La mediación europea para renovar el CGPJ es un nuevo rescate, político, a petición propia de España, del PP. Una gran diferencia con el bancario del 2012, resultado de la presión de los mercados y de Alemania, que quería salvar sus bancos
Desde la recuperación de la democracia, España ha padecido dos rescates, con la correspondiente intervención pública y directa en sus asuntos internos de poderes exteriores. Uno económico, hace más de diez años, económico, bancario, exactamente. Otro, ahora mismo, en este caso político y vinculado a la justicia.
El primero fue en junio del 2012, consecuencia de la intervención de Bankia, la entidad financiera creada bajo el paraguas de Caja Madrid, la entidad que nació de una operación apadrinada por los dirigentes populares de la época, especialmente de la Comunidad de Madrid de Esperanza Aguirre y en el entonces líder de la oposición, Mariano Rajoy. Producto de la pugna entre ambos políticos por el control del gigante, Rodrigo Rato acabó, de rebote, siendo su presidente.
La crisis de Bankia desembocó en su nacionalización, la petición a Europa de una línea de financiación de 100.000 millones - de la que se utilizó menos de la mitad y del que una parte aún se tiene que devolver- y la imposición de drásticas medidas económicas y legislativas que implicaron la práctica desaparición de las cajas de. Fue el resultado del paseo por el lado oscuro de las finanzas de la mano de los hombres de negro, la troika formada por la Comisión Europea, el BCE y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
El mismo Rajoy, ya desde la presidencia del Gobierno, debió pedir el rescate, pese a sus reticencias a intervenir Bankia y reconocer el problema. Desgraciadamente para sus planes, el entonces presidente del Banco Central Europeo (BCE), Mario Draghi, no pronunció antes de la nacionalización sus mágicas palabras -”Durante nuestro mandato, el BCE está dispuesto a hacer lo que haga falta para preservar el euro”- con las que puso fin a la tormenta. Fue en julio, cincuenta días después de la demanda de ayuda a Europa.
El rescate fue aceptado,pero no pedido o iniciativa propia de los dirigentes políticos: ni de Rajoy ni del entonces secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba. Los líderes y los poderes económicos españoles, inclinaron la cabeza y suplicaron ayuda a Europa. Fue el resultado tanto de la digestión del estallido de la descomunal burbuja inmobiliaria como del diseño de la política europea, encabezada por la Alemania de Angela Merkel, para afrontar la gran crisis financiera: hacer pagar exclusivamente a los países deudores para salvar a la banca acreedora, especialmente la alemana y la francesa.
Resignados, aceptaron formar parte del grupo de los apestados: Grecia, Portugal e Irlanda. Sometidos a la tutela de unos socios inclementes, a los que había que detallar todas las medidas económicas que se adoptarían para cumplir sus exigencias.
La mediación europea infantiliza España ante los socios, rebaja su autoridad y acabará teniendo costes
El segundo rescate español, el actual, político, es también parcial, como lo fue el anterior. No es el conjunto del sistema constitucional español el que está bajo la lupa. Y también tiene al PP como gran protagonista. Se trata de la renovación del Consejo general del poder judicial (CGPJ). Un proceso legalmente pautado y regulado, de la máxima trascendencia para el funcionamiento de uno de los tres grandes poderes del Estado. Cambio durante largo tiempo bloqueado, primero por la debilidad interna del nuevo líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, acosado por la presidenta madrileGña, Isabel Díaz Ayuso. Luego por el interés común en mantener su control absoluto del órgano de gobierno de los jueces.
Y para negociar, los populares plantearon que Europa actuase como mediadora, en la persona del Comisario europeo de Justicia, su colega ideológico Didier Reynders. Cuando ya sabían que no iban a gobernar tras las elecciones y con la negociación de la amnistía sobre la mesa.
Y aquí empiezan las diferencias entre este segundo rescate y el primero. De entrada, no ha sido resultado de la derrota ente unas fuerzas externas todopoderosas, lo que representaron los mercados y la prima de riesgo en la crisis del euro. En este último episodio, Europa había apercibido ya a España de la necesidad de proceder a la renovación del CGPJ, pues su caducidad estaba afectando a la calidad democrática de la justicia, pero era una presión para abordarlo, no para intervenir ni imponer un modelo diferente.
El gran contraste con 2012 es que la cesión de la autoridad a Europa ha sido una exigencia del PP en su plan de deslegitimar la mayoría de la investidura y buscar amparo fuera del Congreso contra la amnistía. Un hecho inusitado, la petición entusiasta de la ayuda exterior, que pone de manifiesto una de las debilidades españolas. El PP no puede gobernar: así lo decidieron los diputados del Congreso, gracias a los votos, pero no quiere aceptar que deberá seguir en la oposición. Y tan profunda es su negativa que consigue bloquear el normal desarrollo de la vida institucional,movilizando más la judicatura independiente que la calle.
Y al servicio de esa negación de la realidad y de la pugna no reconocida por el liderazgo interno, se traga el orgullo nacional, del que hace gala día sí y día también, para ceder la soberanía. Y pone sobre la mesa un posible bonaparte europeo que deshaga a su favor el empate práctico que atenaza la política española. Sin descartar que si no le sale bien, también tiren por la borda al amigo Reynders.
En frente, el Gobierno de Pedro Sánchez, que anda con lo justo, negociando a varias bandas y sometido a una asfixiante presión política, judicial y mediática. Descartada ya la vía de la emergencia económica: España se hunde, la crisis está a la vuelta de la esquina, los inversores huyen de España. A la vista de los indicadores y de los beneficios de bancos y grandes empresas; nadie va a salir corriendo.
El PP combina un desmesurado orgullo nacional con la cesión de soberanía a Europa
Pero las consecuencias de la mediación europea, igual que las del rescate bancario, serán muy importantes. España ha pedido tutela, transmite incapacidad de autogobierno, se infantiliza ante sus socios de más relevancia y rebaja su autoridad y su influencia en los asuntos comunitarios. Y esto no es solo un problema de imagen; es político y acabará siendo económico. Habrá que recordar cómo fue la cosa.