Torneos medievales o la fiesta del medievo
Lo que empezó como una prueba guerrera acabó como fiesta de la alta sociedad. ¿Por qué motivos se enzarzaron los nobles en una actividad en la que podían dejarse la vida? ¿Y cómo derivó hacia el mero espectáculo?
El 30 de junio de 1559 se estaban celebrando las bodas de la infanta Isabel de Valois con el rey español Felipe II, acordadas aquel mismo año en el tratado de paz de Cateau-Cambrésis. Enrique II de Francia, padre de Isabel, tomaba parte personalmente en el torneo programado para los festejos. Pese al cansancio y a las recomendaciones para que se retirara, Enrique insistió en romper una última lanza con un joven escocés de su guardia, el conde de Montgomery. Lo que vino a continuación seguramente dejó muda a la concurrencia. La lanza del conde se partió y algunos fragmentos atravesaron el visor del yelmo del rey, causándole las severas heridas que acabarían con su vida diez días después. Parece que este suceso marcó el declive de la práctica del torneo en Francia, considerada cuna del mismo. Aunque, en realidad, estos accidentes eran tan viejos como el torneo, vigente todavía en el siglo XVI, y cuyos orígenes se remontaban a finales del XI.
Una actividad de riesgo
Partiendo de la base de que los participantes en un torneo hacían uso de armamento, es evidente que incluso con la introducción de armas embotadas (modificadas para reducir el daño) y armaduras más pesadas, el riesgo de muerte seguía existiendo. “¡Y el gran peligro que hay en las armas!”, exclama al inicio de Tirant lo Blanch el rey de Inglaterra en su intento de evitar que su condestable, el jovencísimo vástago del conde de Varoic, siga justando. Afirmación de lo más apropiada, puesto que en el debut del condestable pierde la vida su contrincante.
Pese a tratarse de un ejemplo literario, es imposible pasar por alto la cruda realidad que encierra: el riesgo era visible, y, del mismo modo que un ciclista profesional asume que las caídas son frecuentes, los participantes en un torneo parecían aceptar que muy bien podían quedar mutilados e incluso perder la vida.
Mucho antes de comenzar a escribirse el Tirant, la Iglesia ya se había puesto a la defensiva. En 1130, los dignatarios eclesiásticos reunidos en el Concilio de Clermont condenaron su práctica bajo amenaza de negar el sacramento del viático y un entierro cristiano a las víctimas.
Entre los que se vieron afectados por esta resolución estaba el conde Conrado de Wettin, muerto el año 1175. Dado que había fallecido mientras tomaba parte en un torneo, el arzobispo de Magdeburgo se negó a darle sepultura cristiana, aunque se dice que transigió pasado un cierto tiempo. Las actas del siguiente concilio, celebrado en Roma en 1179, vuelven a vedar los torneos debido “a las muertes de hombres y a los consabidos peligros a los que exponen sus almas”.
La cruzada ofrecía al guerrero un escenario donde este podía ejercer la violencia contra los enemigos de Cristo y, así, salvar su alma.
Los altos jerarcas de la Iglesia tardaron mucho en comprender que los participantes en un torneo quisieran malgastar sus vidas en suelo cristiano, porque consideraban que sus habilidades eran más útiles en otra parte. Para ellos, la cruzada era la empresa ideal: ofrecía al guerrero un escenario donde este podía ejercer la violencia contra los enemigos de Cristo y, así, salvar su alma. Ciertos monarcas tampoco parecen haber creído que los beneficios de los torneos superasen sus riesgos. El rey Felipe II Augusto de Francia (1165-1223) recurrió a los mismos argumentos que la Iglesia para prohibir a sus hijos que tornearan. No obstante, con el tiempo, la Iglesia reconocería la utilidad de esta práctica, e incluso llegaría a ver en ella una oportunidad de reclutar nuevos cruzados de forma masiva. Con todo, los peligros de participar en un torneo seguían estando fuera de discusión. Lo que sí es discutible, en cambio, es que fuese exactamente lo mismo en el siglo XII que en el XV.
De la mêlée a la justa
¿Pero qué era y en qué consistía exactamente? A grandes rasgos, lo que en latín se dio en llamar torneamentum y en francés tournoi era un evento que enfrentaba durante varios días a participantes armados. En su mayor parte estos iban a caballo. Inicialmente el torneo tomaba la forma de mêlée, esto es, un encuentro multitudinario en el cual bandos o equipos de jinetes se disputaban la victoria hasta la caída de la noche o hasta la jornada siguiente. A nuestros ojos, la mêlée no es ni mucho menos tan familiar como lo es la justa. Sin embargo, y aunque por lo común iba acompañada de combates individuales, a lo largo del siglo XII la mêlée se fue convirtiendo en sinónimo de torneo. Solía tener lugar en espacios abiertos dotados de áreas de descanso, que podían llegar a incluir aldeas enteras, y en los que era posible concentrar a millares de participantes. En 1179, un mínimo de 3.000 combatientes se agolparon en el torneo de Lagny. Entre los que aquel año formaban parte del bando de Enrique el Joven, hijo de Enrique II Plantagenêt, se encontraba un caballero inglés conocido como Guillermo el Mariscal, que, de creer la canción que le dedicó su viejo escudero después de su muerte, era con diferencia el mejor torneador de su tiempo.
El torneo dejó progresivamente de ser un concepto casi equivalente a la mêlée para dar relevancia también a otras modalidades de combate, comenzando por una mucho más reconocible, la justa. Entre los siglos XIII y XIV, esta pasó a ser la predominante.
Consistía en el enfrentamiento de una pareja de jinetes (separados o no por una barrera) que tenían como objetivo desmontar a su oponente. Para ello se solía disponer de un máximo de tres lanzas. Las competiciones del torneo de Chauvency de 1285 comenzaron con dos días enteros de justas, en los que se calcula que tuvieron lugar por lo menos 180 choques. Más tarde, ya en el siglo XV, ganó popularidad el combate a pie. En él, dos contrincantes intercambiaban golpes en una liza (espacio cercado para combatientes) hasta que uno de los dos tocaba el suelo. Dependiendo de qué reglas se siguieran, para ser considerado derrotado, en ocasiones un hombre debía caer, mientras que en otras bastaba con que pusiera rodilla en tierra.
Las reglas variaban según la época, la región, la modalidad de combate y el organizador del torneo, pero había normas generalmente aceptadas.
Las reglas variaban según la época, la región, la modalidad de combate y el organizador del torneo. Aun así, había normas generalmente aceptadas, como por ejemplo considerar una infracción golpear el caballo de un oponente. A finales del siglo XV, cuando era posible competir en cualquiera de las modalidades de enfrentamiento mencionadas, estas reglas eran muy precisas. Pero alrededor de cuatrocientos años antes, las normas del torneo parecen haber sido tan simples como difusas. Por aquel entonces, el torneo era un evento relativamente nuevo y muy similar a la verdadera guerra. La Crónica de Tours atribuye su invención al francés Godofredo de Preuilly, muerto hacia el año 1063.
Si la autoría de dicha invención está o no bien asignada es algo que nunca ha podido aclararse. Sin embargo, la cuestión realmente relevante no es quién o quiénes lo inventaron, pues por sus características tanto podría haber sido Preuilly como cualquier otro noble de su tiempo. Importa mucho más saber cuándo se inició su práctica, por qué, con qué finalidades y, por último, cómo y por qué motivos evolucionó.
Mantenerse ocupados
En este sentido, la mención a Godofredo de Preuilly, aunque incierta, sí tiene algo de auténtico. Por una parte, porque alude al origen francés del torneo. Este viene confirmado por autoridades como el monje inglés Mateo París, quien en el siglo XIII se refería al torneo usando la expresión “contienda francesa” (conflictus gallicus). También el vocabulario relacionado con el torneo procedía del francés, lo que no es de extrañar, teniendo en cuenta el prestigio y la influencia de esta lengua en ámbitos como la literatura, la guerra y la corte. Por otra parte, porque nos acerca a la época exacta de su nacimiento y desarrollo inicial, situada en el paso del siglo XI al XII.
Supuestamente, el torneo nació como una fórmula para que los caballeros aprovecharan las pausas en las campañas bélicas. Esto permitía mantenerlos ocupados, mejorar la coordinación con sus compañeros y ejercitar maniobras conjuntas que implicaran el uso del caballo y la lanza. Durante las treguas, cabía que combatientes del bando rival se añadieran a la pelea. Lo que podía desencadenar entonces cualquier accidente no es difícil de imaginar. La expansión definitiva del torneo parece que tuvo lugar en tiempo de paz, aunque esto no sirvió para acabar con rencillas personales o familiares.
Balduino, hijo del conde de Hainault, sabedor del odio que le profesaba el duque de Brabante, decidió acudir en 1170 al torneo de Trazegnies acompañado de una nutrida escolta de infantería.
A lo largo del siglo XII, los torneos eran organizados por grandes nobles cuya reputación aumentaba por ello. Se trataba de acontecimientos costosos, lo que venía muy bien a sus promotores, ya que el gasto garantizaba su fama de generosos, y la generosidad era una de las virtudes más valoradas en un rey o un noble. Pero había otras ventajas.
Una de ellas era que, como en sus orígenes, facilitaba el adiestramiento colectivo de la élite militar del momento, o sea, la caballería pesada. También servía para canalizar las ansias de violencia y el bullicio de los “bachilleres”, es decir, de los caballeros descendientes de familias nobles sin acceso a la herencia de sus padres y con ansia de un matrimonio ventajoso. Por último, ofrecía la posibilidad de ganar honores deportivos y, en el proceso, botín.
¿Escuela de guerreros?
Durante esta primera fase de su larga vida, el torneo resultó ser verdaderamente útil desde el punto de vista militar. Prueba de ello es que, tras advertir la superioridad de los caballeros franceses sobre sus homólogos anglonormandos, el rey Enrique II Plantagenêt decidió autorizar su celebración en Inglaterra. A comienzos del siglo XII, algunos franceses parecen haberse mofado abiertamente de lo poco diestros que eran los caballeros alemanes en el arte de la equitación. De hecho, aunque no por entero desconocidos, los torneos no eran todavía habituales en Europa central. Por contra, se seguían celebrando algunos aún en el siglo XVIII, cuando en Francia hacía ya mucho que su práctica estaba extinguida.
Pero si bien el torneo era entonces útil para el entrenamiento de los caballeros, lo cierto es que no lo era en el modo en que generalmente se ha creído. Los defensores de la teoría dominante sostienen que en él se ejercitaba la carga frontal con la lanza bajo el brazo. Esta táctica habría convertido la caballería pesada europea en el arma decisiva, algo así como el equivalente medieval de la división acorazada moderna. El problema es que no está demostrado que la carga de caballería pesada constituyera una garantía de victoria. Para serlo, aquella dependía, como en el caso de los carros de combate, de una excelente coordinación con el resto de armas (infantería y arqueros o ballesteros), lo que de por sí era algo muy infrecuente. En la batalla de Hastings (1066), citada muy a menudo como ejemplo de la supremacía de la caballería pesada, fracasaron las dos cargas iniciales de las tropas montadas del duque Guillermo de Normandía (combinadas con infantería), tras lo cual se simularon diversas retiradas para romper la cohesión de la infantería enemiga.
La actitud habitual en la mêlée era apresar rivales tomando su caballo con el objetivo final de conseguir prisioneros por los que cobrar rescate.
Aun así, la resistencia de los anglosajones no se quebró hasta que se percataron de la muerte de su rey. En todo caso, la batalla campal, en la que en teoría se disponía de los espacios abiertos necesarios para una amplia carga, era un hecho inusual. Los enfrentamientos más frecuentes en tiempos de guerra tomaban la forma de incursiones y asedios, de los que, entre otras cosas, los combatientes esperaban sacar prisioneros y botín.
Desvío progresivo
En el siglo XII, los intereses de los participantes en una incursión o un asedio y los de un torneo eran bastante coincidentes. Según la biografía del mariscal, la actitud habitual en la mêlée era la de buscar presas a las que poder capturar tomando su caballo por las riendas y conduciéndolo así a manos de los propios escuderos.
Aislar al adversario del resto de su bando era una forma de conseguirlo. Otra, empleada no pocas veces, consistía en desorientarlo o aturdirlo golpeando repetidamente su yelmo. El propósito final era, por lo tanto, tomar prisioneros por los que cobrar rescate más tarde.
No obstante, un siglo después, el cariz del torneo estaba cambiando. Para entonces, en toda Europa se comenzaban a generalizar las armas embotadas (à plaisance) en sustitución del equipo de guerra auténtica o a ultranza (à outrance).
Las lanzas de este tipo, por ejemplo, terminaban en una cabeza con tres puntas, lo que supuestamente las hacía menos dañinas. A mediados del siglo XV se estaban introduciendo también armaduras específicas para la justa en las que, a cambio de maximizar la seguridad y el agarre de la lanza, el visor del yelmo se estrechaba al mínimo (con lo que disminuía mucho la visión) y el jinete acababa encajonado en un arnés que solo valía para un choque en línea recta. Por su parte, la mêlée evolucionaba hacia un espectáculo de armas embotadas con un número de participantes limitado.
De todas las modalidades del torneo, solamente el combate a pie podía considerarse todavía un entrenamiento marcial, dado que en él los contrincantes tendían a vestir armaduras y a empuñar armas auténticas, por lo general a dos manos.
La tendencia de los integrantes de la caballería era ya entonces la de combatir desmontados, prescindiendo del yelmo cerrado, con el fin de ganar visibilidad y evitar la posible asfixia, y sin escudo, para poder así manejar armas más pesadas.
Estas prácticas militares se extendieron durante la guerra de los Cien Años (1337-1453). Por lo demás, el torneo se parecía cada vez menos a una escuela de adiestramiento militar. En su lugar, parecía más bien una fiesta para consumo y deleite de la aristocracia.
Fiesta de la alta sociedad
En efecto, más allá del siglo XIII, el torneo se transformó progresivamente en una fiesta, un espectáculo que bebía de los ideales y los códigos caballerescos que príncipes y nobleza, con el inestimable apoyo de la Iglesia, habían ido construyendo para sí. Era la fiesta de la caballería. Entiéndase caballería, en este caso, no como el arma o cuerpo del ejército, sino como cuerpo social, el conjunto de los nobles que eran descendientes de caballeros y que habían sido investidos como tales o estaban a la espera de serlo. Esto significaba que únicamente los que podían demostrar su pedigrí recibían autorización para participar en un torneo. Sigmund von Gebsettl se vio obligado a probar la antigüedad de su linaje, citando a los caballeros que lo habían precedido hasta cuatro generaciones, para incorporarse al torneo de Stuttgart en 1484.
En los primeros tiempos del torneo, nada de esto habría sido necesario. En los siglos posteriores, sí. El torneo evolucionaba entonces hacia algo cada vez más controlado y regulado. Se pretendía civilizar actitudes como las que habían obligado al mencionado Balduino de Hainault a acudir a Trazegnies con escolta. O bien como la del conde de Chalons, que en 1273 intentó desmontar al rey Eduardo I de Inglaterra tirándolo del cuello, y provocando con ello una multitudinaria pelea. Al igual que Ricardo Corazón de León mucho antes que él, Eduardo I se esforzó en establecer ordenanzas que, por ejemplo, limitaran el número de acompañantes para cada caballero.
Hacia 1440, Renato de Anjou, rey de Nápoles, dictó un Tratado de la forma y las reglamentaciones de un torneo que compendiaba las normas entonces al uso en Francia, Alemania, Flandes y Brabante, y en 1466, el conde de Worcester elaboró unas nuevas ordenanzas a petición de Eduardo IV de Inglaterra.
En el siglo XIII, la organización quedó en manos de reyes, quienes incluían el torneo entre los eventos de corte con los que conmemorar acontecimientos de relieve.
La multiplicación de reglamentaciones del torneo confirma que estaba tomando una deriva diferente de la original.
Avanzado ya el siglo XIII, su organización quedaba en manos de reyes, quienes incluían el torneo –junto a banquetes, danzas o cacerías– entre los eventos de corte con los que conmemorar acontecimientos de relieve, como bodas, tratados o conquistas. Se atreviera o no a entrar en liza en persona, para un monarca, patrocinar un torneo era una forma de asegurarse la domesticación de la nobleza del país y de convencerla de que le diera su respaldo. Le hacía falta, puesto que, al fin y al cabo, los nobles eran profesionales de la guerra capaces de causarle verdaderos problemas.
Imitar a los ídolos
El modo de conseguirlo pasaba, pues, por lograr que se respetaran ciertas normas, minimizar riesgos mediante el uso creciente de las armas embotadas, y, finalmente, convertir el torneo en un escenario en el que fuera posible imitar las gestas y las actitudes de los héroes de las novelas de caballería. Los caballeros o aspirantes a tales aceptaron jugar a este juego no solo porque el servicio al monarca les reportara beneficios. La corte era el lugar ideal en que destacar, y en el torneo, efectivamente, les estaba permitido combatir por deporte, emulando así a sus referentes literarios, entre ellos Rolando, Lanzarote o Tristán. Esto último explica el gusto creciente por la justa a partir del siglo XIII. La justa era, de hecho, la forma más común de enfrentamiento entre los personajes de la literatura caballeresca. Explica también el florecimiento en las centurias siguientes de peculiares convocatorias o desafíos que tenían mucho de literario.
Es el caso de las llamadas Tablas Redondas, fiestas cortesanas inspiradas en el ciclo de relatos del rey Arturo en las que los torneos, y en especial, claro está, las justas, constituían la parte esencial. Conquistada Gales, Eduardo I de Inglaterra convocó una en Nefyn en 1284. En ocasiones como esta se empleaban exclusivamente armas embotadas.
En cambio, no parece que fuera así en los pasos de armas (pas d’armes), como los defendidos por el leonés Suero de Quiñones (1434) y el borgoñón Jacques de Lalaing (1449-50). En ellos, un caballero hacía voto de defender un cruce transitado contra todo caballero de probado linaje que lo retara. Lalaing ofrecía la posibilidad de luchar con hacha, espada o lanza. Al término de su empresa, se dice que invitó a un banquete a sus más de veintidós contrincantes, y les entregó diversos premios.
Las normas de la caballería obligaban a Lalaing a comportarse de un modo civilizado con sus oponentes. No es improbable, no obstante, que algunos le guardaran rencor y desearan devolverle algún que otro golpe. Y es que, pese a la preceptiva caballerosidad, no faltaban deseos de ajustar cuentas. En este sentido, las acciones de guerra recientes podían enrarecer el clima de un torneo.
En 1409, el odio entre ingleses y franceses alcanzó tal punto que el rey de Francia les prohibió tornear si no era con las armas embotadas. Así pues, aunque no hubiera rencillas y hubiese dejado de ser un entrenamiento militar, el torneo seguía cargado de peligro. Algunos infortunados morían. En 1559, los amigos de Enrique II Valois lo sabían. Él lo sabía. A pesar de lo cual, como correspondía a esforzados caballeros, Enrique fue a por su última lanza. Al fin y al cabo, ¿no era aquello una fiesta?
Este artículo se publicó en el número 538 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a redaccionhyv@historiayvida.com.