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Eugenio de Saboya: de soldado rechazado a genio militar

Entre los siglos XVII y XVIII, el Imperio austríaco confió en el talento de Eugenio de Saboya para mantenerse a salvo de los otomanos. El príncipe demostró su brillante audacia en innumerables choques

Eugenio de Saboya en la batalla de Belgrado en 1717.

Eugenio de Saboya Batalla de Belgrado 1717

En 1683, en el transcurso de una audiencia, Luis XIV de Francia negó al jovencísimo Eugenio de Saboya la posibilidad de incorporarse a sus ejércitos. Probablemente por el hecho de que su madre había caído en desgracia en palacio.

Quizá también por su corta estatura y por ser poco apuesto, características incompatibles con el porte que consideraba que debían tener sus oficiales. Sea como fuere, el Rey Sol estaba cometiendo uno de los mayores errores de su largo reinado.

Estaba rechazando al que se convertiría en el militar más brillante de su tiempo, el hombre que, al servicio de los Habsburgo, sería artífice de la derrota definitiva de los turcos en Europa y de la gran expansión del Imperio austríaco.

Así era el hombre conocido como el martillo de los turcos:

1. De alta alcurnia

El príncipe Eugenio había nacido en 1663 en París y fue criado en la corte francesa, en el seno de una familia de la alta nobleza. Su padre, Eugenio Mauricio de Saboya-Carignano, conde de Soissons, pertenecía a una rama lateral de los duques de Saboya y era biznieto de Felipe II de España y tataranieto de Enrique II de Francia y de Catalina de Médicis.

Su madre, Olimpia Mancini, tenía orígenes más modestos, pero era sobrina del cardenal Mazarino, uno de los hombres más poderosos de Francia tras suceder a Richelieu como primer ministro a la muerte de este. Olimpia fue también, se dice, amante de Luis XIV.

Hôtel de Soissons, París, casa natal de Eugenio de Saboya.

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2. Una infancia difícil

Pese a su situación privilegiada, la infancia de Eugenio no sería especialmente feliz. De constitución frágil, presentaba un aspecto físico poco agraciado: era bajo y desgarbado, su gran nariz y sus dientes salidos afeaban su rostro y, debido a una escoliosis, andaba ligeramente torcido, todo lo cual, al parecer, provocaba las burlas de los niños de su entorno.

El padre de Eugenio murió cuando él tenía 10 años y se rumoreó que su madre lo había envenenado.

Además, su padre murió cuando él tenía 10 años, y se rumoreó que su madre lo había envenenado. Nunca se llegó a probar, pero Olimpia se vio obligada a exiliarse para evitar ser procesada.

Los hijos quedaron al cuidado de su abuela paterna, María de Borbón-Soissons, mujer extremadamente rígida que les procuró una infancia dura y carente de afectos. Como quinto vástago de la familia, Eugenio iba a ser destinado a la carrera eclesiástica. Sin embargo, prefirió seguir los pasos de su padre y hacerse militar.

El asedio de Viena en 1683.

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3. Lealtad inquebrantable a los Habsburgo

Al ser rechazado por Luis XIV, decidió ofrecer sus servicios a Leopoldo I de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Este no le dio un regimiento de inmediato, como él hubiera deseado, pero le permitió alistarse en las tropas imperiales, por entonces enfrascadas en la defensa de Viena. La ciudad estaba asediada por un poderoso ejército turco que lideraba Kara Mustafá.

La situación había empeorado para Austria en los decenios previos debido al impulso que los nuevos grandes visires habían dado a la recuperación del poder otomano.

Tras la conquista turca de diversos territorios en Europa oriental, Leopoldo I de Habsburgo tuvo que firmar, en 1664, una tregua de veinte años que estaba a punto de culminar.

Su participación en el sitio de Viena le dio la oportunidad de combatir junto a grandes comandantes, como Carlos de Lorena.

El gran visir Kara Mustafá inició su campaña con la intención de consolidar las posiciones adquiridas, pero su ambición y la confianza de contar con recursos casi ilimitados (entre ellos, un ejército de 200.000 hombres) le empujaron a la conquista de Viena.

El asedio de Mustafá a la capital austríaca duró varios meses, pero, cuando esta se encontraba al borde del colapso, llegaron fuerzas de socorro polacas, alemanas y de otras nacionalidades. Dirigidas por el rey de Polonia, Juan Sobieski, se enfrentaron y vencieron a los turcos en la batalla de Kahlenberg. Eugenio luchó en ella como voluntario.

La participación del príncipe de Saboya en el sitio de Viena fue fundamental para su futura carrera militar. Le dio la oportunidad de combatir junto a grandes comandantes, como Carlos de Lorena y Luis Guillermo de Baden, al tiempo que podía demostrar, por primera vez, sus magníficas dotes de combatiente. Fue también trascendental porque allí se empezó a forjar su fidelidad inquebrantable a la casa de Habsburgo.

Juan Sobieski llega a Viena, pintura de Juliusz Kossak, 1882.

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4. Las dotes de un genio militar

Tras la victoria de Viena, se sucedieron otros éxitos de los regimientos imperiales en los que Eugenio se distinguió por su coraje y su sagacidad. El talento del joven Saboya no pasó desapercibido al emperador, que ese mismo año decidió nombrarlo coronel de su regimiento de dragones. A partir de ese momento, la carrera militar del príncipe fue imparable.

Eugenio marchaba siempre al frente de sus hombres en las batallas, animándolos y elevando extraordinariamente su motivación.

A diferencia de otros oficiales, Eugenio marchaba siempre al frente de sus hombres en las batallas, animándolos y elevando extraordinariamente su motivación. Esto lo hacía muy popular entre los soldados y contribuía en gran medida al éxito de sus empresas, pero, indudablemente, lo exponía más a sufrir percances.

En 1690, siendo ya comandante general de caballería, Eugenio fue enviado al norte de Italia para socorrer a su primo Víctor Amadeo II de Saboya, cuyos territorios habían sido invadidos por Luis XIV en el marco de la guerra de la Gran Alianza.

Tras un lustro en que se alternaron victorias y derrotas, el debilitado Víctor Amadeo terminó firmando un tratado de paz con Francia, que era contrario a los intereses del Imperio.

Eugenio, que estaba desarrollando una aguda visión política y diplomática, había previsto este desenlace y, para evitarlo, había solicitado más tropas y medios al emperador, pero sin éxito.

Retrato de Víctor Amadeo II, primo de Eugenio de Saboya.

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5. Pieza clave para el Imperio

Mientras las tropas austríacas combatían contra las francesas, Turquía se había ido recuperando de sus pérdidas. Tras reconquistar Belgrado, los otomanos habían penetrado en territorio húngaro.

En Viena saltaron todas las alarmas, y a mediados de 1697 se dispuso un ejército al mando del príncipe elector de Sajonia, Federico Augusto I, para hacer frente a las huestes turcas. Eugenio fue enviado a ayudar a Federico Augusto como mariscal de campo, pero éste fue elegido poco después monarca de Polonia y debió partir a su nuevo reino.

Esta circunstancia inesperada hizo que el mando de las tropas quedara exclusivamente en manos de Eugenio. Era la primera vez que esto sucedía, y le esperaba una tarea nada fácil: con poco más de 50.000 hombres mal armados debía enfrentarse a un ejército de 100.000 soldados bien pertrechados y equipados con abundante artillería, motivo por el que el emperador había pedido a Eugenio que se limitara a llevar a cabo una campaña defensiva.

Eugenio decidió atacar por sorpresa a los turcos, tendiéndoles una emboscada justo cuando estuvieran atravesando el río.

Los turcos trataban de atraer a los austríacos a una batalla a campo abierto, pero Eugenio, consciente de que en un enfrentamiento de este tipo tenía pocas o nulas posibilidades de salir victorioso, lo había evitado.

Entonces, gracias a la información facilitada por un oficial otomano capturado en una escaramuza, Eugenio supo que las fuerzas enemigas se dirigían hacia la fortaleza de Szeged y tenían previsto cruzar el Tisa, afluente del Danubio, en Zenta.

Batalla de Zenta, pintura de Franz Eisenhut.

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Eugenio decidió atacar por sorpresa, tendiendo una emboscada a los turcos justo cuando estuvieran atravesando el río. Y así lo hizo: los austríacos aparecieron en escena en el momento en que la caballería y una parte de la infantería otomanas ya se encontraban en la otra orilla y el resto esperando para cruzar, o cruzando a través de un puente.

Eugenio rodeó al enemigo y atacó, sembrando una gran confusión entre los turcos, que se amontonaron en el puente intentando huir al otro lado del Tisa. El resultado fue de más de 20.000 soldados turcos masacrados y otros 10.000 ahogados. Los que ya estaban en la orilla oriental se dieron a la fuga desordenadamente, dejando atrás artillería, grandes cantidades de provisiones y un valioso tesoro. Los austríacos tuvieron unas pérdidas de apenas 500 hombres.

Zenta es el ejemplo perfecto de cómo actuaba Eugenio, que era un extraordinario estratega. Mediante la anticipación, la velocidad, la movilidad y la utilización inteligente de las características del territorio, logró vencer en diversas batallas a ejércitos que contaban con medios muy superiores a los suyos.

La noticia de aquella victoria recorrió Europa, y el prestigio del príncipe de Saboya llegó a lo más alto. El emperador, agradecido, lo recompensó con tierras en Hungría, que le reportarían unas notables rentas. A partir de ese momento, Eugenio se convirtió en una figura indispensable para la defensa del Imperio y en el hombre de confianza de Leopoldo I.

El emperador Leopoldo I.

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6. Eficaz reformista

La tranquilidad que siguió a la derrota de los turcos no duraría mucho. A finales de 1700 murió sin descendencia Carlos II de España y, casi de inmediato, estalló la guerra de Sucesión española, que enfrentó a Austria con Francia y que se extendió prácticamente por todo el continente.

Eugenio de Saboya promovió importantes reformas para mejorar la eficacia del ejército austríaco.

Eugenio fue nombrado presidente del Consejo de Guerra Imperial, cargo que aprovechó para llevar adelante importantes reformas que mejoraran la eficacia del ejército austríaco.

En particular, generalizó las promociones basadas en el mérito y priorizó la logística, tratando de que sus soldados estuvieran siempre bien alimentados y adecuadamente equipados, aspectos que hasta entonces se habían considerado secundarios.

7. El representante austríaco

A la muerte del emperador Leopoldo I en 1705, su hijo y sucesor, José I, renovó su plena confianza en Eugenio, que cada vez adquiría más importancia en el ámbito político. Tras la victoria austríaca en Lombardía fue nombrado gobernador del ducado de Milán, pero no dejó de liderar las campañas militares.

La desaparición inesperada de José I sin hijos seis años después de su ascenso al trono dio un giro radical a la guerra de Sucesión, puesto que el archiduque Carlos, pretendiente a la Corona española, se convertía de pronto en el nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

El ahora Carlos VI contó también sin dudarlo con los servicios de Eugenio y, conociendo su talento político y diplomático, le confió la representación de Austria en las conferencias de Utrecht y de Rastadt, que pusieron fin a la guerra.

Una de las consecuencias de los tratados de paz fue que los Países Bajos españoles pasaron a manos de Austria. Eugenio fue nombrado gobernador de los mismos, cargo que ejerció desde Viena hasta 1724.

Retrato de Eugenio de Saboya.

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8. El martillo de los turcos

Dejando aparte una breve intervención en el valle del Rin en el marco de la guerra de Sucesión de Polonia, cuando ya era septuagenario, la carrera militar de Eugenio finalizó como había empezado: luchando contra los turcos.

Estos, aprovechando que el Imperio austríaco estaba debilitado por la guerra de Sucesión española, atacaron en 1714 a la República de Venecia para conquistar sus posesiones del Peloponeso. Venecia pidió ayuda a su aliada, Austria, que gracias a la generosa aportación económica del papa Clemente XI pudo afrontar los costes de una nueva guerra.

Su plan para derrotar a los turcos consistió en un ataque nocturno, muy inusual en aquella época.

En el verano de 1716, 200.000 turcos marchaban hacia el Danubio. Eugenio debía hacerles frente con 70.000 soldados. Se encontraron en Petervaradino. Pese a la diferencia numérica, las tropas austríacas, profesionales y disciplinadas, infligieron una severa derrota a los turcos.

El príncipe era consciente de que, para pensar en una paz duradera, era necesario reconquistar Belgrado, ciudad de enorme importancia estratégica, y quiso capitalizar su éxito en la batalla emprendiendo, al año siguiente, el sitio de la ciudad.

Batalla de Petervaradino, pintura de Jan Pieter van Bredael.

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Al poco tiempo apareció un ejército otomano de socorro con más de 200.000 hombres que, contrariamente a lo que había pensado Eugenio, no atacó al austríaco, sino que se atrincheró a su alrededor, poniendo en práctica una táctica de desgaste.

Los austríacos, en clara inferioridad numérica, habían pasado de sitiadores a sitiados, y en su campo empezaban a faltar los víveres, mientras que el fuerte calor y la humedad reinantes favorecían la proliferación de enfermedades.

Eugenio decidió pasar a la ofensiva. Como era habitual en él, su plan consistía en embestir al enemigo por sorpresa y, para que esta fuera mayor, optó por llevar a cabo un ataque nocturno, algo muy inusual en aquella época.

Tal como había previsto, los turcos, desconcertados, no lograron mantener el orden de combate. Por la mañana la batalla había terminado, con fuertes pérdidas humanas y materiales en el bando otomano. Eugenio ofreció una rendición honorable a los defensores de Belgrado, que aceptaron, y permitió la salida de sus habitantes.

Con la paz de Passarowitz, el imperio de los Habsburgo alcanzó su máxima expansión y alejó definitivamente la amenaza turca.

Tras la victoria, se encargó también de las negociaciones que condujeron a la paz de Passarowitz, por la cual los Habsburgo confirmaban sus posiciones en el Banato, Belgrado, Serbia y Bosnia, además de Transilvania y Hungría. Su imperio alcanzaba su máxima expansión y alejaba definitivamente la amenaza turca. Además, el príncipe de Saboya obtuvo un tratado comercial muy ventajoso para los mercaderes austríacos.

Retrato del arquitecto Johann Lucas von Hildebrandt.

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9. El amante de las artes

A esas alturas era un hombre inmensamente rico. Entre botines de guerra, recompensas y rentas obtenidas por los cargos ocupados, Eugenio había amasado una enorme fortuna. Poseía un bello palacio en el centro de Viena, ampliado por el que se convertiría en su arquitecto favorito, Johann Lucas von Hildebrandt.

La arquitectura era una de las pasiones del príncipe, materializada en los diversos edificios que se hizo erigir en Austria y Hungría. De entre ellos destaca el Belvedere de Viena, palacio de verano construido también por Hildebrandt y considerado, con sus jardines, una de las joyas universales del Barroco.

Fue también un gran amante de la pintura y el arte en general, así como de la filosofía y la literatura. En el poco tiempo que le quedaba entre campaña y campaña, trataba de rodearse de intelectuales como Leibniz o Montesquieu, y se hizo con una completísima biblioteca.

Palacio de Belvedere en Viena. Foto: Wikimedia Commons / Martin Falbisoner / CC BY-SA 4.0.

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10. Una discreta vida privada

Poco se sabe de su vida personal. Por un lado, casi no tuvo relación con su familia: vio muy pocas veces a su madre después de que esta se exiliase a Bruselas, así como a sus cuatro hermanos y tres hermanas, que murieron relativamente jóvenes, en combate o por enfermedad.

Por otro lado, es inusual que alguien de su posición social y económica no llegara a casarse. Para muchas familias de la nobleza e incluso de la realeza europea habría sido un excelente partido. También parece razonable pensar que alguien que acumuló un patrimonio tan considerable deseara que este tuviera continuidad, legándolo a sus descendientes.

No se casó y no se le conocieron amantes de ninguna clase, por lo que se ha especulado sobre su posible homosexualidad.

Por todo ello y por el hecho de que tampoco se le conocieron amantes de ninguna clase, se ha especulado mucho sobre su posible homosexualidad. Pero lo cierto es que, si fue homosexual, mantuvo sus relaciones con la más absoluta discreción.

Eugenio de Saboya murió de pulmonía en su palacio de Viena a los 72 años, y fue enterrado con todos los honores en la catedral de San Esteban.

Como no dejó disposiciones testamentarias, su heredera fue su sobrina Victoria, de 52 años, única superviviente de la casa de Saboya-Soissons. El patrimonio de Eugenio se esfumó en poco tiempo, dilapidado por Victoria, pero su herencia sigue viva, no solo en los maravillosos palacios y jardines y en la biblioteca y la pinacoteca que poseyó, sino en la propia existencia de Austria y de Hungría, cuya historia en los tres últimos siglos habría sido, sin el príncipe, completamente distinta.

Este texto se basa en un artículo publicado en el número 547 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.