La pintura tenebrista de Zurbarán
Austero, intenso y místico. Los siglos no han restado modernidad al arte de Francisco de Zurbarán.
Corre 1630. Un indignado Alonso Cano encabeza una petición formal del gremio de pintores de Sevilla para exigir a Francisco de Zurbarán que se someta, como todos los demás, al examen oficial obligatorio para trabajar como maestro pintor en la ciudad. No le falta razón. Las normas de la época son claras, y Zurbarán, extremeño de nacimiento, ha entrado en Sevilla por la puerta de atrás.
Cuatro años antes, fray Diego de Bordas, prior del convento de San Pablo el Real, le había encargado catorce pinturas sobre las vidas de santo Domingo y de siete padres y doctores de la Iglesia. A cambio, se comprometió a pagar 4.000 reales, una cantidad modesta. La tarea había de estar lista en ocho meses, lo que impuso un ritmo de trabajo frenético, de unas dos semanas por cuadro. Unas condiciones exigentes, sin duda, pero también una inversión de futuro: el boca a boca no tarda en atraer a nuevos clientes al taller de Zurbarán.
El dominio del color del joven artista, sus rojos, pardos y blancos, o su extraordinaria habilidad para representar tejidos, desde el hábito más humilde hasta la capa pluvial más ostentosa, seducen a otras órdenes religiosas. Los mercedarios sevillanos le encargan veintidós pinturas y multiplican por cuatro la tarifa inicial. Los franciscanos le piden lienzos sobre san Buenaventura.
El Consejo Municipal lo toma bajo su protección y le propone instalarse definitivamente en Sevilla. El prestigio y la influencia de Alonso Cano no serán suficientes para hacer pasar a Zurbarán por el aro. Jamás se someterá a la prueba del gremio ni pedirá autorización alguna para hacerse llamar maestro.
Factoría de santidad
Soplan vientos de Contrarreforma. Las órdenes religiosas necesitan nuevos ídolos de masas que ilusionen a los fieles, nuevos ejemplos a seguir para los católicos, y los encuentran en las vidas de santos: la humildad de Francisco de Asís, el valor de Serapio, la erudición de Tomás de Aquino... Sus milagros y martirios pasan a ilustrar las paredes de las iglesias, hasta ahora reservadas a episodios bíblicos.
Sevilla se transforma a toda máquina en una ciudad-convento, que acabará albergando más de setenta monasterios a finales del siglo XVII. Una fuente inagotable de trabajo para los artistas especializados en imaginería religiosa. Por si fuera poco, la capital hispalense es todavía el principal punto de conexión con las Indias.
Zurbarán aprovecha el contacto con parientes emigrados a México y Perú para montar un floreciente negocio de exportación de pinturas, destinadas a decorar las iglesias coloniales. Cuando una escena determinada tiene éxito comercial, sus ayudantes la simplifican para abaratar el precio y la reproducen una y otra vez, prácticamente en serie. La rentabilidad de este sistema compensa la inevitable merma de calidad. En América, además, todo lo que provenga de la metrópolis goza de un gran prestigio, y los clientes no tienen a mano una obra autógrafa del maestro con la que comparar la producción de su taller.
El secreto del éxito de Zurbarán radica en su aparente sencillez, en su habilidad para sacralizar lo cotidiano, que sintoniza muy bien con la mentalidad de los ascetas del Siglo de Oro. Es el momento de “hallar a Dios en todas las cosas”, como predica Ignacio de Loyola, un Dios que anda “entre los pucheros y las ollas”, como escribe Teresa de Jesús. Zurbarán, que es un virtuoso del bodegón, incorpora objetos de uso diario a sus composiciones de tema sacro, detalles que acentúan la humanidad de sus protagonistas sin restarles un ápice de solemnidad.
En busca de oportunidades, el extremeño parte de nuevo hacia la capital, donde pasará los últimos años de su vida.
En 1634, Zurbarán emprende un breve viaje a Madrid para participar en la decoración del nuevo palacio real del Buen Retiro. Allí conocerá a Velázquez y a otros artistas de la corte, como Vicente Carducho, Juan Bautista Maíno, Eugenio Cajés y Antonio de Pereda. Bajo su influencia, suaviza su estilo, abandona el tenebrismo y apuesta por colores más tenues.
A su regreso, con todo desparpajo, Zurbarán se referirá a sí mismo como “pintor de Su Majestad”, una táctica publicitaria que le asegura un número creciente de encargos fuera de las murallas de Sevilla. Todo parece sonreírle, hasta que la epidemia de peste de 1649 le arrebata a su hijo Juan, también pintor. Sevilla pierde casi la mitad de su población, y, con ella, el optimismo y la prosperidad. En busca de oportunidades, el extremeño parte de nuevo hacia la capital, donde pasará los últimos años de su vida.
Profeta en otras tierras
Su arte ya no está tan de moda. Ahora hace furor Murillo, con sus vírgenes dulces y delicadas, con ese preciosismo suyo que anticipa el Rococó. Él y Velázquez acaparan, durante dos siglos, la mayor parte de los elogios de los críticos. Algunos conventos ponen sus Zurbaranes a la venta, pero la mayoría llega a manos privadas por caminos más tortuosos.
La invasión napoleónica de 1808 alimenta el mercado –negro– del arte con un aluvión de obras de Zurbarán, especialmente de la primera etapa, la tenebrista. El pretexto, crear un museo para José Bonaparte, que no llegó a hacerse realidad. Los soldados saquean los monasterios y se enamoran de sus Zurbaranes. Les gusta su estilo sobrio y conciso, el aire masculino, casi militar, de sus monjes. Paradójicamente, el expolio francés contribuye a aumentar la fama y el prestigio del artista, que pronto se extienden a toda Europa y crecen, de rebote, también en España.
La segunda oleada de fans de Zurbarán surge a raíz de la ley de desamortización de Mendizábal, en 1836. El pintor Pedro de Madrazo se lamenta amargamente del perjuicio que esta medida supone para el patrimonio nacional, que cae rápidamente en manos extranjeras: “¿No podrían destinarse esos conventos que van a sufrir la dura ley a museos? [...] Tal vez llegará la época en que para estudiar a Murillo y Zurbarán tengamos que recurrir a las galerías y casas de campo de los contornos de Londres”.
Este artículo se publicó en el número 569 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .