Saladino visto por los suyos
Las crónicas y las letras occidentales nos han dejado una imagen amable del gran enemigo de Ricardo Corazón de León en la tercera cruzada. Pero ¿cómo veían al sultán en sus propios dominios? Esta es la vida de Saladino.
Para el mundo occidental, Saladino no es solo el gran oponente musulmán del rey inglés Ricardo Corazón de León. Es también un modelo de comportamiento político basado en la prudencia, la sabiduría y la caballerosidad.
Curiosamente, esta visión, que debe mucho al retrato que en el siglo XIX hizo de él el escritor sir Walter Scott para su novela El talismán, y que es la misma que inspiró el Saladino de la película El reino de los cielos, no se aleja demasiado de la descripción que hicieron de él los cronistas musulmanes.
Incluso algunos de sus detractores parecen no haber tenido problema alguno en reconocer que era cortés, generoso y paciente. El resentimiento de estos nacía más bien del hecho de que, siendo un kurdo al servicio del gran señor turco de Siria, Saladino se hubiera elevado por encima de aquel, y, no conformándose con ello, hubiera superado sus logros y los de su dinastía al conquistar Jerusalén a los cruzados.
A la sombra de los zénguidas
En este sentido, el ascenso de Saladino se revela como un auténtico accidente. Un inesperado suceso que parecía alterar el orden establecido. Kurdos y turcos eran en su mayoría pastores nómadas que habían entrado en competencia por los pastos situados entre los montes Zagros y el Asia Menor a comienzos del siglo XI, pero, mientras que los kurdos no contaban como clase dirigente más allá del ámbito local, los turcos se habían erigido en la élite política y militar del Oriente Próximo.
En vida de Saladino, los turcos de la tribu selyúcida eran la fuerza dominante en el islam suní, a cuya cabeza estaban los califas abasíes de Bagdad, considerados por los suníes los herederos legítimos del Profeta, y, como tales, la autoridad suprema del islam.
Más conocido entre sus contemporáneos y allegados por el nombre de Yusuf ibn Ayyub, Saladino (Salah al-Dîn, literalmente, “la honradez de la fe”), nacido hacia 1137, pertenecía a una familia kurda de la zona de Erbil (actual Kurdistán iraquí) que estaba al servicio de un gobernante turco. De ahí que apostar por él en otra cosa que no fuera el polo (deporte en el que por lo visto brillaba) pareciera ir en contra de toda lógica.
A los musulmanes les preocupaba la amenaza que suponía la existencia en Palestina de estados fundados por los cruzados.
Era prácticamente inconcebible que un kurdo como él destacara en tiempos de hegemonía turca, así que lo natural habría sido apostar por su patrón Nur-ad-Din, gran señor turco zénguida de Siria.
Nur-ad-Din era hijo de Zengi (de ahí el nombre de la dinastía), un gobernador de Mosul que había conseguido extender su poder por tierras sirias y libanesas y crear un dominio que legar a sus descendientes.
La forma habitual de levantar un dominio de esa índole era hacerlo por la fuerza de las armas, lo que desesperaba a algunos musulmanes. A estos les preocupaba la amenaza que suponía la existencia en Palestina de estados fundados por los cruzados: el reino de Jerusalén, el principado de Antioquía y los condados de Trípoli y de Edesa.
Anhelaban la llegada de un líder que uniera a sus correligionarios y los condujera a la yihad (entendida esta como guerra santa) contra los enemigos de su fe. Zengi les dio esperanza cuando en 1144 conquistó Edesa, obteniendo así el primer gran triunfo militar islámico desde el inicio de las cruzadas.
Al morir Zengi dos años después, muchos volvieron la vista hacia su hijo Nur-ad-Din. Este heredó la ciudad de Alepo, desde la que empezó a extender su dominio personal al resto de la Siria islámica, y en 1154 se apoderó de Damasco, que dejó a cargo de su viejo amigo Ayyub, el padre de Saladino. En la década siguiente, Nur-ad-Din se convirtió en señor de toda Siria, pero le faltaba aún una victoria que los musulmanes pudieran comparar con la de Edesa, y en ese momento las circunstancias hacían que lo prioritario fuera apoderarse del rico Egipto antes de que lo hicieran otros.
El trampolín egipcio
Egipto era un califato independiente en manos de una dinastía, la fatimí, que en su condición de chií reivindicaba el liderazgo del islam como verdadera sucesora del Profeta frente al poder suní de Bagdad. Había alcanzado un nivel de inestabilidad política tal que parecía maduro para caer en manos de una potencia vecina.
En 1168, Nur-ad-Din contaba ya con la bendición del califa de Bagdad para que devolviera Egipto al sunismo en su nombre, así que en otoño ordenó a su bullicioso general kurdo Shirkuh que liderara una expedición militar con el objetivo de tomar el control del país.
La de 1168 constituyó la tercera y última aventura de Shirkuh en Egipto. Era hermano de Ayyub, y, por lo tanto, tío paterno de un Saladino que se vería obligado a acompañarle. El propio Saladino confesaría más tarde a su secretario que siguió a su tío al Nilo con idéntico espíritu al de “un hombre al que conducen hacia la muerte”.
Ya le había acompañado a Egipto cinco años antes, cuando, por orden de Nur-ad-Din, hubo que ayudar al visir Shawar a recuperar su cargo de manos de sus enemigos, y luego una segunda vez en 1167.
El nombramiento de Saladino como visir conduciría al fin de la dinastía fatimí.
Saladino guardaba muy mal recuerdo del año anterior, en el que la alianza entre Shawar y el rey cruzado Amalarico I de Jerusalén había bastado para rechazar la expedición encabezada por su tío. Especialmente desagradable le resultaba rememorar el asedio al que le sometieron en Alejandría unas fuerzas muy superiores.
Sin embargo, en aquella ocasión, Shawar ya no podría esperar del reino de Jerusalén otro esfuerzo militar de envergadura. Al ser cada vez más impopular, por su facilidad para granjearse enemistades y por sus tratos con los cruzados, el califa egipcio y sus consejeros empezaron a ver con buenos ojos su eliminación.
Con todo a favor, y con la asistencia de su sobrino Saladino, Shirkuh logró su objetivo. Tras el asesinato de Shawar en enero de 1169, pasó a ser el nuevo visir de Egipto.
Sin embargo, el visirato de Shirkuh sería breve. Fuera por envenenamiento o por pura glotonería (y, al tratarse de un hombre dado a los excesos, lo segundo no es improbable), el caso es que Shirkuh falleció en marzo.
Su muerte obligaba al califa fatimí a nombrar un nuevo visir, y el califa se dejó guiar por quienes le aconsejaban otorgar el cargo al sobrino del difunto. Según cierto cronista, los consejeros del califa egipcio pensaban que Saladino iba a ser fácilmente manejable. “No hay persona más débil ni más joven”, habrían dicho de él. Pronto se demostraría que lo habían juzgado mal.
Su nombramiento conduciría al fin de la dinastía fatimí y daría al propio Saladino la oportunidad de convertirse en uno de los líderes más respetados y carismáticos del islam medieval.
Señor de Egipto y de Siria
Ahora bien, de entrada, la muerte de su tío y su nombramiento como visir el 26 de marzo dejaron a Saladino en una situación delicada. Aunque Nur-ad-Din celebrara en público el éxito de la expedición, no le sentó nada bien que, habiéndose comprometido a poner Egipto bajo la autoridad de Bagdad, sus enviados aceptaran el cargo de visir de manos de un chií.
Por otra parte, no estaba claro si Saladino podría mantenerse en el poder por sus propios medios, pero pronto se ganaría la lealtad de muchos de los veteranos de su tío. Gracias a ellos podría hacer frente con éxito a una revuelta de la guardia sudanesa del califa e incluso a una ofensiva de Jerusalén.
Hubo más alzamientos, es cierto, pero ninguno logró privar a Saladino de un poder que le serviría para introducir ciertos cambios. Reformó el sistema fiscal egipcio, reemplazando los impuestos considerados ilegales por no figurar en la tradición islámica por otros que sí lo hacían. Impuso el sistema militar selyúcida, basado, sobre todo, en el reparto de provincias entre los leales a cambio de un pago anual y de una cantidad fija de tropas en tiempo de guerra. Construyó también una flota capaz de hacer frente a sus rivales regionales, aunque al final las escuadras italianas, muy superiores, acabaran poniéndola en su sitio.
Y, aun así, dejó claro que su intención no era limitarse a gobernar Egipto. En 1173 conquistaría la costa norteafricana casi hasta Túnez, y al año siguiente incorporaría Adén y otras ciudades del sur del Yemen, lo que iba a abrirle los mercados del océano Índico y del golfo Pérsico.
La lucha por la herencia zénguida fue lenta y ardua, y costó a Saladino hasta dos atentados perpetrados por la secta chií de los asesinos.
Para construir, gestionar y ampliar el imperio que estaba creando, Saladino se apoyó en los otros ayúbidas (descendientes de Ayyub) más próximos, principalmente hermanos y sobrinos. A su astuto y capaz hermano al-Adil le confió tanto el gobierno efectivo de Egipto como las negociaciones diplomáticas más complejas, y algunos de sus sobrinos incluso destacaron como eficaces mandos militares a su servicio.
Por el camino puso fin a más de dos siglos y medio de califato chií en Egipto, aunque no lo hizo de la noche a la mañana. Aguardó a que el califa fatimí muriera para apartar a su familia del poder. Luego, al cabo de dos semanas, el viernes 10 de septiembre de 1171, en la principal mezquita de El Cairo se sustituyó durante la oración el nombre del califa fatimí por el del abasí de Bagdad.
Era algo que Nur-ad-Din venía reclamándole desde hacía tiempo. Pero a aquellas alturas era ya imposible que Nur-ad-Din no sintiera que su subordinado le segaba la hierba bajo los pies. Pasó a ser habitual que en la corte siria se tachara de insolente y de desagradecido a Saladino.
Mientras estuvo vivo, Ayyub (murió tras caer del caballo jugando al polo en 1173) trató de prevenir a su hijo contra cualquier acción que pudiera enfrentarlo a su señor. Saladino no osó buscar el choque con Nur-ad-Din. No puede decirse lo mismo del zénguida, quien ya estaba preparándose para marchar sobre Egipto cuando la muerte lo atrapó en 1174.
As-Salih, su heredero, era demasiado joven e inexperto como para representar ninguna amenaza. En realidad, era Saladino quien constituía una amenaza para as-Salih. Consciente de ello, este último lanzó contra el kurdo todo lo que pudo: le reprochó públicamente que quisiera situarse por encima de sus señores turcos y apeló a los leales a su familia.
Saladino intentó presentarse como el protector de as-Salih, pero en los viejos dominios zénguidas de Alepo, Damasco y Mosul rechazaron su protección, planteándose incluso una alianza con los cruzados. La lucha por la herencia zénguida fue lenta y ardua, y costó a Saladino hasta dos atentados perpetrados por miembros de la secta chií de los asesinos.
Cuando as-Salih murió en 1181, sus partidarios resistían aún en Alepo y en Mosul, donde sus primos hermanos rivalizaban por sucederlo. Saladino se aprovecharía de esa rivalidad para dividirlos. Al final, Alepo se sometería a su autoridad en 1183. Mosul, tres años después. Saladino podía ya hacer efectivo entonces el derecho a gobernar Egipto y Siria que el califa de Bagdad le había reconocido en 1175.
Recurso a la guerra santa
Pero Saladino no iba a detenerse ahí. Seguramente sus partidarios tuvieran razón al afirmar que no había empezado buscando el poder, pero una vez lo hubo adquirido no dejó de procurar ampliarlo.
Además, en su condición de guerrero perteneciente a una sociedad guerrera, Saladino difícilmente iba a dejar de combatir si con ello podía ganar algo. Y en su condición de musulmán convencido (pese a que nunca peregrinaría a La Meca, como él mismo se reprocharía en la vejez), entendía que la mera existencia de los estados cruzados era una amenaza para el islam, por lo que es lógico que quisiera lanzarse a la yihad más pronto que tarde.
El pillaje de Reinaldo de Châtillon dio el pretexto a Saladino para declarar la guerra e invadir el reino cruzado de Jerusalén.
Hasta el momento, la pugna con los zénguidas casi no le había permitido más que responder con incursiones de castigo al pillaje al que el brutal cruzado Reinaldo de Châtillon, señor de Kerak, sometía a los viajeros y peregrinos musulmanes. Pero en 1186 ya tenía las manos libres.
Como su señor Nur-ad-Din antes que él, recurriría con eficacia a la propaganda para atraer más seguidores a la yihad y reunir así un gran ejército. El objetivo que se había marcado, para nuevo disgusto de los prozénguidas, era el mismo que se había propuesto Nur-ad-Din: tomar la ciudad santa de Jerusalén.
Por entonces, el reino cruzado de Jerusalén parecía estar en caída libre. Muerto el rey Balduino V a los nueve años de edad, la corona había quedado en manos de Sibila, madre del difunto, pero no todos simpatizaban con su marido, Guy de Lusignan.
El reino se dividía internamente entre partidarios y detractores de la pareja, mientras que de cara al exterior simplemente carecía del potencial humano suficiente para soportar una guerra larga.
Al igual que el Egipto de 1168, su debilidad invitaba a las potencias vecinas a lanzarse sobre él. Saladino solo necesitaba un pretexto. Se lo dio Reinaldo, cuya dedicación al pillaje supuso la violación de la tregua de cuatro años que aquel había pactado con Jerusalén en 1185.
Así pues, en primavera de 1187 Saladino inició la invasión a la cabeza de un enorme ejército. Saqueó primero las posesiones de Reinaldo y avanzó para sitiar Tiberíades, lo que dejó atrapada a la condesa Esquiva de Trípoli.
Presionado para socorrerla, Guy decidió presentar batalla pese a su inferioridad numérica y pese a tener que tomar una ruta demasiado larga. Se arriesgaba, de hecho, a verse privado de agua y provisiones si no forzaba la marcha.
La victoria de Saladino en la batalla de los Cuernos de Hattin provocó la rendición inmediata de Tiberíades y otras plazas importantes de Palestina.
Hostigadas por los arqueros montados de Saladino, agotadas y sedientas, sus tropas fueron incapaces de avanzar lo suficiente, y el 4 de julio se defendieron como pudieron en la batalla de los Cuernos de Hattin. Fue una matanza mayúscula. Guy cayó prisionero.
También Reinaldo, que fue ejecutado después de que Saladino lo hubiera derribado personalmente de un golpe. Hattin provocó la rendición inmediata de Tiberíades y unas cuantas plazas más, entre ellas, Acre, Nazaret y Haifa, aunque todo indica que la promesa de Saladino de garantizar a los derrotados que podían marcharse sin ser molestados fue la causa mayoritaria de las rendiciones.
Pese a ello, seguiría encontrando resistencia. Los defensores de Kerak aguantarían un año entero el sitio que les impondrían los hombres de al-Adil, el hermano de Saladino. Y los de la propia ciudad de Jerusalén frustrarían las esperanzas de este de tomarla sin tener que combatir. El asedio, que había empezado el 20 de septiembre, terminó tan pronto como los sitiados comprendieron que la apertura de una gran brecha en la muralla hacía imposible demorar más la conquista. Al fin, tras aceptar la rendición de la ciudad, y habiendo dado instrucciones de evitar su saqueo, Saladino entró en Jerusalén el 2 de octubre.
Perdiendo fuelle
Considerada la gran gesta de Saladino, la toma de Jerusalén pareció dar la razón a quienes veían en él al líder que el islam necesitaba. En el Imperio bizantino la contemplaron como una señal de la conveniencia de buscar la paz. En Europa, en cambio, la conmoción y la indignación fueron tales que el emperador del Sacro Imperio y los reyes de Francia e Inglaterra acabaron implicándose personalmente en una nueva cruzada, la tercera.
La revitalización del fenómeno cruzado se produjo justo cuando Saladino había llegado ya al límite de su potencia expansiva. Pese a que, en 1189, todavía pudo ganar algo de terreno a costa del principado de Antioquía, pronto se demostró incapaz de tomar Tiro, que inicialmente se había rendido, y al año siguiente incluso perdería Acre tras un largo y penoso asedio.
Agotado físicamente a sus más de cincuenta años, Saladino perdió su empuje. Contuvo como pudo el del brillante militar que era Ricardo I de Inglaterra, aunque sufriendo tal cantidad de reveses que en 1192 pareció que Jerusalén podía volver a manos cruzadas.
La marcha de Ricardo Corazón de León salvó Saladino de una derrota mayor y le permitió conservar buena parte de lo conquistado, incluida Jerusalén.
Por fortuna para Saladino, Ricardo nunca llegaría a menos de veinte kilómetros de la ciudad. En sus dominios le esperaban asuntos urgentes que atender, y tenía la certeza de que muy pocos cruzados habían ido a Palestina con la idea de establecerse allí, de modo que a finales de aquel año acabó volviendo a Europa.
La marcha de aquel Ricardo a quien llamaban Corazón de León salvó a su gran rival musulmán de una derrota mayor y le permitió conservar buena parte de lo ganado a los cruzados, incluida Jerusalén. De haberlo perdido, Saladino no habría podido recuperarlo. Su salud era ya precaria y pronto iba a empeorar. Murió el 4 de marzo de 1193.
Las riñas entre los ayúbidas que lo sucedieron retrasarían la destrucción definitiva de los estados cruzados de Oriente hasta 1291, cuando las tropas del Egipto mameluco tomaron una Acre convertida por entonces en el último bastión franco en Palestina.
Un “magno espíritu”
La historia está llena de imprevistos, y el éxito de Saladino es uno de ellos. Desde luego, tomó por sorpresa a quienes estaban pendientes de los éxitos zénguidas. Puede incluso que él mismo se sorprendiera de su suerte al principio, pero está claro que eso no lo paralizó, y, teniendo en cuenta tanto su ascenso como la forma en que se produjo, es evidente que no debía de faltarle ambición.
Saladino, eso sí, la satisfizo al estilo de su padre Ayyub y de su señor Nur-ad-Din, es decir, a base de prudencia, realismo y mucho sentido práctico. Esos principios eran los mismos por los que Saladino intentaba guiarse en el campo de batalla, en el que destacaba por su capacidad para leer correctamente las situaciones y calibrar sus limitaciones, pero, en especial, por su habilidad para motivar a las tropas. Una cualidad esta que nacía no solo de su disposición a compartir los mismos riesgos que sus soldados, sino, sobre todo, de su carácter magnánimo y cortés.
Porque, pese a indudables acciones de crueldad, a Saladino lo definían principalmente sus gestos de generosidad. Cuando, después de la batalla de Hattin, la condesa Esquiva decidió rendir Tiberíades, le concedió un salvoconducto para que pudiera volver a Trípoli. Incluso liberó a Guy de Lusignan en 1188 bajo promesa de no volver a combatir, pese a que la experiencia enseñaba que los cruzados rompían esa clase de juramentos, como de hecho sucedió.
De ahí que occidentales como Dante acabaran reconociendo las virtudes y los logros del inesperado campeón kurdo del islam, tal como hizo el florentino al situarlo entre los “magnos espíritus” no cristianos de su Divina comedia.
Este artículo se publicó en el número 582 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.