Diana de Poitiers, la rival de Catalina de Médicis
Se vio convertida en el objeto de amor cortés de un jovencísimo príncipe, Enrique, veinte años menor, que más tarde sería rey de Francia. Pronto el amor cortés dejó paso al amor a secas.
El 17 de marzo de 1526, la corte francesa se hallaba a orillas del Bidasoa. Se disponía a ser testigo del intercambio pactado en el Tratado de Madrid, por el que Francisco I de Francia, para recobrar su libertad tras la batalla de Pavía, entregaría a sus dos hijos, Francisco y Enrique, al emperador Carlos V en calidad de rehenes. Enrique, un niño de apenas siete años, estaba muy asustado.
Posiblemente no comprendía lo que sucedía a su alrededor, solo que iban a apartarle de los suyos. Su sufrimiento no parecía importar a nadie. A nadie, excepto a la esposa del senescal de Normandía, una mujer veinte años mayor que él, que se acercó al pequeño y, abrazándole, le besó. Enrique nunca olvidaría aquel beso, el primero que recibiría, ya de adulto, de aquella hermosa y conmiserativa dama llamada Diana de Poitiers.
La esposa del senescal
Diana había nacido en el castillo de Saint-Vallier en 1499. Era hija de Jean de Poitiers, conde de Saint-Vallier, y de su esposa, Juana de Batarnay. Sus padres, como correspondía a su condición, le proporcionaron un gran refinamiento y una considerable formación cultural. Pero, de acuerdo con las costumbres de la época, apenas tenía quince años cuando su padre decidió casarla con Louis de Brézé, gran senescal (cargo similar al de virrey) de Normandía y nieto de Carlos VII de Francia y su favorita Agnès Sorel.
Sin duda, era una boda muy conveniente para el señor de Saint-Vallier, pero no tanto para su joven hija, puesto que el flamante marido la aventajaba en más de cuarenta años. No obstante, contra los vaticinios de unos y ante el asombro de otros, Diana fue una esposa fiel y abnegada. Tras enviudar en 1531, adoptó el negro, el blanco y el gris como únicos colores para su vestuario, en homenaje al que había sido su esposo y padre de sus dos hijos.
Tal vez por esta conducta intachable se le permitió conservar los cargos de su difunto marido y el título de Sénéchale de Normandie. Por entonces, Diana ya estaba introducida en la corte. La posición de su marido le había permitido convertirse en dama de compañía de Claudia de Francia, primera esposa de Francisco I, y de Luisa de Saboya, duquesa de Angulema.
Aún en vida de su marido se decidió que pasara a cubrir idéntico cargo al servicio de Leonor de Austria, la nueva esposa del rey, cuya llegada desde Madrid en compañía de los dos pequeños príncipes, una vez firmada la paz con Carlos V, era inminente. Habían pasado cinco años desde aquel beso a orillas del Bidasoa, y el pequeño Enrique ya había cumplido los doce.
Pero, por lo visto, no había olvidado el gesto de Diana, y, durante las justas celebradas en honor de su futura madrastra, inclinó su estandarte en homenaje a la hermosa viuda del senescal. Poco después, el matrimonio de Brézé se convirtió en anfitrión de los reyes y sus hijos. Fue una estancia festiva en sus posesiones de Anet, en el transcurso de la cual algunos autores defienden que entre Francisco I y Diana surgió, si no el amor, sí la chispa de la pasión.
Apunta en esta dirección el perdón obtenido, al pie del cadalso, por el padre de Diana, implicado en una conjura contra el rey. Pero no existen pruebas que permitan asegurar cualquier tipo de relación amorosa entre la entonces señora de Brézé y el monarca galo. Sí que las hay, en cambio, de que el propio Francisco pidió a Diana que animase a su pequeño Enrique, un muchacho atlético, apuesto y hábil, pero de carácter taciturno, a quien apodaban “el bello tenebroso”.
La dama de Enrique
El cautiverio en Madrid había oscurecido el temperamento del joven príncipe. Aun con todas las condiciones necesarias en un adolescente para disfrutar de la vida, Enrique era retraído, poco amigo de las fiestas, y se mostraba sempiternamente triste. Francisco I, que no en vano era un auténtico galán, supo intuir cómo curarle de los males que oscurecían su alma, y Diana se convirtió en su mejor medicina.
Cumpliendo las órdenes del rey, esta se transformó en la “dama” del melancólico príncipe. Es decir, al estilo de los libros de caballerías y según la moda cortesana, inició una relación en la que ella encarnaba el amor puro y desinteresado para su caballero, sin que mediara entre ellos relación física. Francisco I, además, lo tenía todo previsto.
Por si la tentación era más fuerte que el príncipe, en 1533 decidió casarle con una jovencita italiana de su misma edad: Catalina de Médicis. Una muchacha, hija de Lorenzo II de' Medici, a quien deslumbró la perspectiva de ser princesa de Francia, pero que no contaba con que la muerte de su cuñado Francisco tres años después iba a convertir a Enrique en delfín y, en consecuencia, a abrirle el camino al trono.
Pese a la diferencia de edad, Diana, una hermosa mujer de casi cuarenta años, tenía totalmente subyugado al príncipe.
De poco sirvió la precaución del rey. La pasión entre Enrique y Diana se desbordó, y su platónica relación no tardó en pasar a mayores. Pese a la diferencia de edad, Diana, una hermosa mujer de casi cuarenta años, tenía totalmente subyugado al príncipe, que apenas si rozaba la veintena. Enrique se entregó a Diana por completo.
Más que de amor, puede hablarse de fascinación: tomó los colores (los célebres blanco, negro y gris) de su dama, firmaba con dos medias lunas entrelazadas –Diana era, en la mitología romana, la personificación de la luna– y no había situación política o diplomática sobre la que no le pidiera consejo. Su joven esposa, entretanto, languidecía.
Cierto que Catalina no era una mujer extremadamente hermosa, pero sí inteligente y preparada. Era, además, sensata y ambiciosa. Su sentido común le decía que su posición peligraba: en más de siete años de matrimonio aún no había conseguido dar un heredero al delfín, pero este tenía una hija bastarda de una relación esporádica con una bella piamontesa. Si se demostraba que la italiana era estéril, el papa podía anular el matrimonio.
La posibilidad no convenía a ninguna de las dos mujeres del príncipe Enrique. A su esposa, porque le acarrearía perder su estatus de futura reina. A su amante, porque la sucesora de Catalina podía no aceptar una situación que le permitía permanecer en la corte al lado de su amado. Así pues, lo mejor para ambas era aliarse.
Cordiales enemigas
Entre esposa y amante se estableció un pacto tácito que las hacía “odiarse cordialmente”. Es obvio que el papel más desairado le tocaba a Catalina, por cuanto sus poderes fácticos se veían limitados a recibir los honores de la corte y, desde que Diana le envió a médicos de su confianza, a parir un hijo tras otro hasta darle al monarca diez vástagos.
Pero en ningún caso le permitió ese papel ejercer la más mínima influencia sobre su marido, ni mucho menos ganarse su amor. Posiblemente, la sagaz italiana confiaba en que el tiempo pondría las cosas en su sitio y acabaría con la legendaria belleza de Diana, a quien, por si fuera poco, veía multiplicada en las estancias palaciegas a través de una infinidad de estatuas y cuadros, algunos de ellos alegorías basadas en la imagen de la diosa cazadora del mismo nombre.
La muerte de Francisco I aumentó las diferencias. Enrique, ya rey, se volcó en colmar a su amante de halagos, joyas, posesiones… Entre ellas, uno de los tesoros de la Corona: el castillo de Chenonceau, que la favorita se ocupó de engalanar, ampliar y remodelar a su gusto. Tantas y tan ostentosas fueron las donaciones del monarca a Diana que el escritor Rabelais no dudó en exclamar: “¡El Rey ha colgado las campanas del cuello de su mula!”.
Convertida en duquesa de Valentinois por prerrogativa real, la ascendencia de Diana fue ilimitada. Situó a sus amistades en puestos clave del gobierno, influyó en la orientación de la política exterior e incluso se ocupó de la educación de los hijos del rey y de Catalina nombrando ayo de los príncipes a su primo, el señor d’Humières.
Los artistas la tomaban por modelo, los poetas la cantaban, los cortesanos buscaban su compañía…
Católica ferviente, no tardó en emprender una cruzada personal contra los hugonotes, cuyas propiedades incautadas pasaron a su patrimonio, un detalle que abre una evidente incógnita sobre la sinceridad de su fe. Pero nada parecía desengañar al rey, que pasaba junto a ella la mayor parte del día.
Por entonces, Diana había cumplido ya los sesenta años, pero seguía manteniendo una considerable belleza y, sobre todo, un porte distinguido y una elegancia en sus modos que permitían que su presencia no fuera ofensiva para nadie en palacio. Los artistas la tomaban por modelo, los poetas la cantaban, los cortesanos buscaban su compañía… sin tener en cuenta los celos cada vez mayores de la reina.
Catalina, aun resignada a saber que la favorita era dueña del amor de su marido, no toleraba su preeminencia en palacio. Nada podía hacer. Enrique II de Francia continuaba absolutamente fascinado por Diana. Como escribió el poeta Joachim du Bellay a la duquesa de Valentinois: “Habéis aparecido / como un milagro entre nosotros / para que de este gran rey / pudierais poseer el alma”.
En manos de Diana, Enrique II llevaba una vida galante, rodeado de artistas, practicando la caza y organizando justas en las que rendir sus armas a los pies de su dama. Precisamente en el transcurso de una de ellas, en 1559, portando los colores de Diana, el monarca se enfrentó al capitán de la guardia escocesa, Gabriel de Montgomery.
En un envite inesperado, la lanza del escocés se hundió en la cuenca del ojo del rey. Una terrible agonía de diez días puso fin a la vida de Enrique, a su historia de amor y a la felicidad de Diana de Poitiers.
El triunfo de Catalina
Era el momento de Catalina de Médicis. No permitió que madame –como se llamaba a Diana en palacio– entrara en las habitaciones del moribundo. Es más, tras la muerte del rey, la favorita hubo de conformarse con ver pasar el cortejo fúnebre desde su ventana. Luego se vio obligada a devolver a la reina las joyas, el dinero y la mayoría de sus posesiones, entre estas, su residencia de Chenonceau.
En compensación, la soberana le entregó el castillo de Chaumont, en el que también había pasado momentos felices, pero apenas si lo visitaría tras la muerte de Enrique. Triste y derrotada, Diana se retiró a su castillo de Anet, el mismo que había hecho decorar como un templo a su persona con el leitmotiv de Diana cazadora. Era el lugar donde ella y su esposo habían acogido un día ya lejano a la familia real y donde se había convertido en la “dama” de un príncipe. Allí falleció, perdida en sus recuerdos, en 1566.
Este artículo se publicó en el número 488 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .