“¡Toma, toma, toma!”
Yo estuve ahí
Fernando Alonso, tras ganar el Mundial de Fórmula de 2005 en Brasil
Seguro que por “25 de septiembre del 2005” no les viene nada. Pero si se añade a la búsqueda “Interlagos” y “Toma, toma, toma” se les refrescará la memoria y les aparecerá, desde el fondo del disco duro, la imagen que ilustra esta crónica: un Fernando Alonso de 24 años y mechas rubias gritando de entusiasmo y rabia, minutos después de proclamarse campeón del mundo de F-1 por primera vez. Pronto hará 15 años ya, o un instante.
Fue una fecha histórica, para el automovilismo en general (Alonso era el más joven campeón de la F-1, Renault ganaba sus primeros títulos, y el reinado de Schumacher y Ferrari se quebraba) y para el deporte español en particular. Al Olimpo de ídolos patrios se unía un nuevo héroe que irrumpía a través de una disciplina en la que España había pintado poco. O nada.
Hacía dos años que Alonso, un asturiano tan prodigioso al volante como hosco en el trato y justito en la comunicación, maravillaba con su pilotaje agresivo y a la vez constante y regular, pulcro, fino y sin errores. El 2005 iba a ser su gran año. Se olía.
Una atmósfera tensa
Fueron tres días marcados por una tensión ambiental asfixiante, un nerviosismo latente ante la cita histórica
Con un R25 que no era el bólido más veloz, pero sí irrompible, y sus manos delicadas, empezó a acumular ventaja sobre un Schumacher más errático de lo habitual y un rapidísimo Räikkönen con el McLaren. Y así se plantó en Interlagos con 25 puntos de ventaja a falta de tres carreras. Es decir, se puso la corona a huevo: le bastaba un podio en Brasil para campeonar.
Y para São Paulo, the place to be, se fue La Vanguardia. Como siempre ha ocurrido cuando iba a escribirse la historia.
Tras 12 horas de insufrible vuelo transoceánico en clase turista, y sin un mal día de aclimatación para domar el jet-lag, este enviado especial se estrenaba en la megalópolis brasileña con una inmersión de primera: conducir un coche de alquiler por la inolvidable Marginal Pinheiros, el cinturón de más de 20 km y 7 carriles que bordea São Paulo, una selva de motos cruzándose y tocando el claxon, todo terrenos embistiendo, cráteres en el asfalto, helicópteros en el cielo… para llegar a la carrera al hotel Transamerica. Tocaba retirar la acreditación y asistir a la primera rueda de prensa de Alonso, la habitual de los jueves.
En una minúscula sala, del corro de periodistas apretujados –hay cosas que no cambiarán–, vuela la primera pregunta, de un veterano compañero radiofónico, que siempre quería abrir el fuego.
–¿Cómo llevas la presión ante el momento decisivo de ser campeón del mundo? –a bocajarro.
No recuerdo la respuesta del asturiano recio. Sólo que se le ensombreció el rostro el resto de la rueda de prensa y del fin de semana. Tres días, viernes, sábado y domingo, marcados por una tensión ambiental asfixiante, un nerviosismo latente ante una cita histórica –para él y para los plumillas (ninguno había vivido ese trance en la F-1)–, que se conjugaba a la perfección con la decoración del lugar: un circuito vetusto, una sala de prensa sudorosa, unos accesos insufribles, unas carreteras amenazantes, con un asalto cargado en cada semáforo, y un clima imposible. Lo mismo llovía, que hacía frío, que salía el sol y te abrasaba…
En su festejo privado
A su fiesta de celebración sólo se acercaron Fisichella y Barrichello, pero Alonso se desmelenó con una conga
Del día de autos, aquel 25 de septiembre, poco pervivió de las 71 vueltas de la carrera, más allá de que la hora y media que duró se hizo eterna. ¿A quién le importa hoy? Ya lo decía Alonso: “Nadie se acordará de quién gana la carrera, sino el Mundial”. Tenía suficiente con acabar tercero, y tercero fue, detrás de los McLaren, el vencedor Montoya y un Kimi que se quedó con la misma cara que traía.
Nada que ver con la de Alonso, que pasó de la euforia preñada de rabia del “toma, toma” que rugía subido a su Renault, al gélido rostro de la rueda de prensa en la que pasó cuentas con frases lapidarias: “Vengo de un país sin tradición en la F-1. Básicamente he luchado solo, no he tenido ninguna ayuda de nadie en mi carrera; llegué a la F-1 gracias a mis resultados en las categorías previas y a mis espónsores. Así que este título es gracias a tres o cuatro personas, no más”.
Quizás por eso, en su fiesta de celebración, Fernando estaba bastante solo, como pudimos comprobar el reducidísimo grupo de periodistas que accedimos al privé del Lotus, un local de moda de Morumbi. De la parrilla sólo Fisichella y Barrichello se acercaron a saludarlo. En el reservado de la discoteca el asturiano se desmelenó en petit comité, con timidez al inicio, pero suficientemente embriagado de felicidad para lanzarse a la otra pista a pilotar una conga al ritmo de Aquarela do Brasil, botella de Moët & Chandon en ristre, rodeado de sonrisas tropicales y escotes de vértigo... Un Alonso desinhibido, desarmado, como pocas veces se ha vuelto a ver.