A los caballeros hospitalarios no les gustaba Malta. Cuando llegaron en 1530, tras la cesión de las islas y de Trípoli por parte de Carlos V para batallar contra el islam, encontraron el archipiélago casi carente de agua dulce, habitado por gentes que los miraban con recelo y pobremente fortificado.
Apenas había tres plazas guarecidas, y sus anticuadas estructuras se hallaban medio derruidas. Una era la ciudadela de la isla de Gozo, y las otras dos, en la isla de Malta, eran Mdina, la capital de la aristocracia local, y un pequeño castillo costero en la península de Birgu.
No corrían buenos tiempos para la cofradía, que deambulaba por el Mediterráneo sin una sede estable desde su expulsión de Rodas por los turcos en 1522. Los hospitalarios añoraban ese lugar donde habían residido durante más de dos siglos. Pero recuperarlo no parecía posible, y Malta ofrecía dos ventajas a tener en cuenta.
Por un lado, se encontraba en medio del Mediterráneo y de las rutas navales que comunicaban el este y el oeste del Imperio otomano, obstaculizando el tránsito entre la metrópolis y la mitad occidental del norte africano, base de los corsarios libios, tunecinos y argelinos. Por otro, la isla mayor del archipiélago poseía un magnífico puerto natural. Espacioso y de aguas profundas, estaba dividido en dos zonas (el Gran Puerto y la bahía de Marsamxett) por la península de Sciberras.
Bajo una amenaza real
La comisión que había explorado las islas antes de aceptar la donación de Carlos V había destacado ya estos dos puertos, “amplios para alojar flotas de cualquier tamaño”. La comisión también sugirió la posibilidad de construir un núcleo fortificado en la península de Sciberras.
Los caballeros querían dedicar sus recursos a reocupar Rodas. Sin embargo, de momento estaban en Malta y no podían dejar las defensas en aquel estado. Eran las típicas fortificaciones medievales, ineficaces murallas altas y delgadas rematadas por torres aquí y allá. Los cañones demandaban murallas bajas y gruesas con bastiones que, además de aumentar la solidez de la estructura, permitían someter al enemigo a fuego cruzado al sobresalir en el perímetro.
Como solución temporal, los caballeros decidieron poner al día en el Gran Puerto el castillo de Birgu (convertido en el fuerte de San Ángel y en la residencia del gran maestre) y la ciudad de Mdina, en el interior. Y es que la amenaza musulmana era muy real. Liderado por Solimán el Magnífico, el expansivo Imperio otomano había llegado a las puertas de Viena.
Las invasiones sarracenas
Malta sufrió esta escalada. En 1551, cerca de cien naves berberiscas atracaron en la bahía de Marsamxett. Sus 10.000 hombres se vieron obligados a reembarcar días después debido a la resistencia de los hospitalarios. Pero entonces se dirigieron a Gozo, donde secuestraron a la mayor parte de la población, en torno a cinco mil personas, para venderla. La misma expedición marchó a Trípoli, donde fulminó al destacamento de la orden y recobró el lugar para el islam.
Tras esta amarga experiencia, la cofradía emprendió nuevas obras defensivas. Además de reparar la ciudadela de Gozo, en Malta los caballeros construyeron el fuerte de San Elmo, en la punta de la península de Sciberras, y el fuerte de San Miguel, en la base de la península de Isola. Estos baluartes desempeñarían un papel crucial en el Gran Sitio, el mayor ataque anfibio que padeció el archipiélago en su historia.
El asedio respondió a la irritación que producía en el Imperio otomano la presencia de los hospitalarios cerca de sus posesiones. Porque, así como los barcos y las costas cristianas soportaban a los corsarios musulmanes, los hospitalarios se habían especializado en la piratería desde su estancia en la isla de Rodas, y aguijoneaban los intereses islámicos con acciones de guerrilla naval.
En mayo de 1565 se avistaron en Malta más de ciento noventa barcos sarracenos. Portaban entre 22.000 y 40.000 hombres, muchos más que el medio millar de caballeros y los 8.500 soldados que, liderados por el gran maestre Jean Parisot de la Valette, iban a defender las islas.
Los berberiscos asaltaron la zona portuaria donde se levantaban los fuertes de San Elmo, San Ángel y San Miguel, y las poblaciones de Birgu y Senglea, que habían crecido junto a estos dos últimos. El primer fuerte, el de San Elmo, claudicó pronto. En el resto los hospitalarios consiguieron repeler los ataques una y otra vez.
Una nueva base permanente
Aislados, disminuidos y casi sin munición ni víveres, los monjes guerreros vieron llegar como un milagro los refuerzos del virrey español de Nápoles. Con los caballeros supervivientes, lograron desalojar a los agresores en septiembre. La expulsión de los turcos tras cuatro meses de asedio masivo tendría un profundo impacto en el destino de la cofradía y su relación con Malta.
El Gran Sitio dejó exhausta a la hermandad. A las bajas sufridas había que sumar las fortificaciones, villas y cosechas arrasadas y el dinero gastado. Y esto justo cuando la Reforma protestante había debilitado la economía de la orden, al arrebatarle prioratos Europa. Sin embargo, convertidos en los héroes del momento en la cristiandad, los hospitalarios pronto contaron con la ayuda financiera de las Coronas católicas y el papado.
Por otro lado, el episodio bélico confirmó que los caballeros habían acertado al apiñar las defensas en torno al Gran Puerto. Pero el área requería un cinturón de protección más amplio y vigoroso que los fuertes erigidos, en ruinas, por cierto, tras el asedio.
Birgu, además, capital de la orden, resultaba difícil de defender, y en ella “se estaba hacinando la población”, como señala Stephen C. Spiteri, quizás el mayor experto en las fortificaciones de Malta. El triunfo colosal sobre los musulmanes había estrechado los lazos de los caballeros con las islas.
La muestra más palpable del capítulo que se abría tras la derrota sarracena fue la construcción de una nueva capital
Según explica la especialista Alison Hoppen, en adelante tomaron el archipiélago “como su base permanente”, abandonando el sueño de retornar a Rodas. Lo expresaron simbólicamente rebautizando Birgu como Victoriosa y Senglea como Invicta, y adoptando ellos mismos el nombre por el que se los conoce desde esas fechas, la orden de Malta.
Nace La Valletta
La muestra más palpable del capítulo que se abría tras la derrota sarracena fue la construcción de una nueva capital. Su emplazamiento recayó en la península de Sciberras. Era la parte más alta de la costa que rodeaba aquel puerto considerado ideal por los caballeros.
La idea de edificar allí una ciudad fortificada surgió años antes del Gran Sitio. Su futuro vencedor, el gran maestre La Valette, había contratado a los ingenieros italianos Bartolomeo Genga y Baldassare Lanci para llevar a cabo el proyecto. Se abortó por la falta de fondos y el temor a una incursión otomana como la que terminó ocurriendo. Hasta que la victoria trajo aparejado un balón de oxígeno e hizo fluir el dinero desde Europa.
La realeza católica del continente y el papa Pío IV aportaron fuertes sumas para levantar La Valletta, como se llamó a la capital en honor del gran maestre. Muy interesado en mantener el valioso bastión maltés en el seno marítimo del islam, el papa de la Contrarreforma envió allí a uno de sus mejores ingenieros militares, Francesco Laparelli.
Las obras, iniciadas en marzo de 1566, avanzaron rápidamente y en ellas participaron unos ocho mil trabajadores. Algunos fueron albañiles y artesanos remunerados, pero la mayoría eran esclavos.
Lo primero, las defensas
La construcción de La Valletta comenzó por las fortificaciones y la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria. Después se trazaron las calles y tomaron forma edificios como el palacio del Gran Maestre o la concatedral de San Juan.
Las fuerzas hospitalarias, estima Spiteri, estaban constituidas por “unos seiscientos caballeros más cerca de dos mil mercenarios”, además de las milicias reclutadas entre los habitantes para defender sus pueblos, varones de 12 a 65 años. Al no contar con muchos efectivos, los hospitalarios “se especializaron en construir fortificaciones” ante un enemigo más poderoso. Aparte de esto, los bastiones cumplían una función disuasoria, al ser lo primero que se veía del área portuaria al llegar por mar.
El diseño de Laparelli comprendía un tercio de la península de Sciberras. Murallas y bastiones irregulares miraban, por un lado, a Marsamxett y, por el otro, al Gran Puerto. Este perímetro rodeaba toda la ciudad-fortaleza e incluía el fuerte de San Elmo en el extremo marítimo. Había un frente terrestre encarado al interior de la isla. Estaba protegido por cuatro baluartes convencionales de bahía a bahía y por dos cavaliers (casamatas elevadas) pentagonales flanqueando la puerta de acceso.
Un programa incesante
Dentro del recinto aguardaba más ingeniería bélica al adversario que osara aparecer por La Valletta, preparada para resistir hasta un año de asedio sin asistencia exterior. Las vías eran para facilitar el desplazamiento de cañones en caso necesario. De hecho, la calle mayor comunicaba la puerta de entrada con el fuerte de San Elmo, o la tierra con el mar.
Cada casa se edificó con cisterna propia para recoger el agua de lluvia, y con una bodega subterránea que conectaba con las otras domésticas a través de una red de túneles. La idea era que permitieran recortar la ciudad manzana a manzana si el enemigo lograba colarse en esa red.
En 1571, los caballeros decidieron que las obras estaban lo bastante avanzadas como para trasladar sus instituciones a la nueva capital. Esto coincidió con el triunfo cristiano en Lepanto, que, de haber sido una derrota, habría otorgado al islam el dominio absoluto del Mediterráneo.
Tras Lepanto, Estambul vio entorpecidos sus enlaces con las flotas berberiscas del norte africano, pero estas continuaron ejecutando sus incursiones. Esto, junto con serias amenazas de invasión durante los siglos XVII y XVIII y un goteo constante de razias piratas, hizo de La Valletta solo el primer paso en un programa incesante de fortificaciones que llegaría a englobar todo el archipiélago.
Cerrando el círculo
Así, a consecuencia de los cañones de mayor alcance del siglo XVII, nacieron las líneas de Floriana como extensión del frente terrestre de La Valletta, lo que terminó formando un plan concéntrico. Con esta iniciativa, empezada en 1635 por el ingeniero Pietro Paolo Floriani, se concretó el proyecto de fortificar toda la península de Sciberras.
También se añadieron refuerzos exteriores a los bastiones de este sector y una luneta, o baluarte independiente, para proteger la puerta principal, una serie de trabajos orientados a “redoblar las defensas que miraban al interior” de la isla.
Se emprendió una tarea parecida en la orilla del Gran Puerto opuesta a La Valletta con la construcción de las líneas de Santa Margarita, que cerraron el acceso por tierra a las ciudades de Birgu y Senglea. Más tarde, a partir de 1670, se consolidó este contorno circundándolo con otro exterior, las líneas de Cottonera, y levantando el fuerte Ricasoli en la punta homónima, frente al fuerte de San Elmo, robustecido también con nuevos bastiones.
Pero quedaba una importante asignatura pendiente: la edificación de defensas en el puerto de Marsamxett, la bahía al otro lado de la península de Sciberras. Los caballeros se ocuparon de ello en el siglo XVIII. En 1723 erigieron el fuerte Manoel en la isla que domina esta área. De 1792 a 1794 se levantó el fuerte Tigné en la punta Dragut, pequeño pero de diseño revolucionario, debido al ingeniero Stefano de Tousard. Abandonaba la típica forma bastionada por una de diamante, más una torre circular y un foso con tres grandes galerías con túneles en la contraescarpa, el flanco exterior.
Esta construcción, sin embargo, fue la última en el archipiélago de la orden de Malta, que en 1798 era desalojada por las tropas de Napoleón. Con todo, tras casi tres siglos de obras continuas, este patrimonio monumental permanece hoy como un ejemplo único de la evolución de la arquitectura defensiva durante la Edad Moderna. Un auténtico laboratorio en la materia que abarca 60 km de fortificaciones en una isla de apenas 246 kilómetros cuadrados, una concentración de murallas y bastiones sin parangón en el Mediterráneo.
Este artículo se publicó en el número 525 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.