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Hugh McIlvanney, el gigante de Kilmarnock

Fútbol sin fronteras

Hizo de las crónicas deportivas poesía y ha sido comparado con escritores como Arthur Miller, Liebling y Norman Mailer

Hugh McIlvanney en un acto de la Football Writers Association, en enero del 2018

John Walton - PA Images / Getty

Nunca antes un periodista había sido el protagonista de Fútbol sin fronteras, pero si hay uno que lo merece, es Hugh McIlvanney. Llamarlo sólo periodista es hacerle una gran injusticia, porque en realidad era también un gran escritor (como su hermano William) e incluso un poeta, versado en Shakespeare y Robert Burns, maestro de la metáfora, con unas frases largas y llenas de lírica que tocaban la fibra.

Pero al margen de sus cualidades de maestro de vieja escuela (falleció la semana pasada, a los 84 años), McIlvanney cambió la historia del fútbol. Amigo de Matt Busby, Bill Shankly, Jock Stein y Alex Ferguson (escoceses como él, de los alrededores de Glasgow, con profundas raíces de clase trabajadora), el entrenador del Manchester United llevaba poco tiempo en el cargo y parecía a punto de ser cesado. A pesar de una reticencia hacia la prensa que con el paso del tiempo se convertiría en obsesión, no tenía nada que perder y aceptó ser entrevistado. En el artículo –fruto de una conversación de cuatro horas en casa del técnico, seguida de una cena y unos cuantos tragos–, explicó los problemas de fondo del club, que muchos de los jugadores habían superado la edad de su mejor rendimiento, y cómo el manager quería rejuvenecer la plantilla y cambiar una cultura de mucha bebida y poca gimnasia. La jerarquía de Old Trafford decidió darle otra oportunidad, y el resto, como suele decirse, es historia.

Hugh McIlvanney

Era tan perfeccionista que una vez se bajó del tren y tuvo que dormir en Crewe para cambiar una coma

Con McIlvanney la improvisación no existía. Perfeccionista al máximo, conseguir que entregara las piezas era como extraerle una muela, y generalmente sólo lo hacía en el último segundo, después de haber revisado hasta el último detalle (y esto lo dice alguien que más de una, dos y veinte veces se ha equivocado con nombres, fechas o resultados por no tener la paciencia o encontrar el tiempo para contrastarlos).

En una ocasión, volviendo de un partido en el norte de Inglaterra, se bajó del último tren a Londres y tuvo que dormir en la ciudad de Crewe para llamar por teléfono y cambiar la colocación de una coma. Sus colegas, después de cubrir los actos, siempre tenían que esperarlo para ir a cenar mientras daba vueltas y vueltas a su crónica, y exigía quedar en un restaurante para que le enviasen las galeradas (era “la edad del plomo”), por si consideraba necesario algún cambio. Otra vez, tras una discusión a grito pelado con su voz profunda y rasposa de fumador de puros y bebedor de todo –perdía pocas de ellas–, consiguió que su director parase las rotativas para reemplazar “primavera tardía” por “verano incipiente”. Eso sí, al día siguiente, sus compañeros tenían envidia de lo que había escrito.

No era ningún angelito

Su apodo era McViolence y solía frecuentar clubs del Soho

Hugh McIlvanney, a pesar de su cara de galán de Hollywood y esa voz que ponía la carne de gallina cuando cantaba baladas celtas o canciones de Frank Sinatra, no era ningún angelito, que quede claro. Una discusión con él, por lo general de horas, regada con cantidades ingentes de alcohol, fácilmente podía convertirse en una conflagración nuclear y acabar a puñetazos (su apodo era McViolence), como recuerdan los gerentes de los pubs y restaurantes de la Fleet Street de Londres, donde se concentraban todas las agencias y periódicos en la edad dorada de la prensa inglesa, los sesenta y setenta. La secretaria del director tenía una lista de los diez o doce clubs del Soho que frecuentaba, para que algún becario lo fuese a buscar y a reclamar el artículo que ya tenía que haber cerrado.

Se casó tres veces: la primera, muy joven (de ese matrimonio tuvo dos hijos), y la última, a los ochenta años. Nacido en una ciudad minera del condado escocés de Ayrshire, le gustaba citar a Jock Stein, entrenador del Celtic que ganó la Copa de Europa en Lisboa, cuando decía que “a trescientos metros de profundidad la persona que está a tu lado no es un colega o un amigo, sino quien te puede salvar la vida”. Empezó su carrera en el Kilmarnock Standard, de donde pasó al Scotsman de Edimburgo, al Observer (donde permaneció treinta años) y al Sunday Times (otros veintitrés). Hizo un breve paréntesis de unos meses en el Sunday Express, que le dobló el sueldo. Pero lo mandó a tomar viento cuando el director tuvo la desfachatez de cortar su artículo a ochocientas palabras.

McIlvanney era de izquierdas, republicano e independentista. Escribir era para él más una tortura que un placer. Se deprimía si algo le había quedado mal, y lo celebraba por todo lo alto si estaba contento, ambas cosas con alcohol. “Quiero que sepa que usted y Hugh siguen teniendo récord de la comida más larga, aquella que acabó a las siete y media de la tarde”, le dijo otro día a un colega el gerente del Garrick Club.

Más que fútbol

McIlvanney buscaba el acceso directo a los personajes, a veces con resultados increíbles, como cuando Muhammad Ali le concedió una entrevista de horas tras derrotar a Foreman en Kinshasa para explicarle los detalles técnicos del combate (se hicieron amigos). Pero no siempre sintonizaba. Una vez sir Alf Ramsey le dijo en una rueda de prensa que tenía mucha verborrea, a lo cual él respondió que “las palabras suelen ser útiles cuando uno tiene algo que decir”. Cubrió las masacres olímpicas de México y Munich, torneos de golf y partidos de rugby, pero sus pasiones eran el fútbol, el boxeo y las carreras de caballos.