Prevemos una contracción del producto interior bruto (PIB) entre septiembre y diciembre”, declaraba esta semana el ministro francés de Economía, Bruno Le Maire. Un reconocimiento de la degradación presente de la económica gala que aún no se ha producido por parte de los responsables del Gobierno español. El último mensaje, de la vicepresidenta tercera y ministra de Economía, Nadia Calviño, hace dos semanas, mantenía el optimismo sobre el crecimiento en este cuarto trimestre y la tesis de que la recuperación seguía en marcha. Pero, forzosamente, la economía española está descarrilando de nuevo y la recuperación no arrancará en este trimestre. Las medidas en marcha ahora contra la pandemia, el estado de alarma y probablemente un nuevo confinamiento general agravarán aún más esa caída de actividad.
Francia comparte con España un alto endeudamiento público. En ambos casos, muy por encima del 100% del PIB, todo lo que la economía produce en un año. Pero Le Maire no parece amedrentado por ese dato y apunta que su Gobierno está preparado para acometer los gastos y las inversiones necesarias para mantener a flote la economía frente a esta segunda oleada de la pandemia. “No tenemos ninguna inquietud sobre la financiación de nuestra deuda. El apoyo del Banco Central Europeo (BCE) y las decisiones firmes adoptadas por Christine Lagarde (presidenta del BCE) nos protegen contra cualquier dificultad”. Tal vez esa determinación explique por qué el Gobierno francés ha destinado durante la pandemia casi el doble que el español a ayudas directas con cargo al presupuesto público.
De hecho, esto es efectivamente lo que ha venido diciendo Lagarde, un anticipo de que el BCE ampliará de nuevo su programa de compras, probablemente en diciembre, para cubrir el aluvión de emisiones de deuda de los estados de la eurozona.
En España, las condiciones empeoran por momentos. Esta misma semana, el gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, sintetizaba la situación analizando el estado de las empresas: el 37% están en pérdidas, y al final del año serán más de la mitad. Un indicador del tsunami de cierres que se avecina si no logran implementarse medidas adicionales que lo eviten.
El escaso debate económico español se ha polarizado en torno a las enormes dimensiones del déficit público, que seguro acabará siendo superior al 15% del PIB, y los detalles de los presupuestos generales del Estado para el próximo año. Determinada prensa capitalina, adoptando una posición de injustificable autarquía mental respecto a lo que se piensa en el resto del mundo, acusa al Gobierno de Pedro Sánchez de malgastador por el déficit. Pero si en el mundo, en Europa, reprocha algo a Sánchez o Calviño no es por gastar demasiado. Las presiones exteriores, en el campo económico, van justo en sentido contrario. Por mucho que les pese a los conservadores fiscales, España está a la cola en peso de gasto público en la economía, por debajo del promedio de la eurozona y por detrás de Austria, Bélgica, Dinamarca, Finlandia, Francia, Alemania, Italia. Incluso de Grecia y Portugal. Y la pandemia va a subir ese porcentaje en todo el mundo.
En Francia, Le Maire, el ministro de Economía, ya reconoce que hay una nueva contracción
De nuevo Le Maire. “Es menos costoso y más justo salvar empleos y evitar cierres que enfrentarse a una explosión del paro de masas y a la desaparición de empresas”.
Este objetivo es el que justifica los déficits ahora, los previstos e incluso mayores. Dicho desde la perspectiva de un banquero central, Hernández de Cos, “parece adecuado mantener, e incluso ampliar, si fuera necesario, las medidas de apoyo. Su retirada prematura causaría unos perjuicios que exceden los posibles costes de mantenerlas hasta que la recuperación dé muestras de suficiente solidez”.
En el ámbito de la negociación presupuestaria, en cambio, la preocupación se ha concentrado en torno a algunos temas calientes, pero menores en el actual contexto, como las subidas de impuestos de escaso impacto global (algún punto más en el IRPF de las rentas más altas, en torno a 200.000 o 300.000 euros anuales; el IVA para algunos servicios médicos privados; y otros temas similares), legítimos todos ellos, pero de escasa urgencia en estos momentos y de poca envergadura con relación a las grandes demandas de una economía gravemente averiada.
Desde la óptica de un banquero central, los presupuestos generales de los estados sirven para contener la pulsión gastadora de los gobiernos. Pero, ahora, en cambio, su virtud reside en ampliar en lo razonablemente posible esa posibilidad de gasto para alejarse del abismo de la parálisis y la destrucción del tejido económico.
El debate del presupuesto debe apuntar lo antes posible a los temas esenciales. ¿Qué pasará con la sanidad, derecho básico de la ciudadanía y primer frente de batalla contra la pandemia, sin cuya máxima eficiencia es imposible recuperar la normalidad y estabilizar la economía? Esa discusión no le ha llegado a la opinión pública.
¿Cuál será la política de gasto público, sus nuevos objetivos, cómo se asegurará la cobertura de las necesidades esenciales de la población en una realidad de pandemia sostenida como la que actualmente vivimos?
Ya no es posible eludir la realidad. El virus ha empobrecido a la mayoría de las economías, y la factura será inmensa. No es posible afrontar la situación sin dolor, tenga este la forma de deuda, de menor renta o de más impuestos. La política debe buscar un reparto justo y razonable de esos costes.