El entrenador del Barça, Hansi Flick, está ejemplificando la influencia positiva que puede tener un buen liderazgo en el rendimiento colectivo de una organización. Y es que, con una plantilla muy similar a la de temporadas anteriores, ha conseguido que los jugadores ofrezcan su mejor versión, cambiando radicalmente la dinámica del equipo y alcanzando los resultados esperados. Además, el técnico alemán tiene un perfil personal discreto, poco dado a las estridencias mediáticas. Por eso sorprendió cuando hace unas semanas protagonizó una serie de titulares que escapaban al análisis estrictamente deportivo. Fue cuando habló sobre la puntualidad horaria que exige en sus entrenamientos. “Llegar tarde es una falta de respeto hacia los compañeros, así que hemos fijado una norma clara y aceptada por todos los jugadores: si te retrasas injustificadamente, hay una penalización en forma de banquillo”, explicó Flick.
Y como suele pasar cuando emergen paradigmas tan explícitos de exigencia directiva, enseguida se genera un cierto debate social, que cuestiona la vigencia de las técnicas asociadas a un liderazgo imperativo. Una controversia interesante, porque, si bien es cierto que el autoritarismo se ha demostrado fallido a la hora de potenciar el talento, también es verdad que los responsables de equipo deben afrontar una serie de complejidades que no siempre responden a las visiones más idílicas de la condición humana.
Para encontrar soluciones efectivas a disyuntivas de esta envergadura, es muy recomendable recuperar las teorías del psicólogo Daniel Goleman, que en el 2005 ya publicó un artículo donde advertía que el liderazgo no va de competencias monocolor, sino que requiere dominar una serie de habilidades muy diversas, pero complementarias entre sí. Haciendo una analogía con el golf, Goleman aseguraba que el buen directivo tiene que manejar con destreza los distintos palos de la bolsa, ya que en función de la situación tendrá que utilizar uno u otro. Bajo esta premisa, ser el mejor golpeando la pelota con un único hierro nunca será suficiente para ganar el partido.
Así pues, en liderazgo tampoco valdrá con ser solo empático, o solo ejemplar, o solo mentor, o solo estratega. Porque hay que ser un poco de todo. Y también exigente, por supuesto. Pero una exigencia despojada de connotaciones negativas y convertida en un método directivo al estilo Hansi Flick, con sus tres fases consecutivas: la primera, centrar bien los objetivos, es decir, concretar lo que se espera de cada persona. La segunda, acordar las consecuencias que se aplicarán en caso de cumplir (o no) las expectativas. Y, por último, lo más difícil, que es tener el coraje para ser consecuente y cumplir lo que se ha acordado.
La falta de exigencia directiva genera un efecto dominó de la desidia, que baja el rendimiento colectivo
Si no se aplica la exigencia, y se opta por la comodidad de la inacción, el equipo se va fragmentando de forma irreversible. De hecho, utilizando otra metáfora deportiva, se puede considerar que una organización es como un barco remero, donde cada integrante tiene encomendado un esfuerzo individual. Cuando todos traccionan con la intensidad estipulada, fantástico. Pero en el momento que algún miembro de la nave decide bajar el ritmo sin motivo razonable (que pasa) tiene que aparecer la exigencia del líder. En caso contrario, se producen tres efectos: a corto plazo, una situación injusta que obliga a otros compañeros a remar el doble; a medio plazo, una propagación en cadena de la desidia que decrementa la velocidad de la nave; y a largo plazo, el hundimiento definitivo.