El sangriento pasado del Louvre
Arte expoliado
Asesinatos, robos, revueltas, botines de guerra y otros secretos de uno de los principales museos del mundo
Una multitud acude a diario al Louvre, que acogerá hasta el 20 de febrero una magna exposición sobre Leonardo Da Vinci. La mayor muestra dedicada hasta ahora al genio del Renacimiento está llamada a batir el récord de 1,4 millones de visitas que logró la de Tutankamón. Pero, obnubilados por tantas maravillas, los visitantes no se podrán imaginar el sangriento pasado de uno de los museos más importantes del mundo.
Muchos secretos permanecerán ajenos a los amantes del arte o a quienes acudan por puro esnobismo a ver esta exposición, que llega después de diez años de arduos preparativos y con más de 260.000 entradas vendidas anticipadamente. Pocos conocerán la tumultuosa existencia del monumental recinto que visitan. El ciclón Da Vinci sirve en bandeja la excusa para recordar los asesinatos, robos, revueltas y botines de guerra de esta joya arquitectónica.
Antigua fortaleza militar , los orígenes del Louvre se remontan a una fecha indeterminada entre 1180 y 1223. Durante el reinado de Felipe Augusto se convirtió en una mansión real. O habría que decir en una amalgama de mansiones que fueron erigidas, destruidas, reconstruidas, incendiadas, demolidas y de nuevo restauradas a lo largo de los siglos. Durante esta larguísima metamorfosis la fortaleza defensiva original se transformó en un palacio, y el palacio en lo que es hoy.
El museo fue inaugurado en 1793, entre la decapitación de Luis XVI y la de María Antonieta, en pleno marasmo por la Revolución Francesa . El cadalso del rey, por cierto, se instaló ante los jardines de las Tullerías, cuyo palacio –destruido durante la Comuna de París– formó un todo con el Louvre hasta 1870. Este conjunto, símbolo de la realeza reconvertido en quintaesencia de la grandeur republicana e imperial, ya había visto la sangre muy de cerca antes de la guillotina.
Un cuadro de Éduard Debat-Ponsan, Una mañana ante la puerta del Louvre , refleja este terrible pasado. En la obra se ve a Catalina de Médici, la reina madre, al día siguiente de uno de los episodios más graves de las guerras de religión entre hugonotes y católicos. La masacre de la noche de San Bartolomé, el 24 de agosto de 1572, rompió la frágil convivencia entre ambas comunidades y se extendió durante meses a toda Francia. Y tuvo su epicentro precisamente en el Louvre.
Nobles y militares hugonotes fueron sacados de sus habitaciones en el palacio, donde se alojaba una importante delegación. Los condujeron bajo las ventanas de Carlos IX, que había decidido romper la frágil paz con los protestantes. Allí, entre dos hileras de guardias franceses y suizos, los ejecutaron. Enrique de Navarra, el futuro rey Enrique IV de Francia, se salvó a cambio de abrazar el catolicismo. Su esposa, Margarita de Valois, vio como algunos supervivientes ensangrentados se refugiaban en su propio dormitorio.
La sangre volvió a anegar dos siglos después este lugar, escenario de hechos que marcarían el futuro de Europa, por no decir del mundo. Aquí, en el complejo del Louvre-Tullerías, se vivieron episodios relevantes de la Asamblea constituyente, del Directorio y de otras criaturas de 1789. Aquí fueron traídos los reyes desde Versalles. Y aquí el pueblo de París masacró a los guardias suizos y, como en la Bastilla, no sólo derribó puertas. También símbolos.
Y de aquí se casó Napoleón con María Luisa, su segunda esposa. Él ya no era un simple general, sino el emperador. Fue uno de los hijos más eximios de la Revolución Francesa, pero la devoró y le dio la vuelta al mito de Saturno. También el Louvre ya era mucho más que un palacio. Sus tesoros se habían convertido en bienes nacionales. Primero la República y luego el Imperio dieron luz verde a su exhibición. Para entonces las paradojas de la tormenta revolucionaria eran imparables.
Nadie refleja mejor esas contradicciones que aquel capitán que, según las Mémoires du général baron de Marbot , dijo en un pueblo castellano durante la guerra de la Independencia: “Os traigo la libertad, pero al que se me desmande lo fusilo”. El Louvre era para el pueblo. Pero sólo para el pueblo francés. O para lo que quedó de él. El museo vivió un irrepetible esplendor, sustentado en los botines de guerra, pero aquella Francia acabaría convertida “en un país de viudas y huérfanos”, como dijo Chateaubriand en Memorias de ultratumba .
Gracias a los éxitos y la rapiña de las tropas francesas, las obras maestras llegaban a espuertas al rebautizado como museo Napoleón . El cambio de nombre ilustra una época convulsa. La Francia imperial no entró en la historia. De 1800 a 1815 entró en el torbellino de la historia. Fueron 15 años vertiginosos. Batallas apocalípticas que dejaban la tierra teñida de rojo, y quitaban y ponían reyes. Y junto a los cambios dinásticos, destrucción, muerte, resurgir de nacionalismos, y fronteras que avanzaban y retrocedían.
La vida oculta del museo tiene un biógrafo de excepción, Pascal Torres, su conservador jefe y autor de Les secrets du Louvre , que La Librairie Vuibert publicó por primera vez en el 2013. Tallandier lo ha reeditado ahora en formato de bolsillo. Este ensayista y novelista, con obras también publicadas originalmente en castellano, explica que el pillaje hizo “del museo el más grande del Universo, más grande de lo que ningún otro será jamás, ni siquiera el Louvre de hoy”.
El robo de obras de arte comenzó con Robespierre, pero llegó al paroxismo con Napoleón. Mientras el viento sopló de cara, los soldados y los comisarios republicanos –y más tarde los grognards y los funcionarios imperiales– saquearon mansiones y palacios de Bélgica, Alemania, Italia… Uno de aquellos funcionarios, encargado en 1806 de elegir las obras de arte y los libros rapiñados en Alemania, fue Henri Beyle, que ha pasado a la historia como Stendhal.
Tapices, pinturas y esculturas comenzaron a afluir hacia el Louvre mientras se sucedían las victorias del Dios de la guerra, como lo llamaban unos. El ogro corso, le decían otros. Pero el sueño imperial se transformó en una pesadilla. La Némesis se vivió en tres tiempos entre 1812 y 1815. Primero, Rusia. Luego vendría la fuga del destierro inicial en la isla de Elba. Y por último la fugaz reinstauración napoleónica de Los cien días hasta Waterloo y el exilio en Santa Helena.
Pero, antes de que todo eso sucediera, la lista de riquezas expoliadas fue “excepcional”, subraya Pascal Torres. Una enumeración incompleta de los primeros botines de guerra en Roma y Verona incluiría los cuadros de San Jerónimo, Santa Cecilia, La Transfiguración y La Virgen de la silla, de Rafael; La Crucifixión y La Virgen de la Victoria, de Mantegna, y Las bodas de Caná , de Veronese; además de las esculturas del Apolo y el Torso de Belvedere, del conjunto de Laoconte y sus hijos, y la estatua de Mepolmene.
Y los expolios no habían hecho más que comenzar. De la catedral de Amberes se sustrajo el monumental tríptico de La elevación de la cruz, de Rubens. También se saquearon los estados pontificios, las colecciones papales, los tesoros de Italia, los de Alemania y los de otros países bajo el yugo francés. Los caballos de bronce de la basílica de San Marcos, en Venecia, manuscritos, libros, bustos... Incluso fósiles y hallazgos arqueológicos, que se recibían en un París alborozado.
A veces la capital francesa parecía la Roma de los césares y organizaba desfiles con “jaulas con leones, tigres y panteras” para dar la bienvenida a los tesoros. “No hubo muchas obras maestras del arte en Europa que no acabasen en el Louvre o en las colecciones privadas del Imperio”, asegura Pascal Torres. Si bien los aliados fueron condescendientes con el museo a raíz de la primera abdicación de Napoleón, cambiaron de actitud tras Waterloo y su segunda renuncia. Numerosas obras maestras emprendieron el camino de regreso a casa.
La práctica totalidad de las obras citadas en este reportaje volvieron a sus lugares de procedencia, salvo La Virgen de la Victoria, de Mantegna, y Las bodas de Caná. El Louvre entregó a cambio de esta segunda pieza otra muy menor de Charles Le Brun (Magdalena a los pies de Cristo). Lo hizo porque logró convencer a los representantes venecianos de que la colosal pintura de Veronese, de casi diez metros de largo y más de seis de alto, estaba muy frágil y no resistiría otro traslado. Era cuestionable: en la Segunda Guerra Mundial fue evacuada al sur de Francia.
En 1815 comenzó otra era para el Louvre. Los expolios dieron lugar a las compras, donaciones, subastas... ¿Francia lo devolvió todo? No, pero eso forma parte de una larga historia en la que habría que hablar de otros museos, como el Británico. Algunos trofeos napoleónicos escaparon al escrutinio de los vencedores. El propio Stendhal se felicitó de que dos “ciudades de provincias” mantuvieran intactas las colecciones que se consiguieron manu militari.
Pero el autor de La cartuja de Parma se olvidó de un pequeño detalle. Esos deux petits Louvres , como los calificó en Mémoires d’un touriste , pertenecían a ciudades que después de la derrota de Napoleón quedaron fuera de las nuevas fronteras de Francia. Eran, y son, Aquisgrán, en Alemania, y Ginebra, en Suiza. Sus museos también se nutrieron de los botines de guerra.
Hay nombres mágicos, cargados de historia y cuya pronunciación despierta en el alma un torbellino de imágenes. El Louvre es uno de estos nombres”