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El ascenso del Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba

Genio militar

Solo podía ser cura o soldado, y fue soldado. Bregado en la guerra de Granada, Gonzalo Fernández de Córdoba ganó como capitán en Italia fama y rango social. Estaba en su mejor momento

El Gran Capitán ante al papa Alejandro VI, de Zacarías González Velázquez, 1778.

El Gran Capitán

Gonzalo Fernández de Córdoba y Herrera vino al mundo el 1 de septiembre de 1453 en el castillo de Montilla, a pocas leguas de la frontera que separaba los dominios de la Corona de Castilla de los del reino de Granada. Ese mismo año, los turcos se apoderaban de la capital del Imperio bizantino.

Poco antes de la entrada otomana en Constantinopla, muchos sabios abandonaron la ciudad, llevando consigo sus conocimientos sobre el pensamiento griego y valiosos manuscritos de autores clásicos. Buscaron refugio en Italia y dieron el impulso definitivo al Renacimiento. También por aquellos años, un orfebre alemán llamado Johannes Gutenberg se afanaba en conseguir numerosas copias de una misma obra utilizando tipos móviles en las planchas de impresión. Su invento daría lugar a una revolución cultural en las décadas siguientes. A mediados de aquel siglo XV, Europa vivía lo que el historiador Johan Huizinga denominó el otoño de la Edad Media; estaban poniéndose los cimientos de los tiempos modernos.

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Fue en esa sociedad cambiante donde nació Gonzalo, hijo menor de Pedro Fernández de Córdoba. Por su condición de segundón, estaba destinado a la iglesia o la milicia, ya que los títulos y los señoríos irían a parar a manos del primogénito, Alonso de Aguilar.

Al llegar a la adolescencia, Gonzalo fue enviado a la corte del príncipe Alfonso. En Castilla corrían tiempos turbulentos, los que marcaron el reinado del hermanastro de este, Enrique IV. El andaluz se educó allí en los principios caballerescos que regían el comportamiento de la nobleza. También allí conoció a la infanta Isabel, que más tarde se convertiría en reina de Castilla.

Retrato de Isabel la Católica.

Terceros

La prematura muerte del príncipe Alfonso hizo que Gonzalo regresara al señorío familiar. En ese momento sintió una llamada espiritual que culminó en un fallido intento de profesar como fraile jerónimo en el monasterio cordobés de Valparaíso. Al parecer, el prior le disuadió de ingresar en la orden. Su hermano, titular de los dominios señoriales del linaje, le entregó la tenencia de una de sus villas, Santaella, al tiempo que Gonzalo contraía su primer matrimonio.

Su destino parecía marcado por las circunstancias de su nacimiento, obligándole a vivir a la sombra de su hermano mayor. Esa era su situación –solo modificada tras quedar viudo y sin descendencia– cuando comenzó la guerra de Granada. Para un hombre como él, a punto de cumplir los treinta años y curtido en lances de frontera, esto era una oportunidad. Y no la desaprovechó ni política ni militarmente.

Guerra en Granada

Conoció a Boabdil, enfrentado ya a su padre, el sultán Muley Hacén, cuando fue apresado en la batalla de Lucena en 1483. La buena relación se mantuvo durante el conflicto bélico, que concluiría ocho años después con la capitulación nazarí en Granada.

En aquel decenio, junto a los combates encarnizados y los duros asedios, se vivieron desafíos personales y hazañas de espíritu caballeresco. La protagonizada por Hernán Pérez del Pulgar, uno de los capitanes del ejército cristiano, se hizo famosa. Durante el asedio a Granada, penetró en la ciudad y clavó un mensaje en la puerta de la mezquita principal en el que podía leerse “Ave María”. Eran acciones llamadas a desaparecer, pero que Gonzalo tendría presentes, pese a los cambios que su futura vida en Italia iba a imprimir en su personalidad.

En diversas ocasiones, Gonzalo entró en Granada para proveer de armas y dinero a los partidarios de Boabdil, que logró hacerse con el trono nazarí

Desde Íllora, población de la que la ya reina Isabel le había nombrado alcaide en 1486, lanzó sobre la vega de Granada continuas cabalgadas (rápidas ofensivas acometidas por grupos de jinetes con armamento ligero), buscando el botín fácil y el desgaste del enemigo. La misma fórmula practicada durante siglos en la frontera que separaba a castellanos y granadinos.

Ello no fue obstáculo para ayudar a Boabdil en sus luchas con otros miembros de su familia, siempre alentadas desde el bando cristiano. En diversas ocasiones, Gonzalo entró en Granada para proveer de armas y dinero a los partidarios de Boabdil, que logró hacerse con el trono nazarí.

La rendición de Granada, de Francisco Padilla, de 1882.

TERCEROS

Será en esos años de cabalgadas cuando vislumbre que la importancia de la caballería pesada podía tener los días contados. La velocidad se imponía sobre los hombres y caballos revestidos de pesadas armaduras. Descubrió el potencial de la infantería, si era empleada de forma conveniente y con el armamento óptimo. Hasta entonces, a los hombres a pie se los utilizaba como simples peones. Su principal misión consistía en proteger a los jinetes si acababan siendo derribados y el peso de sus armaduras les impedía moverse. Gonzalo Fernández de Córdoba, formado militarmente a la usanza medieval, comprobaba que, en la guerra contra los moros, librada en gran parte en terreno montañoso, la caballería pesada tenía serios problemas. Comprendió que una de las claves de la estrategia radicaba en el uso adecuado de la infantería. Los peones podían desempeñar un papel muy diferente en el combate.

La idea suponía romper un pilar de la estructura social del mundo medieval. Los caballeros eran los bellatores, que tenían encomendado el deber de luchar para defender a la sociedad. El planteamiento de Gonzalo, que pondrá en práctica cuando las campañas de Italia le brinden la oportunidad de dirigir a todo un ejército, será dar cabida a los laboratores (los que trabajan) entre los bellatores, porque participarán por derecho propio en el nuevo concepto de la milicia.

La guerra de Granada fue un gozne en el que se dieron la mano la última guerra medieval y el ensayo de las nuevas estrategias. Para Fernández de Córdoba fue también el tiempo en que se curtió en el campo de la negociación. Tuvo la oportunidad de intervenir en algunos de los tratos que culminaron en la entrega de la plaza de Loja, que Boabdil acordó directamente con él. También tomó parte activa en los difíciles parlamentos mantenidos en el otoño de 1491, que permitieron la firma de las Capitulaciones de Granada. El último sultán nazarí confió totalmente en su amigo, que acompañó a Hernando de Zafra, secretario de los reyes, en todo el proceso negociador. Aunque el mayor peso recayó sobre Zafra, el papel de Gonzalo en las conversaciones deja claro que tenía un sitio en el círculo más próximo a los monarcas.

La Corona buscaba encumbrar a hombres sin títulos, que debieran su posición a la voluntad real

Allí brillaban duques como los de Arcos, de Alba o Medina Sidonia, condes como el de Cabra o de Tendilla. Eran los Ponce de León, los Álvarez de Toledo, los López de Mendoza... Es probable que el hecho de que no fuera cabeza de su linaje jugase a su favor, en un momento en el que la Corona buscaba encumbrar a hombres sin títulos, que debieran su posición a la voluntad real. Hombres como el propio Zafra, Pérez del Pulgar o el propio Gonzalo Fernández de Córdoba, que se hicieron a sí mismos gracias a sus capacidades. Por eso, concluida la guerra de Granada, la sorpresa entre los grandes sería solo relativa ante el encargo a Gonzalo, por parte de los monarcas, del mando de un ejército para socorrer al rey de Nápoles, cuyo trono se hallaba seriamente amenazado por los franceses. Esa fue la causa por la que marchó por primera vez a Italia, donde el éxito de sus campañas lo convertiría en el militar más importante de la Europa de su tiempo.

El conflicto italiano

El origen de este problema se encontraba en la reclamación que, basándose en los supuestos derechos de la desaparecida casa de Anjou, Carlos VIII de Francia planteaba sobre Nápoles. En el verano de 1494 invadió Italia al frente de una fuerza formada por más de treinta mil hombres –algunos elevan su número hasta 40.000–, cantidad descomunal para los ejércitos de la época, con medio centenar de piezas de artillería de grueso calibre.

Al mismo tiempo, el rey francés había desplegado una importante cobertura diplomática. Había firmado la paz con los poderosos duques de Borgoña, indemnizado al monarca inglés, acordado con Fernando la devolución del Rosellón y la Cerdaña y condonado a Isabel el préstamo hecho para sufragar los gastos de la guerra de Granada. Carlos VIII decidió aprovechar para sus demandas el momento de la muerte del rey Ferrante I, llamado el Viejo, y la subida al trono de su hijo Alfonso, que no despertaba simpatías entre los napolitanos.

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El avance del francés por Italia fue arrollador, un verdadero paseo militar. El nuevo rey, asustado ante su inminente llegada, abdicó a favor de su hijo Ferrandino. Este, como Ferrante II, pidió ayuda a España a cambio de la entrega de una serie de plazas fuertes en Calabria. En febrero de 1495, Carlos VIII entraba en Nápoles y se hacía coronar rey. El cuarto que conocían los napolitanos en menos de un año.

Por las mismas fechas, Gonzalo Fernández de Córdoba desembarcaba en el puerto de Mesina al frente de su ejército. Era una tropa heterogénea: ballesteros murcianos, jinetes andaluces, peones vizcaínos, algunos veteranos de la guerra de Granada, aventureros y gentes que tenían cuentas pendientes con la justicia y querían poner tierra de por medio. La variopinta mesnada había embarcado en Cartagena y arribaría a Mesina con no pocas dificultades.

Representación de la batalla de Seminara.

TERCEROS

Las únicas buenas noticias que recibió Gonzalo fueron, por un lado, la del control de Ferrante sobre los puertos de la costa calabresa donde desembarcarían sus tropas, y, por otro, la de que la mayor parte de la hueste francesa se había marchado con Carlos VIII, quien, una vez coronado, regresaba a casa.

Aun así, el andaluz iba a enfrentarse a un ejército más numeroso, formado por tropas mucho mejor organizadas que las suyas. Apenas se detuvo unos días en Mesina, lo justo para que sus hombres se recuperaran de la travesía. Pero no perdió el tiempo. Sus espías ya le habían informado de que Calabria era tan agreste como las Alpujarras y preparó su estrategia. La misma que había aprendido en los años de la guerra de Granada. Acciones puntuales, emboscadas, apoderarse de las pequeñas plazas fuertes que le permitieran controlar el terreno. Utilizaba con la caballería la táctica de los ligeros jinetes musulmanes: el tornafuye, simulando retiradas que no eran sino maniobras estratégicas para volver grupas y sorprender al enemigo.

La primera batalla de Gonzalo en Italia se saldó con una derrota, pero sería la primera y la última

Sin embargo, Ferrante se empecinó en librar batalla en campo abierto con los franceses, abandonando la protección de los muros de Seminara, donde estaba a resguardo el ejército. De nada sirvieron las advertencias del español de que los franceses ocupaban una mejor posición sobre el terreno y eran superiores en número. Se libró el choque, y aquellos se alzaron con el triunfo. La primera batalla de Gonzalo en Italia se saldaba con una derrota. Pero fue la primera y la última. Ante los muros de Seminara, donde años más tarde obtendría una resonante victoria, sufrió su único revés. Logró replegarse ordenadamente hacia Regio, sin permitir a los franceses acercarse al grueso de sus tropas. Aquel descalabro tuvo una consecuencia inesperada: sus hombres, conscientes de su postura antes del combate, se apiñaron en torno a él. Sus heterogéneas huestes se convirtieron en pocas semanas en un ejército plenamente cohesionado.

Con rumbo claro

Poco a poco recuperó el terreno perdido. Las fortalezas de Calabria, ocupadas por los franceses, pasaron de nuevo a poder de los españoles. En pocos meses, toda Calabria había caído en sus manos y avanzaba hacia el norte, hacia la Basilicata, donde en 1496 se produjo un acontecimiento crucial en la vida de Fernández de Córdoba.

El 14 de julio venció a los galos en Atella. Por primera vez en un documento, el de las capitulaciones firmadas con los franceses en aquella ocasión, aparece el apelativo que pasará a la historia. El texto recogía el modo en que sus soldados lo habían aclamado en el campo de batalla: “¡Gran Capitán! ¡Gran Capitán!”.

Su fama era tal que sus hombres le seguían sin que les prometiera sueldo

La fama de Gonzalo era tal que sus hombres le seguían sin que les prometiera sueldo. Les bastaba con el honor que suponía pelear a sus órdenes. Esto ocurría en un mundo dominado en el terreno militar por la existencia de los condottieri, capitanes cuya tropas combatían en el bando del mejor postor, por lo que en una misma campaña podían luchar, caso de finalizar su contrato, en las filas de quienes hasta la víspera habían sido sus enemigos. Plazas fuertes como Gaeta o Barletta se rindieron ante el prestigio del andaluz.

Solo la muerte de Ferrante II en septiembre a causa de unas fiebres malignas –aunque muchos contemporáneos sospecharon que fue envenenado con unas hierbas ponzoñosas– impidió su entrada triunfante en Nápoles. Le sucedió en el trono su tío Fadrique, a cuyas órdenes se puso el Gran Capitán. Fue el nuevo monarca quien pudo entrar victorioso en la capital del reino, abandonada por los franceses, que únicamente resistían en algunos feudos pertenecientes a barones napolitanos partidarios de los angevinos.

Representación de un Condottiero y su escudero, de Cavazzola, c. 1518-22.

TERCEROS

Integridad inquebrantable

En ese momento, Gonzalo, cuya formación respondía a una sólida fe religiosa, acudió a la llamada de Alejandro VI, el papa Borgia, cuya situación era muy delicada. En Roma se vivían graves tensiones ante la falta de trigo y otros abastos de primera necesidad que le llegaban por mar. Roma, en buena medida, se aprovisionaba por Ostia, considerado su puerto.

La pequeña ciudad costera estaba bajo control de los franceses, y, desde su fortaleza, un corsario al servicio de Francia impedía con su artillería la llegada de los barcos con los víveres. El asedio de las tropas pontificias, que duraba meses, se había mostrado ineficaz. Todos sus intentos habían fracasado.

En Roma, los soldados del papa reprimían las protestas callejeras por la escasez. Cada día que pasaba, la posibilidad de un motín era algo más que una amenaza. Alejandro VI, que ese mismo año había dado a Isabel y Fernando el título de Reyes Católicos, pidió al Gran Capitán que lo librase de aquella pesadilla. Una semana bastó a Gonzalo para apoderarse de la plaza y resolver el problema. Su entrada en Roma fue triunfal, y, como los generales victoriosos de la época del Imperio, llevó aherrojado al corsario ante el papa. Todas las grandes familias de la aristocracia romana querían agasajarlo. Alejandro VI le concedió la Rosa de Oro, máximo galardón pontificio. El hidalgo andaluz se había convertido en un personaje ante quien se rendía la Italia del Renacimiento.

El Gran Capitán había cimentado su educación de caballero sobre los principios de la lealtad y la fe

Su visita a Roma le permitió rezar ante la tumba de san Pedro y ganar las indulgencias que otorgaba la Iglesia. Ha llegado hasta nosotros una anécdota de su encuentro con Alejandro VI que nos ofrece una imagen de su temple y le define en dos de los principios en que cimentó su educación de caballero: la lealtad y la fe, esta última fundamental en un mundo donde los principios religiosos ejercían gran influencia en las formas de vida. El papa hizo un comentario desdeñoso hacia los Reyes Católicos, señalando que tenían pendientes importantes deudas con él. Gonzalo le replicó que era mucho lo que el pontífice les debía a Isabel y Fernando, empezando por la conquista de Ostia. Pero no se detuvo en ese punto; reprochó a Alejandro la inmoralidad de su conducta, y le echó en cara que viviera amancebado e hiciera ostentación pública de sus hijos, profanando las cosas más sagradas.

El Gran Capitán abandonó Roma para volver a Nápoles, donde le fue tributado un recibimiento regio. Fadrique, que le debía el reino, se mostró generoso y le otorgó el señorío de Santángelo, con el título de duque. A su regreso a España, Gonzalo Fernández de Córdoba era un hombre muy diferente del que había partido del puerto de Cartagena tres años antes.

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Los Reyes Católicos –que le habían confiado aquel ejército por sus cualidades, pero también porque querían el mando en manos de un segundón, cuya actitud distara del engreimiento de los grandes– recibían ahora a todo un duque aclamado en Italia. Le dispensaron en Zaragoza, sobre todo la reina Isabel, una acogida digna de los méritos contraídos. Apenas tuvo tiempo para descansar. Los mudéjares granadinos se habían sublevado en 1501, mostrando su rechazo ante el incumplimiento de las Capitulaciones de Granada, en especial en lo tocante a la tolerancia religiosa. Para Gonzalo, esta inobservancia de la Corona, que pretendía forzar las conversiones, debió de pesar como una losa, porque representaba una traición a lo pactado.

Sin embargo, no dudó en tomar parte en la lucha para acabar con la rebelión. En esta guerra se produjo un cambio sustancial en el mando del ejército cristiano: al frente de las tropas, todavía integradas en gran parte por las mesnadas de los nobles, estaba Gonzalo Fernández de Córdoba. Tras aplastar la insurrección, decidió leer a los clásicos, imbuido del ambiente que había respirado en Italia, donde la vuelta al mundo grecolatino era una realidad. Conoció a Escipión, a Aníbal, a César...

Este artículo se publicó en el número 564 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.