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Se busca especialista en faltas

Por la escuadra

Las giras veraniegas del Barça son un ritual moderno que aún no sabemos digerir. La diferencia horaria, los récords de calor y la posibilidad de jugar en estadios con aire acondi­cionado nos obligan a adaptar los biorritmos y a entender que las giras solo son una forma de financiación. Antes ha­blábamos de “ingreso atípico”, pero hace tiempo que el club las considera estructura financiera. Por eso la aparición de una gastroenteritis vírica que ha atacado a buena parte de la plantilla debemos interpretarla como una fatalidad que los culés más cenizos relacionan con una maldición. La gastroenteritis es un compañero de viaje del fútbol de élite. Durante décadas, existía el acuerdo tácito de culparla de ausencias inesperadas de grandes jugadores, sobre todo a la hora de entrenar. Los medios de comunicación participaban de este intercambio de eufemismos que, en el subtexto, equivalía a una resaca monumental. En otras palabras: había jugadores más propensos a la gastroenteritis que otros.

En el caso de la gira, la verosimilitud vírica es absoluta. No es fácil imaginar una resaca tan monstruosa que logre desac­tivar a todo el equipo. El presidente Joan Laporta, elocuente, sitúa el incidente en el ámbito de aquellas desgracias que la vida te obliga a superar, sobre todo teniendo en cuenta que los millones perdidos a causa de la suspensión del partido contra la Juventus eran más que necesarios, urgentes. Quizá para compensar esta conmoción, y esperando que el equipo pueda jugar contra el Arsenal, nos recreamos en el debut de Messi con el Inter de Miami.

Este disparo de falta de Messi acabaría siendo su primer gol en Miami

John David Mercer / Reuters

Cuando Messi se disponía a lanzar la falta, ¿queríamos o no que el balón entrara?

Messi jugó bastantes minutos para, a pesar de vomitar, marcar un gran gol de falta. Inmediatamente, los culés acti­vamos el mecanismo de flagelación y constatamos que el equipo actual no ­tiene especialistas tan eficaces como el argentino. Las estadísticas, que nos encantan utilizar cuando nos perjudican, confirman que marcó 50 goles (!) de falta con el Barça y unos cuantos más con su selección y con aquel club de París de cuyo nombre no quiero acordarme.

No todos los culés han resuelto su re­lación con Messi. Los hay que se han quedado atascados en el episodio del burofax, e incluso he tropezado con un culé que afirma que no tenemos buenos lanzadores de faltas precisamente por culpa de Messi, que las acaparó con un sentido posesivo del protagonismo. El gol que marcó el otro día provoca el tipo de nostalgia que nos confronta a un dilema: ¿de verdad queremos que Messi triunfe en Miami o preferimos que fracase? Lo digo porque, en el fútbol en particular y en la vida en general, las satisfacciones bon­dadosas deben competir cada vez más con el perverso encanto de las satisfacciones malvadas.Vale: Messi es el mejor jugador que hemos visto jamás y hemos repetido que siempre lo amaremos. Es una afirmación que también hemos dedicado a alguna expareja, siempre conscientes de que los valores de la familia ­deben prevalecer sobre la mezquindad sentimental. Pero, entre nosotros: cuando Messi estaba a punto de lanzar la falta contra el Cruz Azul, ¿queríamos que el balón entrara o, como cuenta Carles ­Rexach cuando reflexiona sobre la psicología puñetera del Camp Nou, soplábamos para que la pelota saliera?