El crimen de Escobedo, ¿caso abierto?
A finales del siglo XVI, una oscura trama que acabó con el asesinato del secretario de Juan de Austria, Juan de Escobedo, parecía implicar al mismísimo rey Felipe II.
El 31 de marzo de 1578 era lunes de Pascua, día festivo, y a las nueve de la noche muchos madrileños paseaban todavía por las avenidas de su ciudad. Junto a los muros de la iglesia de Santa María, a cuatro pasos de la céntrica calle Mayor, tenía lugar a esa misma hora un suceso trágico. Un personaje elegantemente ataviado, montado en su caballo y rodeado de varios criados, se dirigía a su casa cuando tres espadachines se acercaron a la cabalgadura y, sin mediar palabra, propinaron al jinete una estocada mortal.
Los primeros viandantes que se acercaron al hombre caído para trasladarle, ya agonizante, a la casa más próxima le reconocieron enseguida. Era un personaje famoso en Madrid. Había venido de Flandes unos meses antes, pero se exhibía a menudo junto a los altos dignatarios de la corte. Le gustaba llamar la atención de los madrileños con su apostura, su indumentaria espléndida y su aire desafiante.
Después del asesinato, corrió el rumor de que la inductora había sido la princesa de Éboli y el autor, Antonio Pérez.
Se trataba de Juan de Escobedo, secretario y hombre de confianza de don Juan de Austria, el joven hermano de Felipe II nombrado gobernador de los Países Bajos el año anterior. Se comentaba en Madrid que Escobedo había venido a España para cumplir una delicada misión encomendada por don Juan: la de conseguirle tropas y dinero para continuar la guerra en tan difícil país.
Aquellas Provincias Unidas de los Países Bajos las había recibido Felipe II de su padre, el emperador Carlos V, como herencia familiar, muy valiosa, pero nada cómoda. Por una parte, había arraigado en el seno de la nobleza autóctona cierto resentimiento por su marginación en el gobierno, y, por otra, habían proliferado las corrientes calvinistas, que eran sofocadas con dureza.
Una pista falsa
Inmediatamente después del asesinato de Escobedo corrió el rumor en Madrid de que la inductora había sido la princesa de Éboli y el autor material, Antonio Pérez o unos sicarios enviados por él. Tanto Pérez como Escobedo habían sido amigos y servidores del marido de ella, Ruy Gómez de Silva, y tras la muerte de este siguieron frecuentando su casa: el primero en relación constante con la viuda, haciendo negocios con ella; el segundo como visitante distinguido cuando regresaba a Madrid de sus gestiones en el extranjero.
Así pues, cabía suponer que un percance o enredo ocurrido entre los tres personajes ocasionase la tragedia. La suposición era esta: Escobedo había sorprendido in fraganti a la dueña de la casa y a Antonio Pérez juntos en la cama. Su lealtad de pupilo y secretario del marido difunto –o quizá sus celos– le enfurecieron y le indujeron a amenazar con un chantaje: revelar aquella relación al rey, que, por su parte, había sido también amante de la princesa y era el posible padre natural de uno de sus hijos. Para evitar esta delación, la acosada viuda y su nuevo amante, Antonio Pérez, entonces secretario del monarca, habrían planeado y cometido el asesinato.
Los historiadores modernos rechazan esta interpretación. Las causas del asesinato fueron políticas, vinculadas a los problemas de Flandes y a don Juan de Austria, y no tuvieron nada que ver con la ilustre tuerta.
La princesa de Éboli fue una mujer intrigante toda su vida, pero seguramente no mantuvo relaciones sexuales ni con Felipe II ni con el secretario de este. Así lo piensa una de las máximas autoridades en esta materia, el doctor Gregorio Marañón. El rumor de la intervención de la dama en el crimen se divulgó inicialmente para desviar la atención del público sobre los verdaderos motivos, que convenía mantener ocultos.
En cualquier caso, las consecuencias del asesinato de Escobedo se prolongaron largo tiempo y fueron trascendentales no solo para la carrera política y la vida privada de Antonio Pérez, sino también del rey, inspirador del acto y sospechoso de serlo para todos aquellos que no creían en la intriga erótica. Las sospechas recaídas de inmediato sobre Antonio Pérez y la princesa de Éboli, que fueron denunciados por los parientes de Escobedo, obligaron a Felipe II a actuar en contra de la pareja.
Sin embargo, no les imputó directamente el crimen, sino otros hechos graves que bastaban para apartarlos algún tiempo de la vista del público y para distraer la atención de este. Pérez y la princesa fueron acusados entonces de divulgar o vender secretos de Estado y de otras fechorías económicas, seguramente cometidas de manera conjunta y relacionadas con la tortuosa política que uno y otro realizaban en Flandes y quizá también en Portugal.
El monarca empleó en provecho suyo aquellos episodios, deseoso de apartar del caso Escobedo los ojos del pueblo.
Pese a su meticulosa atención y constante trabajo de despacho, el rey no siempre era conocedor exacto de lo que ocurría a su alrededor. Felipe II pudo haberse enterado entonces de algunos hechos ignorados o tenidos en poca consideración, como las discusiones entre sus dos secretarios, Mateo Vázquez y Antonio Pérez, rivales desde mucho tiempo atrás, y las intrigas urdidas por la ambiciosa viuda de Éboli.
El monarca empleó en provecho suyo aquellos episodios, deseoso de apartar del caso Escobedo los ojos del pueblo y la intervención de la justicia que los parientes de aquel solicitaban. La princesa de Éboli fue recluida sucesivamente en la torre de Pinto, en la prisión eclesiástica de Santorcaz y en su casa de Pastrana, de la que se le prohibió salir y donde no podía recibir visitas.
Su posible intervención en la muerte de Escobedo se fue olvidando, pero el rey, a pesar de apreciar mucho a uno de los hijos de la dama (tal vez también hijo suyo, fruto de unos supuestos amores juveniles) y de valorar en gran medida los méritos de uno de los yernos (el duque de Medina Sidonia, destinado a convertirse en jefe supremo de la Armada Invencible), no quiso ver más a la conflictiva princesa.
La princesa envejeció muy pronto y enfermó hasta morir relativamente joven, a los 51 años, en su casa de Pastrana, olvidada de casi todo el mundo. Por lo que atañe a Antonio Pérez, estuvo cautivo un tiempo en la fortaleza de Turégano. Luego, aun desposeído de sus cargos oficiales y pese a haber sido procesado, siguió actuando al servicio directo del rey en determinados asuntos públicos.
Contó casi siempre con la regia confianza, al menos aparente, y sostuvo con el monarca una relación que parecía cordial. Durante varios años, incluso aquellos en que Felipe II vivió en Portugal tras acceder al trono del vecino país, la suerte de Pérez tuvo altibajos. Pasó épocas de libertad y tranquilidad y otras de persecución y agobios, ocasionados por la severidad de un juez, Rodrigo Vázquez de Arce, que se consideraba obligado en conciencia a desenredar la confusa madeja del nunca aclarado caso Escobedo.
La delación de uno de los sicarios contratados por Antonio Pérez para realizar aquel asesinato complicó su vida. Fue sometido a un proceso criminal y obligado en el potro –tormento no solo autorizado, sino querido entonces por el rey– a confesar gran parte de la verdad sobre el tenebroso asunto.
Escobedo, enviado junto a don Juan para espiarle, se había pasado al bando de este y participaba con entusiasmo en sus planes secretos.
El monarca, atosigado en aquel momento por su propia conciencia y por las exigencias de su confesor, el padre Chaves, decidió finalmente que se supiese toda la verdad, en especial los motivos por los que él y su secretario habían dispuesto de un modo arbitrario e injusto la muerte secreta de Juan de Escobedo.
Las verdaderas razones
¿Cuáles fueron estos motivos? Se conocerían con la publicación íntegra del proceso criminal y de muchas cartas, notas manuscritas y otros documentos secretos revelados por los historiadores modernos. Escobedo fue condenado porque se pensó que podía representar, lo mismo que su jefe don Juan de Austria, un peligro para la persona de Felipe II y para la monarquía hispánica. Esto era, al menos, lo que creía el rey en aquellos momentos.
Escobedo, enviado junto a don Juan para espiarle, se había pasado enteramente al bando de este y participaba con sincero entusiasmo en sus planes secretos. Planes que, según la desaforada imaginación del monarca y de su secretario Antonio Pérez, podían tener como objetivo la vuelta de don Juan a España, rodeado de una tropa adicta, para suplantar a Felipe II y ocupar su trono.
La ambición juvenil del hermano bastardo del rey, orgulloso de su triunfo en la batalla de Lepanto contra los turcos, sus constantes requerimientos de tropas y de dinero desde Flandes, su propósito frustrado de invadir Inglaterra y de casarse con María Estuardo (para tener por fin el reino soñado), sus entrevistas secretas con el papa y con el duque de Guisa (jefe de los católicos franceses)...
Estos eran hechos que habrían podido despertar algunas sospechas en la corte española. Pero no hasta el punto de hacer pensar en una conjura de don Juan contra su propio hermano, Felipe II. Ahora bien, tanto el monarca como Antonio Pérez estaban predispuestos a aceptar aquella posibilidad y consideraban imprescindible hacerla abortar antes de que fuese demasiado tarde.
Felipe II y su secretario eran suspicaces y desconfiados. A uno y a otro habría podido aplicarse el diagnóstico que el experto médico y documentado historiador Gregorio Marañón aplica a Pérez: “Es tal la contumacia y la seguridad de sus fantasías que a veces da la impresión, más que de malvado, de ser uno de esos enfermos de seudología fantástica que creen que el mundo de su imaginación es el de la realidad”.
"Hacedlo y daos prisa antes de que él nos mate”, escribía confidencialmente a Antonio Pérez.
La llegada inesperada de Escobedo a Madrid fue para el rey y su secretario la prueba evidente de que algo se tramaba contra ellos. Pérez se hacía pasar en sus cartas a Flandes por fidelísimo amigo de don Juan y seguro colaborador suyo en cualquier empresa presente o futura. Pero se encontró de pronto en una posición desairada y difícil de sostener ante la presencia del desconfiado Escobedo, que parecía observarlo e investigarlo todo.
El propio Felipe II temía las añagazas del Verdinegro –apodo con que se conocía en Madrid al enviado de don Juan a causa del color de su piel–, y no ocultaba la necesidad que tenía de librarse en seguida de él: “Convendrá lo de la muerte del Verdinegro antes que haga algo con que no seamos después a tiempo... Hacedlo y daos prisa antes de que él nos mate”, escribía confidencialmente a Antonio Pérez.
Por su parte, Escobedo no siempre hablaba o escribía con la prudencia y el realismo sensato que entonces le convenían, con lo cual daba más pábulo a las peores sospechas del rey. Con el tiempo, la situación no hizo sino complicarse más, envueltos todos los protagonistas en mentiras, dudas y temores que ya parecían incurables.
Al delirio de grandezas de Escobedo correspondían los recelos del soberano, los consejos del secretario y las razones de la condena. “Estas fueron las causas principales –terminó confesando Pérez en el tormento– de que advertí a Su Majestad. Y pareció entonces que si le prendían [a Escobedo], el señor don Juan se recataría; si le dejaban volver [a Flandes], haría verterlo todo; y que era menester algún medio con que se excusase un inconveniente y el otro; y pareció al marqués de los Vélez ser lo mejor darle un bocado y acabarle".
Con la palabra “bocado” se entendía por entonces “veneno”. Y la primera tentativa de acabar con Escobedo se practicó de esta forma, siguiendo el consejo de aquel amigo del rey, el marqués de los Vélez, pero sin ningún resultado. Habiendo fallado el veneno nada menos que tres veces, no hubo otra solución que recurrir a los espadachines y al crimen de sangre.
Pero luego resultó que las sospechas sobre la conjura de don Juan eran totalmente infundadas. Muerto aquel en Flandes a consecuencia de la peste poco después del asesinato de Escobedo, llegaron todos sus papeles a Madrid. Ellos ponían en evidencia la sinceridad y lealtad del infante.
Las declaraciones de Antonio Pérez y de los otros testigos pusieron fin a la causa criminal.
Entonces el rey abrió los ojos y quiso echar sobre el asunto toda la luz que fuera posible, aunque procurando que los documentos más comprometedores no se hicieran públicos, primero para no manchar la fama de su hermano, acusado en ellos de traición, y, segundo, para no poner en evidencia su propia desconfianza enfermiza. Por eso, hasta después de mucho tiempo, no dejó sin protección a su cómplice Antonio Pérez.
Pero entonces, en 1590, agotada su paciencia, impulsado por su conciencia y por su confesor, incluso le exigió que declarara, sometido a tormento, todo lo que supiera al respecto. De esta forma, las declaraciones de Pérez y de los otros testigos pusieron fin a la causa criminal. El acusado huyó primero a Aragón, patria de su familia paterna y zona sublevada en ese momento contra Felipe II, y logró liberarse luego de la cárcel de la Inquisición gracias a la acción de muchos aragoneses amigos suyos.
De otro modo no lo habría podido contar, pues la condena era a muerte. En cualquier caso, Antonio Pérez pudo huir al extranjero. En un principio no directamente a Francia, como se ha dicho, sino al fronterizo condado independiente de Bearn, situado al norte de Navarra, y luego a Inglaterra, de donde pasó finalmente a París. Y allí murió en su cama, casi olvidado, en 1611, treinta y tres años después de la muerte de Escobedo, reo inocente, infortunada víctima de un trágico malentendido.
Este artículo se publicó en el número 436 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com .