Michael Robinson DEP
La sonrisa eterna
Michael Robinson llegó a España el día de Reyes de 1987. En el aeropuerto de Bilbao le esperaba un batallón de periodistas. Acababa de fichar por el Osasuna, en Pamplona, y su misión era ayudarles a evitar el descenso a Segunda. Las expectativas eran altas: sería el único jugador de la liga española que había ganado una Copa de Europa. Antes de desembarcar del avión le preguntó a la azafata cómo se decía “I don’t understand” en castellano. Hasta ese momento las únicas palabras de su nuevo país que conocía eran “Hola”, “Cerveza, por favor” y “uno, dos, tres, cuatro, cinco”. Agregó “No entiendo” a su repertorio y lo repitió cincuenta veces a los periodistas entre salir del avión y llegar al coche que lo llevaría a Pamplona
“¿Quién hubiera pensado entonces que acabaría haciendo lo que hago ahora?”, me dijo el año pasado durante una de las muchas comidas que compartimos, de todas las cuales guardo un borroso –mucho vino, mucho gin tonic– pero infinitamente feliz recuerdo. Unos meses antes le habían diagnosticado el cáncer del que se murió este martes al amanecer, a los 61 años, pero en ese momento, y hasta hace apenas seis semanas, seguía haciendo aquello que jamás se hubiera imaginado ese 6 de enero hace 33 años: ser durante casi toda esta época una de las figuras más simpáticas y más queridas del mundo mediático español. Como me dijo esta mañana Pep Guardiola, reaccionando a la triste noticia, “Nos hizo muy felices acompañándonos”.
Mi queridísimo amigo Michael fue un futbolista normal, o al menos eso es lo que él siempre me decía (“nunca fui gran cosa”), pero fue una persona excepcional
Cuando un futbolista normal se muere recordamos su estilo de juego y los trofeos que ganó. Robinson jugó para el Preston North End, el Manchester City, el Brighton, el QPR, el Liverpool y el Osasuna –al que, por cierto, salvó del descenso–. Con el Liverpool ganó la liga inglesa y la Copa de Europa, fue durante un breve tiempo el fichaje más caro de la historia del fútbol inglés y jugó 24 veces para la selección irlandesa.
Esto no es lo de menos, pero no es lo más importante. Mi queridísimo amigo Michael fue un futbolista normal, o al menos eso es lo que él siempre me decía (“nunca fui gran cosa”), pero fue una persona excepcional. Lo que le hizo especial, y seguramente irrepetible, fue que se retiró del fútbol, se instaló en España y, pese a que nunca acabó de dominar completamente el castellano, se convirtió en una celebridad de la televisión y la radio, en una de las caras y voces más conocidas del país. Se enamoró de España, de toda España, y España se enamoró de él.
Una cita de un jugador inglés que Robinson veneró cuando era pequeño nos da la clave de su éxito. Stanley Matthews jugo en primera división hasta los 50 años. Cuando había cumplido 86 un periodista le preguntó: “¿Cuál es el secreto del fútbol?”. Matthews respondió: “El secreto del fútbol, como el de la vida, es el entusiasmo”.
Michael rebosaba entusiasmo. Y no solo por el fútbol, por todo. Volcaba su energía y su inteligencia en su ídolo, Lionel Messi, en el Barça de Guardiola y en su amadísimo Liverpool pero también cuando hablaba en la radio, o entre amigos, sobre el Brexit, o sobre la política española, o sobre Trump, o sobre Sudáfrica, donde trabajamos juntos una vez. No dejaba de hablar de Nelson Mandela con una pasión que superaba la mía, y eso que yo lo conocí. Su curiosidad no tenía límites.
La primera vez que me enteré de su existencia fue hace 22 años viendo El día después, el mejor y más entretenido programa de fútbol que he visto en cualquier lugar de la tierra. Tuvo grandes compañeros de equipo allá pero Michael, el presentador, fue el que aportó la luz y definió la identidad del programa, a la vez seria e irreverente, analítica y jocosa. Veía el sentido del humor en casi todo, partiendo de una constante estupefacción ante la vanidad y la imbecilidad del ser humano. Digo casi todo porque algo que le indignaba un montón era la política del gobierno de Mariano Rajoy respecto al tema catalán. Varias veces me llamaba casi a la medianoche y me hablaba y hablaba –todos los que lo conocimos sabemos que le gustaba hablar de todo–, pero nunca con más rabia que cuando se impuso la famosa “prisión preventiva” a los líderes independentistas catalanes. “It’s diabolical,” me decía en inglés. “Diabolical!”. De Trump y de Boris Johnnson mejor no repetir lo que decía. Con “cabrones” nos quedaríamos muy corto.
Me he pasado la mañana pensando en él y la imagen que se me repite en la mente es de Michael riéndose
Pero sus brotes de furia eran inusuales. Me he pasado la mañana pensando en él y la imagen que se me repite en la mente es de Michael riéndose. Empezaba con una especie de gárgara, luego el sonido emergía por su garganta como la lava, in crescendo, y concluía en una erupción volcánica, una carcajada que inundaba todo el espacio que ocupaba.
Michael tenía salero, no la primera cualidad que uno atribuye a alguien nacido en las islas británicas. Lo recordaré siempre como una especie de gaditano inglés. Amaba Cádiz pero también el País Vasco, Galicia, Andalucía, Barcelona, Mallorca y Madrid, dónde vivió durante toda la segunda mitad de su vida y encontró el lugar en la tierra donde más a gusto se sintió.
El salero de Michael fue sui generis. Se hacía querer por la simpatía que emanaba, ante todo, pero parte de su éxito como figura pública en España se debió al contraste tan suyo, tan marca de la casa, entre el acento inglés con el que hablaba el castellano y su dominio absoluto de la jerga española. Siempre salpicaba nuestras conversaciones, aunque fueran en inglés, con palabras como “capullo”, “pringado”, “chorizo”, “horterada” o expresiones como “me la suda”, “vender la moto”, “tonto del culo” y “no me toques los cojones”.
Se enfrentó a su enfermedad con inmensa valentía e incluso cuando todo pintaba muy gris no perdía su gracia o su sentido del humor. En agosto del año pasado me escribió por WhatsApp que las medicinas que tomaba le estaban haciendo engordar. Yo le contesté, jugándomela un poco, “Mejor gordo que muerto”. Me contestó con un “Jajajajaja” y un “Me ‘muero’ de ganas de verte”.
Ninguna risa cuando me escribió el 18 de marzo para decirme que el cáncer se había extendido a su cerebro. Sin embargo, incapaz de suprimir una broma, incluso sabiendo que estaba al borde de la muerte, añadió: “pero me estoy lavando las manos como loco: ¡no quiero ese coronavirus!”
Aquella vez que me contó de su primera llegada a España, el regalo inesperado de reyes que le acabó dando al país de sus amores, me dijo que su motor siempre, desde que empezó a jugar al fútbol profesional con 16 años, había sido la esperanza. “La esperanza es bella. La esperanza es gloriosa,” me dijo. “Es lo que me ayuda a combatir esta enfermedad. Es lo último que nos queda.”
Eso ya no. Lo que sí queda es su familia, su esposa Chris y sus hijos Liam y Aimée. Están hundidos hoy, pero saben que con el tiempo apreciarán cada día más, si cabe, la inmensa fortuna de haber tenido un marido y un padre tan único, tan espectacular.