeros de Egmont, con él al frente. Detrás venía la infantería del duque de Saboya, que remataría la faena. Poco a poco los cuadros defensivos comenzaron a romperse, e irrumpieron por sus grietas las monturas de los atacantes. Los 5.000 mercenarios alemanes se rindieron. A Montmorency solo le quedaban sus gascones, que enseguida comenzaron a ser castigados con fuego de arcabuz y de metralla.
Todo acabó en cuestión de una hora. La carnicería fue espantosa. Los vencidos contaron más de 6.000 muertos, entre los que había 300 miembros de la nobleza. Los prisioneros fueron unos 7.000, entre ellos Montmorency, herido, que en vano había buscado el combate personal para morir con honor. Otros 6.000 lograron escapar aprovechando la confusión de la batalla.
Llega Felipe II
Ese mismo día, por la tarde, se envió recado urgente al rey, que estaba en Cambray, notificándole la victoria. Partió hacia San Quintín, donde llegaría el 13 de agosto con 20.000 hombres de refuerzo.
San Quintín se negaba a rendirse, confiando en la llegada de un milagroso socorro. Su defensor, Coligny, impuso un régimen de terror y ahorcó a los que se atrevieron a hablar de rendición. Contaba con algo más de 2.000 defensores y sabía que su resistencia podía ser crucial para la defensa de Francia, al entretener ante sus muros a más de 50.000 soldados de Felipe II.
Durante los siguientes días el cerco se fue estrechando. La acción de los cañones y las minas fue demoliendo poco a poco los lienzos de las murallas. El ataque definitivo era inminente. El día elegido fue el 27 de agosto, y los puntos de ataque fueron varios, lo que impidió a los franceses concentrar la defensa. Cuando los asaltantes irrumpieron en la ciudad, la matanza y el saqueo fueron horribles.
Coligny se puso sus mejores ropajes y sus joyas para ser reconocido y salvar así su vida a cambio de un sustancioso rescate, lo que consiguió. Al día siguiente la ciudad fue incendiada. A los pocos días el ejército de Felipe II regresaba a Flandes y los mercenarios alemanes eran licenciados. Todo había concluido.
La guerra prosigue
Pero Enrique II no estaba dispuesto a aceptar la derrota, y organizó otro ejército al mando del duque de Guisa. Tras una importante contraofensiva tomó Calais, y en los primeros meses de 1558 obtuvo algunos triunfos en el sur de Flandes. A finales de la primavera un ejército atacó por sorpresa por la costa, tomando Dunkerque y avanzando sobre Nieuport.
Felipe II recibió en Bruselas la preocupante noticia y decidió que fuese el conde de Egmont quien saliese al encuentro de los invasores. El 13 de julio se iba a dar la batalla de Gravelinas, nuevo desastre francés que desbarató los planes de Enrique II. Además, no tenía dinero para nuevas empresas, por lo que necesitaba la paz. Lo mismo le sucedía a Felipe II y, por otra parte, una cosa era vencer a Francia en las zonas fronterizas y otra organizar una invasión en toda regla del país.
Tras unos meses de calma tensa y de escaramuzas, en 1559 se firmaba la Paz de Cateau-Cambrésis. España ganaba numerosos territorios y se estipulaba el matrimonio de Felipe II –que había enviudado de María Tudor– con la hija del rey francés, Isabel de Valois. La guerra, por el momento, había terminado.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 469 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.