El tópico presenta la España de los Habsburgo como un gigante incompetente y fanático. Lo que algunos historiadores no aciertan a explicar es cómo pudo durar tanto una potencia supuestamente reñida con la buena administración y las innovaciones. Y, sin embargo, una mirada atenta nos revela que no todo era despilfarro y alergia al trabajo manual. Muchas cosas no funcionaban, pero otras sí. Y lo hacían con notable eficacia.
El Imperio no se regía solo por la fuerza militar. Los españoles contaban con el respaldo de las élites locales, siempre a la búsqueda de un paraguas que protegiera sus intereses. Por eso, cuando Portugal se vio descabezado por la muerte en batalla del rey Sebastián, Felipe II apareció ante muchos lusitanos como una garantía de seguridad para la defensa de su imperio ultramarino.
Sin embargo, no a todos los castellanos les parecía rentable ir por el mundo de gendarme planetario: sus recursos económicos podían gastarse en cualquier territorio y todo el mundo podía obtener cargos en su Corona; ellos, en cambio, se veían tratados como extranjeros fuera de sus fronteras.
Por eso, en una de las deliberaciones del Consejo de Castilla en 1639, se planteaba una situación que parecía poco equitativa: “Ninguno de los Castellanos en otros Reynos goça de premio ni de comodidad alguna, porque las que ay en cada uno son de sus mismos naturales y solo los de Castilla son perjudicados en esto”.
Contra la fuerza
Aunque el tópico pinta a los españoles como un pueblo que llevaba el imperialismo y el autoritarismo en su ADN, el uso de la fuerza por parte de los Habsburgo encontró voces críticas en la península. Una de estas la del humanista Benito Arias Montano, que criticó la guerra de Flandes por los métodos despiadados del duque de Alba: tanta represión no le iba a servir a Felipe II para recobrar el corazón de sus vasallos.
A su vez, el historiador Pedro de Rivadeneyra mostró sus reticencias ante la incorporación de Portugal en 1580. No le veía sentido a una anexión que tendría que traducirse en la guerra contra un pueblo vecino como el lusitano, igualmente católico y, según ideas de la época, tan español como castellanos o aragoneses.
Además, un conflicto bélico beneficiaría al monarca, pero no a la gente que estaba bajo su autoridad: “Paresciendo a muchos que lo que se gane en Portugal es acrecentamiento de su majestad y de su real corona, y no de las haciendas ni de las honras de los que han de pelear”.
Por su parte, el canónigo Pedro Fernández de Navarrete planteó que había llegado el momento de poner límites a la expansión territorial. España haría bien en poner freno a su imperio, porque una grandeza excesiva significaba el comienzo de la decadencia: “Para evitar el consumirse y acabarse los españoles, será cordura poner límite y raya a su extendido imperio”.
El agravio castellano
En teoría, Castilla era el corazón de una superpotencia mundial. En la práctica, ese era un honor que acarreaba más molestias que beneficios. Se suscitó así un resentimiento que partía de la convicción de que el peso de la carga imperial era excesivo. A la hora de la verdad, para mantener la hegemonía de los Habsburgo, solo se podía confiar en los castellanos.
Francisco de Quevedo expresó esta sensación de agravio comparativo con unos versos memorables: “En Navarra y Aragón no hay quien tribute un real. Cataluña y Portugal son de la misma opinión. Solo Castilla y León y el noble Reino Andaluz llevan a cuestas la cruz”.
Por eso se hicieron oír protestas acerca del desvío de fondos castellanos para atender obligaciones militares más allá de sus fronteras. ¿Que había que defender Navarra, Vizcaya, Aragón o Valencia? A estos reinos correspondía ser los primeros en correr con los gastos. ¿Que había que sostener la religión en Flandes? Un procurador, en 1593, encontró la solución apropiada para acabar con un dispendio que no se traducía en ninguna victoria decisiva. Puesto que los herejes –los protestantes flamencos–, según él, querían ir al infierno, el problema era suyo y no de los españoles: “Que pues ellos se quieren perder, que se pierdan”.
Cinco años antes, en las Cortes celebradas en Madrid, se había escuchado otra queja contra el conflicto en los Países Bajos, un pozo sin fondo por el que desaparecían incontables recursos. La contienda hacía que los impuestos llegaran a ser insoportables: “¿Qué tiene que ver que para que cesen acullá las herejías que nosotros acá paguemos el tributo de la harina? ¿Por ventura, serán Francia, Flandes e Inglaterra más buenas cuanto España más pobre?”.
El arbitrismo
El declive militar y político llevó aparejado el surgimiento de todo tipo de proponentes de remedios, los denominados “arbitristas”, todos dolidos con la pésima situación del país, aunque no siempre acertados a la hora de formular soluciones prácticas.
Para muchos de ellos, como señaló el hispanista Henry Kamen, el auténtico esplendor español había tenido lugar bajo los Reyes Católicos. Martín González de Cellorigo, en 1600, se refería en estos términos a una etapa que le parece una auténtica edad de oro: “Nunca nuestra España en todas las cosas tuvo más alto grado de perfección que en aquellos tiempos”.
A partir de entonces, según este tipo de autores, todo habría ido cuesta abajo. El descubrimiento y la conquista de América no se entienden como un activo, sino, por el contrario, como una carga que ha desbarajustado la economía.
“La pobreza de España ha resultado del descubrimiento de las Indias Occidentales”, escribe el economista Sancho de Moncada a principios del siglo XVII. España contaba con grandes cantidades de plata, pero no sabía usar bien sus riquezas. Los metales preciosos, por su abundancia, bajaban de valor, pero hacían que la inflación se descontrolara: “Se introducen altos precios en todas las cosas”.
La época del Imperio suscitó, por tanto, reacciones contrapuestas. Unos españoles se sintieron parte de un pueblo elegido para dominar el mundo. Otros, por el contrario, creyeron que el país abarcaba demasiado y que eso, tarde o temprano, conduciría al desastre. Había que confiar menos en la plata de América –el equivalente, en cierto sentido, al turismo de la actualidad– y prestar más atención a la economía productiva para generar un auténtico desarrollo.